«A Cronkite no le gustará»

El sábado 20 de octubre de 1973, en plena guerra del Yom Kippur, el presidente Nixon creyó dar un golpe de mano definitivo para zanjar la investigación del caso Watergate, destituyendo al Fiscal Especial que le había puesto la proa, el respetado jurista Archibald Cox. Pero no contó con que eso provocaría la dimisión de su secretario de Justicia, Elliot Richardson, y de su número dos, William Ruckelshaus, desembocando así en la irónicamente llamada Saturday Night Massacre.

Cinco días después, las tropas de los Estados Unidos fueron puestas en estado de Alerta Mundial «para indicar a la Unión Soviética que no estamos dispuestos a aceptar ningún movimiento unilateral de sus fuerzas en Oriente Medio». Es verdad que existía un pulso con Breznev, típico de la Guerra Fría, a propósito de la solicitud de ayuda militar urgente que Egipto había realizado al Kremlin, pero muchos analistas norteamericanos lo consideraron un paso exagerado cuyo verdadero propósito era desviar la atención y posponer las explicaciones públicas del presidente.

Por fin el sábado 27 por la noche, Richard Nixon se encaminó hacia el Ala Este de la Casa Blanca, donde le esperaban los reporteros y las cámaras de televisión. En la puerta de la sala en la que iba a celebrarse la esperada rueda de prensa se encontró con el productor del programa que -por mor del sistema rotatorio acordado por las tres grandes cadenas- era Sid Feders, de la CBS. En un memorando enviado dos días después a su jefe de informativos, Feders detalló la breve conversación que mantuvo con el presidente cuando faltaban segundos para que comenzara a caminar hacia el estrado.

Tras un par de comentarios seudotécnicos sobre las cámaras, los focos y demás, el intercambio «tomó un tono decididamente menos amistoso» cuando el productor se identificó «como de la CBS». El presidente hizo entonces «un comentario chistoso acerca de lo exactos y objetivos que somos». Acababa de recibir la señal para hacer su entrada en la sala, cuando Richard Nixon añadió, dando los primeros pasos: «A Cronkite no le gustará lo de esta noche, eso espero».

Y efectivamente, al cálido y afable pero sólido y siempre relevante conductor del telediario de la noche a quien tantos norteamericanos veían como «el tío Walter», no podía gustarle lo que iba a escuchar. Ni a él ni a ninguno de sus compañeros de las grandes cadenas y de los medios de comunicación en general. Tras la tercera o cuarta pregunta sobre la destitución de Cox, Nixon lanzó su primera andanada contra la cobertura del caso Watergate: «En 27 años de vida pública nunca he visto ni oído reportajes tan insultantes, malintencionados y distorsionados».

Enseguida, añadió: «Cuando se machaca a la gente, noche tras noche, con tal clase de reporterismo frenético e histérico es lógico que se debilite su confianza». Y para que no quedara duda de cuál era su actitud ante la prensa, concluyó rematando la faena: «No tengáis la impresión de que estoy enfadado con vosotros… yo sólo puedo enfadarme con aquéllos a quienes respeto».

No he visto recogido este episodio en ninguno de los obituarios que los medios norteamericanos y mundiales han dedicado estos días a Walter Cronkite, pero tengo grabada en la retina la enorme impresión que a aquel joven profesor de literatura española en una Universidad de Pennsylvania que era yo hace 36 años, le produjo aquella tormentosa conferencia de prensa. Cuando el entonces asesor de comunicación de Richard Nixon y luego candidato presidencial en las primarias republicanas, Pat Buchanan, equiparó lo sucedido «con el ambiente de la Plaza de Toros de Tijuana un domingo por la tarde», yo me di cuenta de que lo asombroso -en España aún vivían Franco y Carrero- era que el papel de su jefe fuera el del toro y no el del torero.

