A golpe de centenario

Los nacionalistas, todos los nacionalistas, adoran las conmemoraciones. Inventan o aprovechan aniversarios con el fin de renovar y difundir sus mitos fundacionales, de rendir culto a sus héroes y, en definitiva, de fortalecer la identidad nacional correspondiente. Tratan de imponer en estas ocasiones su visión de la historia: las naciones que se precien han de ser antiguas, reconocibles a través del tiempo por características perennes como el arraigo en un territorio, la lengua, la religión, la raza o las virtudes de sus miembros, desde el amor por la independencia hasta la laboriosidad o el valor guerrero. Y no hay mejor base para las reivindicaciones nacionalistas que esa continuidad histórica: si una nación ya estaba formada —pongamos— en el siglo XIII y luchaba por sus libertades amenazadas en el XVIII, ¿cómo negar hoy su existencia y la legitimidad de sus demandas?

A pesar de su aspecto vetusto, estas celebraciones son fenómenos modernos, vinculados a la llegada de la opinión pública y de la política participativa. Igual que los movimientos y gobernantes nacionalistas que las propulsaron hasta crear lo que al historiador Edward Baker le gusta llamar cultura conmemorativa. Entre ellas destacan los centenarios, festejos muy apreciados por quienes subrayan la solidez y la longevidad de sus naciones. Para los milenarios, que no faltan, hay menos fechas disponibles. Las fiestas centenarias se han dedicado así a coronar a los escritores y artistas que encarnan el genio nacional —Dante en Italia, Miguel de Cervantes en España— y a rememorar grandes hitos de las historias patrias, como las proclamaciones independentistas en América o las batallas decisivas contra feroces enemigos en cualquier continente. Se conmemoran no solo las victorias, sino también las derrotas, provistas de una carga emotiva, melancólica, insuperable. Más aún, revoluciones, epopeyas, Constituciones y hasta dinastías han disfrutado de sus centenarios, siempre a mayor gloria de las respectivas comunidades nacionales.

En un entorno occidental atravesado por la búsqueda de memorias e identidades, la España de los últimos 15 años ha brillado por su centenariomanía. Había precedentes de envergadura, como el milenario de Cataluña —consagrado por la Generalitat de Jordi Pujol en 1988— o el fastuoso quinto centenario del descubrimiento de América en 1992, orquestado por el Gobierno de Felipe González para certificar el triunfo de un país avanzado y democrático, tan europeo como iberoamericano y capaz de transmutar las auroras imperiales de antaño en un “encuentro de dos mundos”. Pero el recrudecimiento del conflicto entre los nacionalismos subestatales y el español ha producido, desde el cambio de siglo, un especial entusiasmo por estas labores conmemorativas.

Alcanzó gran intensidad, por ejemplo, el bicentenario en 2008 del inicio de la Guerra de la Independencia, uno de los tres o cuatro grandes mitos españolistas. Ante el perfil bajo adoptado por el Ejecutivo socialista, fue la Comunidad de Madrid, guiada por Esperanza Aguirre, la institución que ondeó con mayor energía la bandera española. Las gentes del Partido Popular contestaban desde su baluarte central al catalanismo envalentonado por el nuevo Estatut de 2006. Así, el 2 de mayo de 1808 volvió a interpretarse como un levantamiento patriótico en el que los madrileños marcaron la pauta para que los demás españoles, de manera unánime, se alzaran contra el invasor francés en defensa de su soberanía. Hubo desfiles y ofrendas florales, pero también métodos más innovadores, como series en la televisión autonómica y películas carísimas sobre el evento. En una magna exposición, el visitante conocía las peripecias de los héroes durante aquella memorable jornada y acababa metido en el cuadro Los fusilamientos, de Francisco de Goya, donde era —simbólicamente— abatido junto a los patriotas ensangrentados. Por si el mensaje no le había quedado claro.

