A la espera de un eventual rescate

La situación de nuestra economía parece apuntar hacia una eventual petición de créditos y facilidades a la Unión Europea -y quizá también al Fondo Monetario Internacional- que permita su financiación a un coste razonable, vista la desconfianza de los mercados respecto a la deuda española, tanto pública como privada. Esa desconfianza se fundamenta especialmente en cuatro hechos o previsiones. El primero, en el rápido crecimiento de nuestra deuda pública desde el inicio de la crisis, originado por déficits de gran magnitud respecto al PIB, desconocidos en la historia de nuestro sector público en los últimos 160 años. El segundo, en la importante cuantía de la deuda que mantienen con el exterior nuestra banca, nuestras empresas y nuestras familias. El tercero, en nuestra aparente incapacidad, agravada por la compleja estructura organizativa de nuestro Estado, para frenar el gasto público reduciendo el déficit sin recurrir a los aumentos impositivos. El cuarto, en el pobre crecimiento de nuestra economía en los próximos cuatro o cinco años, como pronostican analistas privados y prestigiosas instituciones públicas internacionales. Únanse a esos factores el préstamo-rescate para nuestro intoxicado sistema financiero, recientemente acordado, aunque todavía no recibido, y tendremos un panorama poco tranquilizador ante el que los inversores exigen altos diferenciales para asumir los riesgos de nuestros activos, tanto públicos como privados.

Resulta previsible que por la magnitud del eventual rescate, debido al considerable volumen de nuestra economía y por sus repercusiones sobre el resto de los países de la Unión, la operación se diseñe con perfil bajo. Eso permitiría una materialización de la ayuda menos dramática que la de otros países ya rescatados. Pero ni ese bajo perfil nos evitaría el tener que aceptar las condiciones que nos impusieran nuestros socios y prestamistas, como ya ocurrió con los requisitos que se nos exigieron en el Memorando de Entendimiento relativo al préstamo para nuestro sistema bancario y con los que aparecerán en su probable traducción legislativa: mayores tasas de capitalización de los bancos, más provisiones para sus créditos en mora, mayor eficiencia en su supervisión, bancos malos con activos valorados a precios más bajos que los que figuran en los balances, disolución de entidades con incierto futuro… Toda una batería de importantes medidas que deberíamos haber adoptado al principio de la crisis, como hicieron muchos países en aquellos momentos, en lugar de proclamar ilusamente a los cuatro vientos que disponíamos del mejor sistema financiero del mundo. Nos habríamos ahorrado muchos de los grandes disgustos posteriores.

Sin duda, en ese eventual rescate nuestros acreedores nos plantearían nuevas y duras exigencias. Su ayuda llegaría a cambio de requisitos y condiciones que deberíamos haber cumplido desde hace tiempo por propia voluntad, pues de ese cumplimiento -y no de otras proclamadas e irrealizables alternativas- depende la rápida superación de nuestra crisis sin recurrir a la ayuda exterior que quizá ahora nos veamos forzados a solicitar. Como es natural, no puede achacarse la culpa de esta penosa situación a un Gobierno que sólo lleva ocho meses en ejercicio. Por mucho que grite y jalee la oposición parlamentaria y sus organizaciones afines, la responsabilidad del desaguisado actual la tienen los gobiernos que han ejercido el poder desde el principio de la crisis y, más concretamente, desde finales de 2006, que es cuando comenzaron a verse los primeros síntomas de nuestro particular desastre inmobiliario por las cifras crecientes de viviendas no vendidas. Son esos gobiernos quienes nos han llevado hasta el desastre que ahora necesitamos corregir.

Pero el Gobierno actual tampoco está totalmente exento de responsabilidad. Presentó un programa electoral bien concreto en el que se anunciaban casi todas las medidas que ahora podrían exigirnos las autoridades europeas. Comenzando por los sectores productivos, ese programa anunciaba fuertes impulsos para los emprendedores; cambios profundos en las relaciones y en la contratación laboral; mejoras apreciables en los precios energéticos, en los estímulos para el ahorro de energía y en la reducción del déficit tarifario acumulado; impulso a la mejora en la gestión de las empresas, orientándolas hacia los mercados exteriores; financiación más fluida de la economía privada; mayor integración de los mercados regionales; y, sobre todo, dosis muy elevadas de liberalización en todos los ámbitos y sectores. A ellas se añadían modificaciones sustanciales en la enseñanza y, especialmente, en la formación de nuestros trabajadores, por señalar solo las medidas más importantes. De todos esos cambios, los que han avanzado con mayor rapidez y éxito son los relativos a las relaciones laborales, donde el Gobierno ha actuado con firmeza aprobando grandes reformas que parecían imposibles hace tan sólo unos meses. Sin embargo, otros también urgentes se están gestando a ritmo mucho más lento o no se han iniciado todavía.

