A la sombra de la bandera

Al exhibir la bandera de la democracia española en su último mitin, Pedro Sánchez no solo ha realizado un gesto liberador para miles de militantes socialistas y del agrado de millones de españoles; también ha descolocado a su principal rival por la izquierda. Desde hace meses se rumoreaba que en Podemos se estaban pensando si sacar o no la bandera española a la calle y ahora el PSOE se les ha adelantado. El asunto no es menor. Si, en la estela de Sánchez, Pablo Iglesias y los suyos se sacuden los complejos que impiden a la izquierda española contemporánea hacer de la bandera constitucional un signo de dignidad popular, algo habrá cambiado en nuestra cultura política.

Las banderas no deberían estar muy presentes en nuestras vidas. Habrían de colgar en los balcones oficiales y poco más. En general no son bonitas, y su proliferación equivale a contaminación visual e ideológica. Dicho lo cual, las comunidades humanas aún no saben vivir sin símbolos y afectar desdén por todas las banderas es una pose intelectual que no conduce a ningún sitio, sobre todo porque no todas significan lo mismo: unas son inclusivas y democráticas, otras no tanto y algunas son portadoras de mensajes de odio y desprecio. En todo caso, la aversión a la bandera española —que no al resto de banderas privativas, incluidas las irredentistas— es reseñable por el problema al que apunta: buena parte de nuestra izquierda se resiste a abandonar el marco mental del antifranquismo, identificando erróneamente la enseña constitucional con el lábaro de la dictadura. (Dicho sea de paso: nuestra actual bandera, que es la única bandera federal que tenemos, está basada en la tradicional desde Carlos III y usa los mismos colores que ya fueron usados sin tormento por la Primera República).

A la sombra de la banderaQue la izquierda no renuncie al marco antifranquista, con su confusa y acrítica nostalgia segundorrepublicana (que en muchos poco tiene que ver con auténtico republicanismo), tiene consecuencias. La más importante es que el marco antifranquista no les permite sentirse del todo cómodos en su piel de españoles, porque bajo ese paradigma, no sin motivo, “España” es una realidad negativa y opresiva. Y todo eso les arrastra a dar por buenos los planteamientos victimistas de los nacionalismos periféricos, que vienen dando la murga con mayor contumacia que el fantasmagórico nacionalismo español que se quiere ver en todas partes.

Esto se aprecia bien en el documento Podemos: plurinacionalidad y derecho a la autodeterminación, firmado por los barones territoriales de Podemos en Catalunya, Euskadi, Galiza e Illes Balears (escritos así). En el texto se aboga por el derecho de autodeterminación de todas las naciones del Estado (sin especificar cuántas ni cuáles), la exclusión de la lengua española como vehículo de enseñanza en las comunidades y la asimetría en las competencias sin preocuparse de cuáles quedarían en manos del Gobierno central o de la federación. Por supuesto, no faltan las invectivas contra el “Régimen del 78”, del que no hay nada que valorar positivamente, y contra “las dinámicas uniformizadoras del Gobierno español que amenazan lenguas y culturas”.

La pieza parece escrita en 1975; o mejor dicho, está escrita en 1975, que es donde mentalmente viven sus redactores. Es decir, si el franquismo perdura en algún sitio en España es en nuestros jóvenes antifranquistas, que no sueltan el espantajo así se les agarrote su mano siempre puño. Para los líderes de Podemos, que en esto siguen a la izquierda nacionalista punto por punto, nada ha cambiado en España de un tiempo a esta parte. Es indudable que el régimen franquista promovía “dinámicas uniformizadoras que amenazaban lenguas y culturas”; pretender que cualquier Gobierno de España desde 1978 lo siga haciendo solo es fruto de la pereza ideológica y la ignorancia culpable. Hace poco, a Tania Sánchez, interrogada por la cuestión catalana, no se le ocurría otra cosa que decir que “España no es una, grande y libre”. Declaraciones vintage.

E interesa explicitar un presupuesto de este discurso: España no existe; cuando menos, su existencia es dudosa. Cuando los líderes de Podemos, en su única concesión al lector no nacionalista, dicen valorar “positivamente la rica diversidad cultural y lingüística” del “Estado español,” no se les pasa por la cabeza que en esa diversidad se halle también incluida y mezclada una cultura y una lengua que han llegado a ser comunes para todos los españoles. Tan indudable como que en España no hay una única cultura y una única lengua es que hay una lengua y una cultura y una historia en común. Pero no, para la izquierda contemporánea, siguiendo la falsilla mental antifranquista, que cree que todo comienza en 1939, esa realidad común hay que leerla como realidad impuesta. Y esa desaparición de la España en común se refleja vivamente en la nueva moral lingüística: queda prohibido decir España; hay que decir Estado español. Como mucho, en función del contexto, se dice “este país”. Todo menos mentar por su nombre a la innombrable.

Parece que Iglesias empieza a darse cuenta de las limitaciones de este discurso. Para él será difícil virar el timón. Como el escultor que muestra disgusto ante el trozo de mármol que le han traído, hace poco se excusaba ante sus seguidores por su apretón de manos al Rey alegando que “los españoles están socializados como están socializados”. Puede. Pero Iglesias y Errejón no deben ignorar las limitaciones de su propia socialización. Es decir, una educación sentimental donde ganar la Guerra Civil y restaurar la República es la tarea magna, aunque la vasta mayoría de españoles ya haya saldado la cuenta y pasado la página. Solo situándose en ese pasado previo a 1978 puede uno compenetrarse con los nacionalismos periféricos, que entonces no habían derrochado el caudal de simpatía con que sus postulados ingresaron en la Transición.

Para alguien como Iglesias, de cuya condición de líder no se duda, se acerca el momento de la verdad: ser un líder español o solo un líder castellano. A veces da la impresión en Podemos —al contrario que Ciudadanos, que tiene una idea cabal de España— de que el país que quiere gobernar se limita a lo que podríamos llamar “la castellanía”, en extraña sintonía con la visión franquista, duramente castellanocéntrica. Salir de ahí supondrá dejar de bailar el agua a los nacionalismos vascos y catalán, denunciar su mal disimulado etnicismo y defender con más agallas la dignidad del abundante sentimiento vascoespañol y catalanoespañol en Cataluña y País Vasco. Veremos. No sea que en lugar de asaltar los cielos se acaben conformando con una excursión a la meseta.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es ensayista.

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