Todo cuanto he vivido desde entonces no ha venido sino a reafirmarme en esa visión adversativa de la relación entre la prensa y el poder político, económico o de cualquier otra índole. Hasta el extremo de que cada vez que, en los nueve años en los que fui director de Diario 16 o en los veinte que están a punto de cumplirse desde que fundamos EL MUNDO, hemos recibido algún tantarantán del estilo de los que nos dedicaban González o Guerra, siempre venía a mi cabeza aquella frase de Nixon -que, por cierto utilicé para titular un libro que nunca llegué a publicar -: «A Cronkite no le gustará». ¿Qué mejor baremo del cumplimiento del deber de informar? Cuando el poder se irrita tanto, es que algo estaremos haciendo bien.

Porque, en definitiva, cuando el National News Council asumió la tarea de indagar en la propia Administración Nixon cuáles eran los motivos de tan monumental cabreo, llegó a la conclusión de que lo que había sacado de sus casillas al presidente no había sido ningún comentario concreto de Cronkite o alguno de sus colegas, sino, por encima de todo, el espacio, el minutaje, la atención, la cobertura que los grandes medios estaban dando a las vicisitudes jurídicas y parlamentarias del escándalo Watergate.

No hace falta recurrir ni a Lewis Carroll ni a Orwell para constatar que a lo que siempre aspiran los poderosos es a tener la capacidad de decidir de qué es de lo que en cada momento la sociedad tiene que hablar. O, sobre todo y para ser más exactos, de qué no tiene que hablar. ¿Quién fija la agenda? Eso es «lo que importa», que diría Humpty Dumpty.

Bueno, ya he recurrido a Lewis Carroll, pero la respuesta es bien sencilla: al menos durante todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI en las sociedades democráticas la agenda la hemos fijado los periódicos, jerarquizando la información en nuestras portadas, poniendo el foco en tal o cual cuestión de actualidad y, en no pocas ocasiones, descubriendo asuntos de interés general que permanecían ocultos. Sólo los grandes diarios hemos contado con redacciones suficientemente numerosas y cualificadas como para cubrir todas las áreas informativas, para someter las afirmaciones del poder al escrutinio de periodistas especializados y para dedicar recursos y empeño a la investigación de tramas complejas y a menudo peligrosas.

De hecho, los demás medios y soportes actúan dentro de la sociedad de la información como caja de resonancia, altavoz o amplificador de las revelaciones y debates planteados por los periódicos. Es fácil imaginar la irrelevancia que impregnaría las tertulias en la radio y la televisión o la mayoría de los blogs y los llamados «confidenciales» de internet si las redacciones de los grandes diarios no hiciéramos antes ese trabajo de campo. Incluso en la edad de oro de CBS News y sus competidores de la ABC y la NBC, salvo contadas excepciones, la principal labor de sus especialistas era ponerle cara y ojos al relato de los periódicos. El flemático Cronkite podía hacer derrapar cada noche a Nixon porque The Washington Post ya le había situado cada mañana al borde del ataque de nervios.

Ni nuestros más acérrimos enemigos discuten que la España de estos últimos veinte años, y en especial su historia política, habría sido muy distinta si no hubiera existido EL MUNDO. Creo que la clave de ese impacto y trascendencia está en la aplicación práctica de nuestros principios fundamentales que, en definitiva, se reducen a uno: «Toda noticia de cuya veracidad y relevancia estemos convencidos será publicada, le incomode a quien le incomode». Si de algo me siento orgulloso es de poder decir que hemos cumplido a rajatabla y sin excepción alguna ese compromiso público que adquirí hace dos décadas en nombre de mis compañeros y en el mío propio.

Por eso, EL MUNDO no solamente ha aportado una y otra vez un prisma de interpretación genuinamente independiente de las noticias que nos ha ido deparando la actualidad, sino que ha contribuido a configurar esa agenda del debate público con más aportaciones informativas propias que las realizadas por ningún otro medio en la historia del periodismo español. Si las investigaciones sobre la trama de los GAL, Ibercorp, Filesa, la corrupción en Marbella o la negociación con ETA son ya páginas ejemplares para cualquier estudio que quiera realzar la función de la prensa en una sociedad democrática, estos mismos días han estado sobre la mesa dos asuntos que vuelven a marcar la diferencia entre EL MUNDO y los demás medios españoles.

