¿A las puertas de un mundo nuevo?

Por más que prefieran ignorarlo los defensores de la política exterior feminista y de la diplomacia de precisión -lo que quiera que eso signifique-, la invasión rusa de Ucrania ha dejado patente que la fuerza armada aún determina las relaciones internacionales y que tan importante como la capacidad de proyectar tu poderío militar es la habilidad de infundir respeto, tanto en tus oponentes como entre tus aliados. Rusia, humillada por la tenaz resistencia ucraniana, pierde fuerza y lustre cada día que pasa sin una victoria. Y los pasos que está dando Putin para intentar salir del atolladero solo aceleran esta descomposición de su poder y prestigio, con consecuencias que podrían alterar radicalmente la tectónica de la geopolítica mundial.

Aunque la atrocidad de los crímenes del Kremlin y la aniquilación de poblaciones enteras difumina la escala de sus problemas, un vistazo a la situación sobre el terreno nos dibuja un panorama que no pinta bien para los planes de Putin, comenzando por el creciente número de bajas. Ucrania las cifra por el momento en más de 13.000, lo que ya igualaría las pérdidas en la primera guerra en Chechenia. Esta comparación no es baladí, ya que la debacle en la primera campaña chechena obligó a una capitulación rusa de facto que aún se recuerda como un trauma nacional. Si una de las derrotas más sonoras de Rusia se cobró ese número de efectivos en dos años, resulta fácil imaginar la escala real del desastre si se confirmara un dato similar cuando la invasión no ha cumplido aún un mes. Incluso si asumimos una cifra más modesta, como la que dan los servicios de inteligencia occidentales, y el número real de bajas rusas fuera la mitad, estaríamos hablando de que Rusia podría perder en menos de un mes más soldados que EEUU en 10 años de guerra en Irak y 20 en Afganistán.

Pero el daño para Rusia no sólo está en las bajas. Está también en la calidad de las tropas que está perdiendo. Confiando en el efecto sorpresa y en una rápida capitulación, el Kremlin envió en los primeros días a sus fuerzas de élite detrás de las líneas enemigas; sin apoyo pesado y enfrentadas al contraataque ucraniano, pronto se vieron sobrepasadas y aniquiladas. Estos errores tácticos se han seguido manteniendo, con avances descoordinados, sin apoyo entre fuerzas aéreas y terrestres, y comunicándose con teléfonos móviles o radios sin encriptar, una debilidad que los ucranianos han aprovechado para destruir o capturar un gran número de vehículos, aeronaves y material ruso.

La consecuencia más directa es el intento a la desesperada de Moscú de enviar toda la carne disponible a la picadora ucraniana, tratando de aplastar la resistencia de Kiev. Viendo el desastre que está sufriendo el -en teoría- superior ejército ruso, Kazajistán y Bielorrusia continúan dando largas a la petición del Kremlin de enviar sus propias fuerzas al frente, lo que ha obligado a Moscú a echar mano de reclutas bisoños y combatientes extranjeros con una preparación y una motivación aún más baja que la de los profesionales que no han conseguido romper las defensas ucranianas.

La falta de tropas y de material, y una logística incapaz de abastecer una operación en un frente tan amplio, deberían haber convencido al Kremlin de ajustar su estrategia a la realidad sobre el terreno. Pero los movimientos de los últimos días nos indican que los imperativos políticos siguen marcando objetivos inalcanzables a las fuerzas rusas, lo que quizá precipite su colapso. En vez de centrar sus esfuerzos donde Rusia podría lograr una victoria estratégica con la que negociar desde una posición de fuerza -por ejemplo, embolsar a las fuerzas ucranianas en el sur y en el este- el Kremlin sigue empeñado en tomar Kiev y descabezar a Zelenski.

Moscú aún está lejos de completar el cerco sobre la capital ucraniana. Incluso si lo consiguiera, la historia reciente nos ofrece un ejemplo del infierno que pueden esperar los rusos. Tras la caída de Mosul en manos del IS en 2014, una fuerza internacional de más de 100.000 hombres tardó nueve meses de cruentos combates calle a calle para arrebatarle la ciudad iraquí a un contingente de unos miles de combatientes yihadistas, sin apoyo popular y sin el armamento puntero con el que Occidente ha regado a las fuerzas ucranianas.

