La fotografía de Aylan Kurdi yaciendo muerto en una playa de Turquía el pasado mes de septiembre conmocionó al mundo. Muchos pensaron que esa imagen seria el punto de inflexión de una terrible crisis que haría por fin reaccionar a los líderes europeos. Desgraciadamente, nada más lejos de la realidad.
Muchos siguen perdiendo la vida en su intento por llegar a la UE. Sin ir más lejos, la semana pasada, 43 personas -entre las que había 17 niños- fallecieron cuando intentaban llegar a Grecia en una barca. La Agencia de la ONU para los refugiados cifra en 30.000 el número de quienes han llegado a las islas griegas en lo que va de año, lo que supone un incremento de casi 2.000 personas con respecto al mismo periodo el año anterior.
La situación humanitaria, desesperada, empeora por momentos y quienes ponen en riesgo sus vidas para llegar al seguro suelo europeo son cada vez más: la cifra crece de manera dramática y proporcional al agravamiento de la violencia en Siria. Solo un acuerdo político para poner fin al conflicto sirio, que incluya todos los actores regionales y a Rusia, puede terminar con esta crisis. Aunque algunos avances se han hecho en aras de ese acuerdo, está claro que no habrá una solución rápida. Y a Europa se le agota el tiempo.
No sin polémica, la UE decidió el año pasado conceder 3.000 millones de euros a Turquía con la condición de que este país contribuyese a contener el flujo de refugiados. Angela Merkel sigue presionando al Gobierno turco para que haga más, pero no existe de momento señal de que este acuerdo haya surtido efecto alguno.
Una de las opciones creíbles para la comunidad internacional y que debería por tanto considerarse es el establecimiento de corredores humanitarios en Siria para proveer lugares seguros a los sirios que huyen de la guerra. Esta medida evitaría que se viesen obligados a huir de su propio país. Pero, de nuevo, esto requeriría un proceso político interminable.
La triste realidad es que después de meses de cumbres y reuniones al más alto nivel, la solución a esta crisis de refugiados está más lejos que nunca y nos aproximamos a un momento decisivo. Los planes con las medidas que necesitan implementarse de manera urgente están sobre la mesa; la voluntad política por parte de los gobiernos de los Estados miembros sigue ausente.
Llevar a cabo cambios en Europa es un trabajo duro. Requiere el acuerdo de 28 primeros ministros, cada uno de los cuales se encuentra preso de la política doméstica, coaliciones o partidos que anteponen las encuestas de opinión al interés colectivo. El pasado mes de septiembre, los líderes de la UE acordaron un esquema de reasentamiento para que todos los países contribuyesen en la acogida de refugiados. Estados como El Reino Unido se negaron a participar y otros, como, España se mostraron reticentes. Lo único que sabemos a ciencia cierta en este momento es que este esquema ha sido un fracaso total, con solo 331 refugiados reasentados de un total de 160.000.
Lo que aún es más deprimente es ver a los líderes competir a la hora de realizar declaraciones indignantes y discriminatorias, algo que solo puede ser interpretado como una medida disuasoria para que los refugiados no soliciten asilo en sus países. Los execrables asaltos perpetrados por criminales en Colonia en Nochevieja han sido el perfecto combustible para los nacionalistas y la extrema derecha de toda Europa. Mientras los primeros ministros y jefes de gobierno continúen animando a estos partidos, en vez de enfrentarse a ellos a través de la toma de decisiones, la esperanza de una solución europea se desvanece.
Incluso Angela Merkel, cuya política de puertas abiertas para los refugiados le valió aclamación internacional, sufre ahora una enorme presión de su propio partido para que cambie el rumbo. Las últimas encuestas apuntan a un posible colapso del partido de Merkel, que sufre además un gran desbarajuste interno. Los euroescépticos de extrema derecha de Alternativa para Alemania están en alza, siendo ya la tercera fuerza política. Con tres importantes citas electorales en marzo, la presión crecerá para que la canciller imponga cuotas o incluso cierre las fronteras a los refugiados. Las consecuencias de estas decisiones serían inimaginables. La canciller alemana se enfrenta pues a un terrible dilema: contribuir al fin de Schengen o asistir a su propia destrucción política.
Si 2015 fue un annus horribilis para Europa, 2016 será incluso peor. El riesgo de Brexit, Grexit, una Rusia expansionista, la amenaza de atrocidades terroristas, combinados con unas perspectivas económicas inciertas y una crisis de la deuda por resolver, harán de 2016 un año para construir o destruir la UE.
Existe la visión compartida de que la Unión Europea solo progresa en tiempos de crisis. Ahora nos enfrentamos a varias y lo único que está claro es que ningún país puede resolverlas solo. Sin embargo, la UE parece ir marcha atrás. Los líderes europeos solo pueden culparse a sí mismos del caos que reina en el continente. Los solicitantes de asilo, huyendo de la guerra y persecución, son, sin lugar a dudas, los últimos que deberían sufrir las consecuencias de un caos autoimpuesto.
El primer ministro de Los Paises Bajos, Mark Rutte, dijo la semana pasada que la UE tiene entre seis y ocho semanas antes de que la reintroducción de las fronteras nacionales se haga realidad. El próximo 18 de febrero se celebrara una cumbre europea cuya agenda se centrará en las negociaciones con el Reino Unido de cara al referéndum sobre su pertenencia a la UE. Sin embargo, estas negociaciones deberían posponerse. Porque lo que hay que hacer ahora, antes de que sea demasiado tarde, es encerrar a los jefes de Estado en una habitación hasta que acuerden una estrategia común para la crisis de los refugiados. No se trata solo de política. Se trata de humanidad.
Guy Verhofstadt, exprimer ministro de Bélgica, preside el Grupo Liberal y Demócrata del Parlamento Europeo.