En el sistema financiero las decisiones se han adoptado en general con acertado criterio técnico, pero algunos temas han salido precipitadamente a la luz antes de que estuviesen bien definidas sus necesarias soluciones. Por otra parte, después de convenido el préstamo al sistema financiero, las autoridades europeas están retrasando su efectiva puesta en marcha respecto al calendario inicial. Además, el llamado banco malo va cambiando sus características con sus sucesivos diseños, por lo que aún no son conocidas con certeza, como tampoco son conocidos los criterios de valoración de sus activos. No se han terminado de cuantificar las provisiones ni los capitales que habrán de inyectarse en las entidades deficitarias ni, por tanto, cuáles podrían ser los bancos afectados, aparte de los ya nacionalizados parcialmente, aunque se está trabajando intensamente en esas complejas tareas. No es culpa del Gobierno, porque las evaluaciones son difíciles y muy numerosas y porque, además, sus resultados finales han de someterse a la supervisión de una Europa que sistemáticamente lo retrasa todo. Pero es necesario acelerar esos procesos y algunos más porque mientras no se completen no será posible que la financiación llegue con fluidez a los sectores productivos.

En el ámbito de la Hacienda Pública las presiones europeas han dado al traste con muchas convicciones reiteradamente proclamadas y profundamente sentidas, como las relativas a las subidas de impuestos. Además, las limitaciones y los condicionamientos que imponen la Constitución, los Estatutos de Autonomía y las cesiones de determinados servicios a las Comunidades Autónomas han obligado al largo y difícil camino de controlar la deuda y la liquidez de esas comunidades como medio de limitar indirectamente su gasto en términos globales, pero sin capacidad de influir en las asignaciones concretas a sus diversas partidas. Se da así el contrasentido de que algunas comunidades limiten, por ejemplo, la financiación de servicios tan necesarios como la Sanidad, mientras mantienen bien dotados otros perfectamente prescindibles, como sus representaciones en el exterior, proporcionando a la ciudadanía la falsa imagen de que es el insensible Gobierno central quien ordena esos recortes en gastos esenciales. Por eso cada vez parecen más urgentes algunos cambios constitucionales que cierren definitivamente el ancho campo del gasto público. La consecuencia final de la situación actual es que, pese a los esfuerzos de la Hacienda Pública estatal, los gastos descienden con excesiva parsimonia y la recaudación de los impuestos, ligados directa o indirectamente a una producción decreciente, no alcanza los niveles esperados.

Las soluciones, como se ha venido propugnando en estas páginas desde hace mucho tiempo, tienen que comenzar por una drástica reducción del gasto público mediante una profunda revisión de la razón de ser de todas sus partidas, tanto en la Administración central como en la autonómica y local, aunque ello exija de cambios legales de profundo calado. Así se reduciría efectivamente el déficit y, en consecuencia, la presión de la deuda pública sobre los recursos bancarios, que financiarían actividades productivas en lugar de consumos públicos y transferencias de dudosa utilidad social. Si esas acciones se acompañasen de una apreciable aceleración en las reformas del programa electoral del Gobierno aún por finalizar o iniciar, es muy posible que los mercados olvidasen pronto sus reticencias actuales y la economía española recuperase con rapidez la confianza en si misma, al encontrar de nuevo el camino del crecimiento.

Por eso debemos hacer los esfuerzos necesarios para que esas acciones se emprendan sin tardanza, más por propia decisión, al estar plenamente convencidos de su necesidad y urgencia, que por su imposición externa como condiciones ineludibles de un eventual rescate. Aunque quizá ese rescate nos lleve a hacer con prontitud lo que hoy nos parece tarea imposible.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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