El Gobierno popular madrileño no resucitó el discurso católico, que asociaba la guerra contra Napoleón con la custodia de la monarquía tradicional y de la Iglesia frente a la influencia revolucionaria francesa. Al contrario, como ha explicado Ángel Duarte, revitalizó el nacionalismo de raíz liberal, que convertía al pueblo español en el protagonista. No por casualidad, los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós, sirvieron de inspiración para el programa conmemorativo y un texto galdosiano se repartió a miles de escolares. Aquel pueblo podía ser ingenuo y dejarse traicionar, pero la grandeza de su entrega parecía indiscutible. En resumen, la Guerra de la Independencia mostraba la vitalidad de la nación española, en la cual los catalanes —ahí estaban el tambor del Bruch y el sitio de Gerona para probarlo— se hallaban bien integrados. Se afirmó incluso que los rebeldes de la francesada, precursores de la Constitución liberal de 1812, pelearon también por sus derechos individuales.

Ahora se nos viene encima el tricentenario del final de la Guerra de Sucesión, cuando Felipe V de Borbón doblegó al archiduque Carlos de Austria en la disputa por la Corona española. Las fuerzas catalanistas realimentarán uno de sus mitos capitales: el de la pérdida de los fueros e instituciones catalanas a manos del siempre opresivo Estado español. Un relato cultivado con mimo desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando el recién nacido catalanismo político hizo del 11 de septiembre, aniversario de la capitulación de Barcelona en 1714, su fiesta nacional. El centenario nos encuentra en plena refriega sobre la autodeterminación de Cataluña, por lo que el Gobierno de Artur Mas va a echar el resto. Para recordar no ya lo ocurrido a su juicio en aquellos momentos —la humillación nacional de los catalanes, tan patriotas y unidos en 1714 como los españoles de 1808 a ojos de sus adversarios—, sino las agresiones españolistas sufridas durante siglos. Los agravios del pasado cimentan las exigencias del presente. Estos días hemos sabido que la Generalitat prepara un simposio titulado, sin rodeos, Espanya contra Catalunya: una mirada històrica (1714-2014). Es decir, que las autoridades culturales patrocinan una versión de la historia que enfatiza la represión política, lingüística y también económica de la nación catalana, un memorial en el que solo faltan alusiones a la violencia deportiva o sexual española.

Las conmemoraciones, no hay duda, dan lugar de vez en cuando a debates interesantes, buenas exposiciones, coloquios serios y publicaciones decentes. Pero, a cargo de nacionalistas de uno u otro signo, constituyen a menudo operaciones de propaganda partidista en las que se gastan ingentes cantidades de dinero público. Además, no contribuyen a resolver problemas políticos, sino que con frecuencia los agravan: un nacionalismo no soporta que el contrario saque pecho o le acuse de opresor. Imaginemos que, en vez de celebrar el cincuentenario del tratado que consolidó la reconciliación franco-germana con una muestra de arte alemán en el Museo del Louvre, cuya calidad no ha evitado la polémica, el Estado francés se dedicara a enumerar las atrocidades cometidas por su vecino en Francia durante las contiendas contemporáneas.

Estos fastos conciernen a la ciudadanía, que en democracia podría no consentir la manipulación interesada del pasado a costa del contribuyente. Y obligan a reaccionar a los historiadores, quienes, de acuerdo con las reglas de su oficio, han de atenerse a lo comprobable y huir de los anacronismos, refutar las simplificaciones y restablecer la complejidad de lo acontecido. Cuando se conmemoraron los combates napoleónicos de 1808-1814, algunos expertos denunciaron las tergiversaciones españolistas. José Álvarez Junco, que señaló en su obra las múltiples vertientes de un conflicto civil, internacional y religioso, no solo ni principalmente nacional, animó a hacer ciencia en lugar de patria. Ahora vemos cómo distinguidos académicos, que en ciertos casos transitan del marxismo a la militancia catalanista, colaboran en la campaña oficial del centenario de 1714. Seguro que aparecen otras voces, de ciudadanos y profesionales, que protestan contra la mitificación de aquellas pugnas dinásticas, propias de una era prenacionalista, y contra las iniciativas políticas que de estas distorsiones se derivan.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar, con Xosé M. Núñez Seixas, Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX (RBA).

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