A favor de la evaluación

Cuenta Daniel Bell en La reforma de la educación liberal que, durante las revueltas estudiantiles de los años 60, se impugnaba la autoridad académica por el mero hecho de ser autoridad: «Algunos estudiantes gritaban, mientras organizaban danzas del vientre en los prados de Columbia: ¿Quién eres tú para decirme en qué me debo matricular?». Bell les contestaba: «Tú no sabes lo que no sabes. Si lo supieras, no me necesitarías. Tal como están las cosas, me necesitas». Me temo que en el Ministerio de educación hoy tratarían a Bell de profesor viejuno.

No dudo que la ministra está movida por las mejores intenciones, pero no alcanzo a ver cuáles pueden ser. No consigo entender porque la LOMLOE decreta que a los alumnos se les impartan contenidos en «ciudadanía mundial» mientras se les recorta la filosofía o la sintaxis o por qué una pedagogía que fomenta las competencias hace todo lo posible para ocultar la incompetencia. Si un alumno no es competente en matemáticas se dice que puede ser competente en trabajo en grupo. Porque aquí todo el mundo tiene que ser competente para algo y como ese algo es diverso, se decreta que no tienen sentido las evaluaciones grupales. Lo que hay que hacer es seguir el personal progreso competencial de cada alumno según sus capacidades… y a esto lo llamamos evaluación continua.

A favor de la evaluaciónLo preocupante no es que se supriman los exámenes en septiembre, sino que, por una parte, se desconfía de la evaluación grupal (porque desvela diferencias intergrupales) y, por otra, se transmite el mensaje de que el trabajo intelectual es un castigo insoportable.

La pedagogía siempre ha sido un poco beata, pero es que ahora no levanta la rodilla del reclinatorio. Se nos dice que el niño debe estar en el centro («el niño», no necesariamente su hijo), pero lo que debiera estar en el centro del aula es el conocimiento científico del niño, para poder ayudarle; se nos habla de la necesidad de fomentar el pensamiento crítico, pero en el Ministerio entienden por pensamiento crítico el que coincide con el suyo; se anima a los alumnos a cambiar el mundo (como militantes de la rebeldocracia) y se les restringen los conocimientos que les permitirían comprenderlo…

La ortodoxia pedagógica pretende presentar los exámenes como cosa de derechas, porque son –dicen– selectivos, excluyentes y uniformizadores. Los alumnos –sostiene un importante psicólogo logsiano– no saben más o menos, sino que saben de maneras diferentes. Es decir, que el fomento de la cultura común ha dejado de ser un objetivo pedagógico.

Yo, con perdón, soy un firme defensor de los buenos exámenes. Eso no quiere decir que el único criterio de evaluación sea el examen, sino que sin un buen examen no disponemos de datos objetivos para evaluar con rigor la situación de un alumno y creo que los padres tienes derecho a recibir información objetiva sobre la evolución de sus hijos en relación con la media de la clase.

Un buen examen es un magnífico ejercicio de concentración, de atención, de metacognición, de resiliencia; nos ofrece información precisa sobre las lógicas que subyacen al error del alumno y debería hacer del error una ocasión de aprendizaje, porque el alumno suele dar la respuesta correcta a la pregunta que se hace a sí mismo. La diferencia entre la pregunta que el alumno se hace a sí mismo y la que le ha dirigido el profesor es un índice de la carga cognitiva de un aprendizaje. El error, en definitiva, nos brinda la posibilidad de comenzar de nuevo, pero desde un fundamento más claro.

No pienso solamente en el error del alumno. Los exámenes grupales son también un instrumento de evaluación del centro, porque en cada centro se cometen errores específicos que hay que detectar.

No tengo ningún argumento contra los buenos exámenes memorísticos, porque lo que no está en la memoria no se ha aprendido. Si nada ha cambiado en la memoria a largo plazo, no se ha aprendido nada. Diré más: es la arquitectura de la memoria a largo plazo la que nos proporciona la justificación definitiva para la instrucción.

