A la cárcel con Gross

Hace ya algunos años, en 1969, Jan T. Gross, un estudiante polaco de Ciencias Físicas, consiguió la nacionalidad americana gracias a una ley que se lo permitía por ser hijo de judío. Ese hecho le libró de la cárcel.

En 1969, por supuesto, ya que Gross formó parte de un colectivo que luchaba contra el régimen comunista. Pero también ahora, porque es autor de un libro que cuestiona la verdad oficial sobre las relaciones entre el pueblo polaco y el exterminio de judíos llevado a cabo por los nazis durante las II Guerra Mundial. El Gobierno de Polonia, un país que todavía forma parte de la Unión Europea pese a sus múltiples violaciones del sistema de libertades y derechos de Europa, quiere encarcelar a todos los que violenten la imagen de un país libre de toda sospecha.

Nadie se ha atrevido todavía a echar las cuentas de la verdad: en apariencia, Polonia fue el país que más sufrió por la II Guerra Mundial. Perdió un cuarto de su población. Hasta comenzada la década de los setenta, la gigantesca matanza se había debido, según las fuentes oficiales, solo a los nazis; luego, se pudo saber ya que los soviéticos habían tenido mucho que ver. Y luego, tocó el turno de la verdad a las víctimas: el progresivo avance del nacionalismo político hacía que chirriara la coincidencia de dos conceptos: todos los asesinados eran polacos, pero una gran parte, quizá la mayor, eran judíos. Y muchos polacos, como Gross, se preguntaban cómo habían visto sus paisanos este hecho.

Gross lo estudió en un pueblo, en Jedwabne, donde 1.500 personas mataron o vieron con regocijo matar a otras 1.500 en julio de 1941, durante la ocupación alemana. Los muertos eran polacos, y los asesinos, sus vecinos, también. Llevaban cientos de años conviviendo, se saludaban por la calle, los niños jugaban juntos, se compraban unos a otros las mercancías que cubren las necesidades de la vida diaria, y conocían los nombres que correspondían a cada rostro. Asesinos y víctimas se diferenciaban solo en una cosa, en la religión. Los muertos eran judíos, y los matadores, católicos. Los nazis estaban allí, pero fueron solo espectadores, no participaron en la matanza.

Solo siete miembros de la comunidad judía del pueblo sobrevivieron a una orgía de sangre que duró 24 horas, aunque se realizó con medios sencillos, como palos, navajas, hachas y fuego. Se salvaron porque les escondieron en su granja, a riesgo de sus vidas, los miembros de una familia del pueblo, los Wyrzykowski. Luego, pasados unos días desde la matanza, estos supervivientes vivieron bajo la protección de la pequeña guarnición nazi establecida en el pueblo. Más tarde, fueron deportados a un campo de concentración, pero lograron salvar la vida, aunque, por supuesto, no quisieron volver a su pueblo.

Gross y su mujer, Irena Grudsinska, que compartió con él varios trabajos posteriores a Vecinos (Critica, 2000), fueron premiados o perseguidos en su país de origen por lo mismo, por contar la verdad de lo sucedido en aquellos años de plomo y gas. Dependía de quien gobernara en cada momento, no de la veracidad de los hechos narrados.

El ejemplo de lo sucedido con este libro y con sus autores es una buena ilustración sobre las virtudes del nacionalismo. Hace pocos días, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, hacía suyas las palabras de François Miterrand: “El nacionalismo es la guerra”. No le secundaron, por supuesto, ni Puigdemont ni sus acólitos. Pero lo que es mucho peor: ni el presidente de Polonia, Andrzej Duda, ni el de Hungría, János Áder, que escapan con éxito variable a los numerosos intentos europeos para controlar el antisemitismo y la fobia a los inmigrantes de que hacen gala con frecuencia. Polonia y Hungría están dentro de Europa, igual que lo estaría una Francia gobernada por Marie Le Pen.

Jedwabne, el pueblo que describe Gross en su libro, era una comunidad sin violencia hasta los años cuarenta, cuando los nazis provocaron que las comunidades supieran cuántas clases de ciudadanos tenían y cómo diferenciarlos unos de otros. La diferenciación en Jedwabne se producía por razones religiosas. En algunos países, eso se ha dado por razones lingüísticas. En España podemos estar tranquilos, porque la limpieza de religión la hicimos después de 1492.

Y la limpieza por razones de lengua o de procedencia no la plantea nadie. ¿O sí?

Jorge M. Reverte es escritor.

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