Me refiero a la sentencia del caso Alierta y a la reactivación judicial de la búsqueda de la verdad del 11-M. Respecto a lo primero, cualquiera puede entender lo incómodo que resulta para un periódico tener conocimiento de una noticia que puede complicar seriamente la vida a su principal anunciante. Eso nos ocurrió hace siete años cuando averiguamos que la CNMV había dado carpetazo de forma más que irregular a una investigación por uso de información privilegiada que afectaba al ya presidente de Telefónica. Fue una prueba de fuego y la pasamos airosamente, aun dejándonos no pocas plumas en la gatera. Baste decir que el día en que destapamos lo ocurrido, el presidente de nuestro principal competidor comentó durante una comida en el Club Internacional de Prensa: «No saben lo que me alegro de que sea EL MUNDO quien haya publicado esto».

Todos sabemos lo que pasó después y, concretamente, quién se asoció con quién. De ahí que cuando ahora ha habido una resolución judicial que concierne al primer empresario del país -portada en el WSJ y el FT-, con un relato de hechos probados inequívoco y una remisión del desenlace a lo que decida el Supremo, no pueda por menos que sentir una mezcla de amor propio y vergüenza ajena al ver a ese competidor darle un bajonazo al asunto en la página 23 y al ver al tercero en discordia jibarizarlo en una posterior página par con media columna de agencia. Del cuarto de la fila ni hablaré porque simplemente no publicó nada.

Y sobre el 11-M, qué quieren que les diga. Si hay un solo español que considere más importante que a Rita Barberá le regalaran un bolso a cambio de nada que el que, al cabo de casi cinco años y cinco meses, al fin haya una juez que oficie a los Tedax para saber cuántos restos se recogieron en los focos de las explosiones que mataron a 192 personas para cambiar el rumbo de nuestra democracia, por favor que levante la mano, que le haremos una entrevista. Pues bien, sólo EL MUNDO publicó -el lunes pasado- esta noticia. Como sólo EL MUNDO publicaba durante años y años las noticias sobre los GAL.

Yo no puedo garantizar que esta investigación tendrá el mismo desenlace que aquélla, pero sí puedo garantizar que su rigor y profesionalidad es todavía mayor, pues no en vano todos tenemos veinte años más. Y eso ya no sólo lo digo yo, sino que desde hace cuatro días lo acredita también nada menos que el Ministerio Fiscal. Bendita sea la hora en que el comisario Manzano, ex jefe de los Tedax, nos puso una demanda civil. Gracias a ella hemos solicitado -y obtenido, todo hay que decirlo- la práctica de una serie de pruebas que han dado ya marchamo judicial a evidencias de tal envergadura como que se vulneraron los protocolos que obligaban a remitir los restos de explosivos a la Policía Científica, como que ETA tenía el know how que por primera vez se aplicó en los trenes de la muerte o como que la Policía engañó a los españoles y al juez al examinar la mochila de Vallecas. Si encima la representante del Ministerio Público pide que se desestime la demanda subrayando que EL MUNDO ha logrado respaldar documentalmente la veracidad de sus acusaciones contra el policía una y otra vez, pues claro, contenemos la respiración hasta que haya sentencia, pero mil campanas suenan en mi corazón.

Yo digo como demócrata y español que si no existiera EL MUNDO, habría que inventarlo. No tenemos abuela, pero nos toca -como a todos- reinventar el modelo de negocio porque no puede ser que después de todo este trajín sean Google y otros piratas de medio pelo quienes se lleven el gato de la publicidad al agua de nuestros contenidos. A Cronkite que era un patriota norteamericano y un verdadero pacifista le habría gustado vivir esta pelea y participar en ella. Su muerte es la de una era, pero que nadie entone aún el réquiem por todos nosotros.

(Este texto sirvió de base a la conferencia con que el director de EL MUNDO clausuró anteayer el curso de verano de El Escorial dedicado a los veinte años de nuestro periódico)

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.