El examen sitúa al alumno ante un dato objetivo de sí mismo y esto es relevante porque los alumnos suelen ser poco rigurosos a la hora de evaluar sus competencias y su esfuerzo. Tienden a sobreestimar este último. Guste o no, los resultados objetivos importan. Una fluctuación de 25 puntos en PISA podría equivaler a un 3% del PIB. Y la escuela, como institución republicana, tiene el deber de tornar a la sociedad lo que recibe de ella.

Una cultura de la evaluación educativa debería contar con el ejemplo permanente de las administraciones. La administración educativa debería ser la primera en tomarse la evaluación en serio. Sin embargo, cuando promulga leyes o promociona metodologías no indica nunca qué evidencias se pretende conseguir con ellas y, cuando se retiran y son sustituidas por otras, nadie tampoco explica las razones de su sustitución. ¿Son conscientes del efecto que produce en los docentes (que, por cierto, son los propietarios definitivos del sistema, mientras que los políticos son meros interinos) esta tan arraigada costumbre? Sabemos bien que los sistemas educativos eficientes son altamente coherentes. La coherencia del sistema parece ser más importante que cualquier otro elemento.

¿Por qué negarnos a evaluar la pérdida de conocimiento académico de los alumnos durante sus vacaciones de verano? Esta pérdida es especialmente notable entre los pobres, porque los alumnos de familias culturalmente ricas siempre están haciendo deberes en la medida en que suelen vivir inmersos en un medio lingüísticamente sofisticado. En verano es cuando se producen las mayores pérdidas en la competencia lectora.

La evaluación rigurosa, no es, pues, ni un lujo ni una manía. Es un quehacer profesional que debe permitir al profesor verse a sí mismo en cierta manera como un sustituto bien informado de cada alumno. En última instancia, la evaluación sólo se justifica por el rigor de la información que nos proporciona.

Acabo con el ejemplo del Colegio Sant Gregori de Barcelona, porque pasa periódicamente a los alumnos unos tests de velocidad lectora que pueden verse como un examen colectivo. Pero los profesores tienen muy claro que lo que les interesa no es tanto evaluar al alumnado como evaluar el trabajo hecho con los alumnos. Pretenden visualizar el nivel de aprendizaje del grupo, para tomar las medidas correctoras pertinentes.

En los primeros cursos de primaria pasan el test al menos dos veces al año; en septiembre, para conocer la situación del grupo al inicio del curso, y en el segundo trimestre, cuando todavía hay tiempo para corregir lo que sea necesario. El colegio dispone de datos desde el curso 1956-57, por lo que cuenta con abundantes elementos para desarrollar una práctica reflexiva.

El test pretende medir la velocidad máxima con la que un alumno puede leer un texto entendiendo lo que lee. Quien tiene dificultades de comprensión, tropieza y lee más despacio. Es, en realidad, una prueba de comprensión lectora.

Llevo años insistiendo en que los cursos más críticos de la escolarización de un alumno son tercero y cuarto de primaria, cuando pasan de aprender a leer a aprender leyendo. Quienes poseen mayor vocabulario (suelen ser los que vienen de casa con más palabras), mejor leen; y los que mejor leen, más aprenden leyendo. Se puede detectar con bastante fiabilidad el fracaso o éxito escolar de un alumno por su competencia lectora en tercero y cuarto. En el Sant Gregori saben que para que un alumno de tercero de primaria pueda seguir su escolaridad con normalidad debe leer un mínimo de entre 80 y 100 palabras por minuto.

Hay que resaltar que estas tests permitieron a los profesores analizar lo que había pasado con sus alumnos durante los meses de confinamiento por la Covid. Identificaron bien a los que mejoraron y a los que empeoraron.

Como decía Alexandre Galí, la competencia técnica debe acompañar la intuición del maestro. Me parece un magnífico consejo porque los alumnos no saben lo que no saben.

Gregorio Luri es profesor de filosofía y autor de La escuela contra el mundo, El valor del esfuerzo o Mejor educados. El arte de educar con sentido común, entre otros.

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