A la búsqueda de respuestas al desafío de Putin

Muy pronto, desde su llegada al poder hace ya 22 años, el comportamiento de Vladímir Putin planteó un enorme desafío tanto en Washington como en Bruselas, dada su insistencia en trastocar un statu quo que consideraba perjudicial para los intereses y la seguridad de una Rusia que había perdido sus “colchones amortiguadores” en la Europa oriental y que sentía el aliento de la OTAN en su propia frontera. Pero, como ya quedó bien demostrado tanto en 2008 (Georgia) como en 2014 (Crimea) y mucho más ahora, con la ofensiva militar iniciada el pasado 24 de febrero contra Ucrania, es bien notorio que Occidente (es decir, el tándem OTAN-Unión Europea) sigue sin encontrar una manera eficaz de frenar sus ansias por reverdecer el imperio ruso. Por eso hoy, cuando todavía estamos en las primeras etapas de la nueva fase de una guerra que comenzó hace ocho años, cabe preguntarse si las lecciones aprendidas servirán para aplicar una estrategia que logre ir más allá de la mera gestión de daños provocados por un actor al que hemos desoído reiteradamente cuando reclamaba atención a sus propias percepciones de seguridad, y al que hemos terminado por acostumbrar a que sus violaciones del derecho internacional apenas tengan coste alguno.

A la búsqueda de respuestas al desafío de PutinAntes de plantearse qué hacer si Putin logra imponer su dictado en Kiev y decide extender sus tentáculos más allá, conviene analizar las perspectivas que ofrece hoy el escenario ucranio. Hay actualmente dos dinámicas en marcha. La primera nos muestra a un Putin con mucha prisa por lograr su objetivo: derribar a Volodímir Zelenski y colocar en su lugar a una marioneta para materializar su sueño de consolidar una unión política que, con Bielorrusia y la propia Rusia, dé viabilidad a lo que denomina el Estado de la Unión. Todo ello sin olvidar, como plan b, el control territorial de todo el Donbás para asegurarse un corredor terrestre hasta Crimea. La segunda, impulsada desde Occidente con la implicación de Ucrania en primera línea, busca empantanar a Putin en un escenario de defensa militar a ultranza y de insurgencia miliciana, con la intención de arruinar sus planes y cerrarle de ese modo el paso a nuevos avances en otros países de la zona.

Con toda la dificultad derivada de las campañas de desinformación entrecruzadas sobre el terreno, parece claro que la ofensiva rusa está encontrando muchas más dificultades de las previstas inicialmente, tanto por una sobrevaloración de las capacidades propias como por una infravaloración de la capacidad de defensa ucrania, junto al error de cálculo que les hacía creer que la población recibiría a las huestes de Putin como salvadora de un Gobierno supuestamente genocida y nazi (¿?). Es cierto, en todo caso, que Moscú solo ha empleado hasta ahora la mitad de las unidades desplegadas cerca de la frontera con Ucrania, pero a la vista de lo ocurrido ya nada le asegura que logre sus propósitos en cuestión de días. Y en esa línea hay que interpretar la cadena de anuncios de diferentes países de la OTAN y de la UE, entre ellos España, por dotar a las fuerzas locales de los medios necesarios para complicarle mucho más la tarea a los invasores. Cabe imaginar, en consecuencia, que con el añadido de asesores militares y el apoyo a la instrucción y mejora de capacidades de quienes se decidan a oponerse a los planes de Putin —más el cúmulo de sanciones económicas que ya están siendo aprobadas—, lo que ese mismo Occidente busca es hacerle ver a Moscú que los costes de su aventurerismo militar van a ser mucho mayores que los posibles beneficios que aspire a obtener.

Aun así, dado lo incierto del resultado del entrecruzamiento de esas dos opciones en juego, resulta fundamental volver a plantearse qué hacer si Putin logra finalmente imponer su dictado en lo que, en última instancia, identifica como una casilla muy relevante en la estratégica partida de ajedrez que se está jugando desde hace tiempo en el continente europeo. La historia nos ha enseñado muy amargas lecciones cuando se ha optado por el apaciguamiento de autócratas iluminados y, sin embargo, no parece que eso haya servido de mucho para responder al órdago que hoy plantea Putin. En primer lugar, cabría preguntarse cuánto tiempo más vamos a seguir jugando con fuego (y con la vida de otros), como ha ocurrido en esta ocasión con los ucranios, a los que hicimos creer irresponsablemente que estábamos dispuestos a admitirlos en la UE y en la OTAN. De igual modo, la opción de amoldarse a los ritmos que impone Putin, colocando habitualmente los intereses comerciales por encima de los geopolíticos, tampoco parece haber servido para frenar sus ansias de revertir lo que considera la mayor catástrofe estratégica del pasado siglo —la implosión de la Unión Soviética—, sino más bien todo lo contrario.

En consecuencia, dado el escaso resultado cosechado y la imposibilidad de rebobinar hasta 1991, asumiendo que la apresurada ampliación de la OTAN no solo incumplió promesas verbales, sino que echó por tierra el principio de la indivisibilidad de la seguridad —la seguridad propia no puede lograrse a costa de la inseguridad del vecino—, se impone la opción del castigo, en línea con las decisiones adoptadas por la UE desde el pasado domingo. El castigo debe incluir la imposición de las más duras sanciones económicas que unos aliados occidentales no siempre en sintonía sean capaces de articular, aun sabiendo que por sí solas no lograrán modificar el rumbo elegido por Putin. Un castigo que no excluye el apoyo militar en defensa de Ucrania —con medidas como el establecimiento de una zona de exclusión aérea para los aviones y helicópteros rusos sobre su territorio, el suministro de material de defensa a las fuerzas ucranias o la colaboración en materia de inteligencia y defensa contra ciberataques—, sin ampararse en un artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte que en ningún caso impide ese tipo de acciones, si hay voluntad política entre los 30 miembros de la OTAN para apostar por Ucrania. Un castigo, en definitiva, que debe ir acompañado por la oferta de renegociar el orden de seguridad europeo —algo que ya estaba contemplado en la respuesta que EE UU y la OTAN dieron al ultimátum ruso del pasado 17 de diciembre, asumiendo, por tanto, que el actual no es equilibrado— condicionado, desde luego, a la retirada militar rusa de suelo ucranio.

Querámoslo o no el hecho innegable es que ya estamos en guerra con Rusia. Una guerra a la que solo le falta el choque frontal entre fuerzas convencionales de ambos bandos y que terminaría de inmediato si Putin decide abandonar Ucrania, dado que nadie en Occidente está planeando un ataque contra Rusia. Pero esa hipótesis de retirada es algo prácticamente imposible de imaginar porque el nuevo zar ruso no está dispuesto a salir de allí con las manos vacías. De ahí se deduce que lo más previsible es que aumente todavía más su apuesta militar para eliminar a Zelenski y asentar a Ucrania en la órbita rusa. Y si debemos temer a un Putin ganador en Ucrania, tanto o más debemos temer a uno perdedor, sabiendo que todavía conserva muchas bazas para crear un infierno.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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