Comparen el encarnizado -pero a la postre exitoso- sitio de Mosul con la situación actual de Kiev, donde el ejército regular, y muchos de los 90.000 civiles ucranianos que han tomado las armas en todo el país, llevan semanas levantando barricadas y fortificaciones, mientras esperan agazapados en la endiablada orografía urbana de la ciudad. Cualquier fuerza rusa que se atreva a adentrarse entre las laberínticas torres de viviendas soviéticas y las avenidas de Kiev se expone a una lluvia de artillería, cócteles molotov y fuego de francotiradores de una envergadura que puede convertir el sitio de Grozni -un nombre que aún atormenta al alto mando ruso- en una escaramuza menor.

Ante esta situación, y con el ejemplo de la heroica resistencia de otras ciudades ucranianas como Kharkiv, Chernihiv y Mariupol, solo cabe determinar que la insistencia de Putin por hacerse con Kiev demuestra que no es la lógica militar, sino la política, la que le guía.

Cada día que pasa Moscú pierde hombres y material más rápidamente de lo que es capaz de reponerlos; y el ritmo de las operaciones se estanca justo cuando el colapso de la economía rusa hace imperativo acelerar una situación militar favorable con la que negociar una salida. Hay además un activo estratégico que Rusia ya ha sacrificado con la invasión y que tendrá consecuencias geopolíticas catastróficas para el Kremlin: su reputación. Porque el ejército del zar no solo debe ser fuerte, sino parecerlo. Los fallos organizativos y logísticos de la que se suponía una de las fuerzas militares más competentes del planeta, y la vergüenza añadida de ver a los agricultores ucranianos remolcando millones de dólares de material abandonado, han convertido al otrora temible ejército ruso en objeto de burlas en internet y las cancillerías de medio mundo.

Desde Oriente medio hasta Asia Central, la Rusia postsoviética fue vista durante tres décadas como garante de la estabilidad interna de numerosos regímenes autocráticos, y como un contrapeso alternativo a la influencia de EEUU y, cada vez más, de China. Incluso en América Latina y el África subsahariana, Moscú ha servido de socio para dictadorzuelos y líderes populistas.

Si Rusia es incapaz de seguir proyectando la imagen de gran potencia incluso en sus propias fronteras, esto podría alterar los cálculos, no ya de los antiguos satélites soviéticos -que acabarían por acomodarse a la preponderancia de China o cambiarían el contrapeso ruso por el estadounidense-, sino también el de regímenes como el sirio o el iraní, que perderían un importante apoyo externo para sus propias agendas regionales.

Mientras continúen los combates, estos escenarios tan alentadores para los intereses occidentales seguirán abiertos, y podrían volverse en nuestra contra si no ayudamos a Ucrania a mantener su desigual pulso contra el oso ruso con un flujo continuado y creciente de ayuda militar y financiera. La coalición internacional de democracias que la invasión rusa ha unido en su contra puede tener irónicamente en Putin a su mejor aliado, gracias al empeño del déspota por destruir el prestigio y poderío de las, un día, temibles fuerzas rusas.

El heroísmo de los ucranianos, la determinación de su presidente Zelenski y la ciega obcecación de un Putin cada vez más desesperado están logrando lo que durante décadas fue una aspiración remota de la OTAN y la UE: revertir la oscura influencia del Kremlin en Europa y más allá. Pero no podemos caer en la complacencia ni cegarnos con un optimismo por adelantado.

Con independencia del destino que nos deparen las próximas semanas, nos encontramos a las puertas de un mundo nuevo, en el que Occidente puede volver a marcar su pulso e imponer los valores que nos sirven de guía. Lo único que hace falta para que esta visión acabe por materializarse es que estemos realmente a la altura del momento histórico en que nos encontramos. Y que no abandonemos a quien, con su heroico sacrificio, lo está haciendo posible.

José Ramón Bauzá, ex presidente de Baleares, es eurodiputado de Ciudadanos, miembro de la Comisión de Exteriores del Parlamento Europeo.

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