A la derecha según se entra

En los hemiciclos parlamentarios los contrastes cromáticos se multiplican, las franjas de escaños son más heterogéneas y, cuando las confluencias son necesarias, o bien interpretamos las urnas de forma muy extrapolada o bien pierde su sustancial vigencia la alternancia gobierno-oposición. Para quienes consideren que el bipartidismo no es una antigualla a retirar en el desván, el descalabro inminente consistiría en un PSOE en manos de Podemos o un PP en manos de nadie. Y en los extremos, la estabilidad importa poco.

En el laberinto de los pactos, las hipotéticas concertaciones para una centralidad consensuada erosionan las adhesiones del votante fidelizado, pero parecen ser del agrado del electorado más fluido. A la vez, está por ver si los populismos de izquierda en algún momento irán aproximándose a las concreciones de lo real preservándose aparatosamente en la radicalidad expresiva.

Mientras los tiempos se aceleran, el discurso de la política parece retrotraerse para que marcar las distancias tenga un rédito electoral seguro. Al bipartidismo se le abren muchos boquetes en toda Europa. Centroderecha y centroizquierda malviven fatigados por la gestión de la crisis económica, lastrados por los casos de la corrupción y por ser parte de un consenso europeo sujeto al recelo respecto a la inmigración o la desconfianza ante arquitecturas institucionales remotas. Es decir: tenemos en escena el enfrentamiento entre lenguajes, seducciones y recelos. ¿Coaligarse con quién y para qué? Es un dilema cuya respuesta, si se plantea en términos de bien común, debiera proceder de la necesidad general más que de las conveniencias de partido.

A la derecha según se entra, las políticas de austeridad probablemente han permitido ir cortando los nudos gordianos de la crisis de 2008, pero el coste tanto social como económico es uno de los factores que alientan el gesto de ruptura populista frente al pragmatismo renqueante. Es posible que, absorbido por la crisis económica, el Partido Popular no haya podido o no haya querido incorporar innovación de conceptos a sus políticas. Es una opción, pero vivimos en un mundo en el que las ideas importan cada vez más, porque generan futuro. En el PP, las disfunciones en el gobierno interno de partido han malogrado intentos regeneradores. Y ya en la poscrisis, la secuencia pornográfica de casos de corrupción amenaza con incapacitarle como actor político de primera fila. Se habla de cambiar rostros, de lifting generacional, pero ¿para qué estrategia política y de Estado?

Desde el centroderecha, ¿cómo hacer síntesis sugestivas de la complejidad y formular soluciones comprensivas? ¿Cómo generar confianza cohesiva? El desconcierto es obvio. En Francia, por ejemplo, el centroderecha está en fase de hostilidades internas que, de cara a las elecciones presidenciales, se escenifica en una confrontación de ideas: más o menos gaullismo, más liberalismo, impulsos soberanistas, Estado fuerte o sociedad vital, proteccionismo o globalización, autoridad desacomplejada o buenismo transversal. Pero por encima de todo, lo que se juega es el liderato y un combate de sumo entre pesos pesados.

En la historia moderna de España, los partidos liberal-conservadores vivieron siempre en la lucha interna. Luego vimos la desaparición de UCD, el fracaso de la Operación Reformista y el desmantelamiento nominal de AP. Es verdad que ese no es un monopolio de España: en Francia, desde la muerte de De Gaulle, el centroderecha cambia constantemente de nombre y protagonistas. En Italia, a partir de la caída del muro de Berlín, se ha llegado a una inexistencia del centroderecha.

En el caso de España, no puede decirse que el PP desplegase ideas creativas en la pasada campaña electoral. De hecho, el PP lleva un tiempo como reacio a incorporar nuevas ideas a su discurso político. Por los resquicios de la inapetencia intelectual asoman los últimos restos de una derecha reactiva y el castillo de naipes de un liberalismo light que va despojándose de arraigos y fidelidades. Parece que el PP hubiese decidido rehacerse a costa de no creer en nada. La política es a la vez acción, ideas, tácticas, convicciones, estrategias, intereses y valores. Y lenguaje simbólico. Cuando la sondeo-manía suplanta esos componentes, el tono light se sobrepone a la sustancialidad, sin responsabilidades. Y por un efecto de horror al vacío o por una estrategia errónea de comunicación, la traslación mediática ocupa ese espacio con beligerancia a menudo casposa. Lo hemos constatado en los últimos tiempos. Sin ideas con perspectiva, el PP explica poco. Quizás ya confía más en Twitter que en las ideas.

Valentí Puig es escritor.

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