A los 25 años de la caída del Muro de Berlín

Ayer hizo justo 25 años que cayó el Muro de Berlín. Recordemos los hechos. Las autoridades comunistas se estaban viendo desbordadas por la presión de los ciudadanos que querían salir de aquella DDR (la Alemania comunista de entonces, para entendernos). De manera que no tuvieron más remedio que arbitrar unas tímidas medidas relativamente liberalizadoras. Cuando un oscuro funcionario de aquel régimen las estaba exponiendo a la prensa, un corresponsal extranjero le preguntó en qué momento exacto entrarían en vigor esas medidas que iban a facilitar la salida de los ciudadanos de ese país hacia otros países occidentales. El pobre funcionario, sin saber muy bien lo que decía, contestó que inmediatamente. Y la respuesta de los berlineses de los dos lados fue fulminante, se precipitaron hacia ese Muro de la Vergüenza, que, desde 1961, representaba el fracaso total del comunismo como sistema político. Porque aquel Muro constituía la mejor prueba de que los ciudadanos de la DDR eran unos prisioneros en un inmenso campo de concentración comunista.

Las masas de berlineses que pacíficamente se agolparon frente a las puertas del Muro, diciendo que acababan de escuchar que ya se podía pasar al otro lado, hicieron dudar a los hasta entonces Vopos (los así llamados Volks Polizisten, los «policías del pueblo», ¡qué sarcástica paradoja!), que optaron por levantar las barreras. Y, a partir de ese momento, los berlineses de uno y otro lado formaron una riada de ciudadanos exultantes de alegría que se abrazaban porque comprendían que habían terminado con cuarenta años de dictadura.

Los abrazos de aquellos centenares de miles de ciudadanos, ante la mirada asombrada de esos Vopos, que hasta minutos antes tenían órdenes de disparar a matar sobre cualquiera que hubiera intentado hacer algo parecido, fueron la imagen que revolucionó el mundo entero. Y, en primer lugar, fueron la imagen que revolucionó a los ciudadanos de todos los países del Este de Europa, que, desde el final de la II Guerra Mundial, vivían bajo inmisericordes dictaduras comunistas. Todos supimos y ellos supieron que esos abrazos de los berlineses estaban certificando el final del comunismo en sus países.

Todos vimos cómo, de manera emocionante y pacífica, tenía lugar, delante de nuestros ojos, una de las revoluciones más trascendentales y positivas de la historia de la Humanidad.

Cuando digo «todos» me estoy refiriendo, claro está, a los que lo vimos entonces en vivo y en directo. Pero ya han pasado 25 años desde aquella maravillosa revolución que llevó la libertad a centenares de millones de europeos. Y 25 años son casi dos generaciones de ciudadanos europeos y españoles que no vivieron en directo esa revolución y para los que, si no se les explica bien (y tengo fundadas dudas de que en los colegios e institutos españoles se explique con la nitidez necesaria hasta dónde llega la barbarie comunista), hablar de esa revolución de la libertad puede ser como hablar de un hecho histórico lejano que nada tiene que ver con sus vidas y sus problemas actuales. Y nada más lejos de la realidad.

Por eso es tan importante recordar el contenido profundo que encierra la fecha del 9 de noviembre.

La alegría que a todos nos produjo la caída del Muro se convirtió casi en euforia cuando vimos cómo, por fin, salían a la luz los crímenes y las mentiras del comunismo, y cómo los ciudadanos del Este de Europa abrazaban con entusiasmo la democracia liberal, el Estado de Derecho y la economía de mercado, que son los pilares sobre los que los países occidentales hemos edificado nuestra prosperidad y hemos garantizado la libertad de los ciudadanos.

Aquella alegría, hoy lo sabemos, fue demasiado ingenua. No calibramos hasta qué punto el virus del totalitarismo es capaz de mutar, y hasta qué punto los totalitarios de toda condición estaban dispuestos a aprovecharse de las posibilidades que nuestras democracias liberales les ofrecen para intentar, una vez más, acabar con esos tres pilares –la democracia liberal, el Estado de Derecho y la economía de mercado– e imponer sus pretensiones.

Y, sobre todo, no caímos en la cuenta de que, si no cuidamos con esmero las instituciones de nuestro Estado de Derecho, si no extremamos la limpieza de su funcionamiento, los fallos que se producen –y la corrupción es el más nefasto– pueden ser aprovechados por los enemigos de la libertad para tratar de imponer sus proyectos.

España, a los 25 años de la caída del Muro, es el mejor ejemplo de todo esto. Dos generaciones de españoles ajenos por completo a lo que significa realmente el comunismo y una acumulación de casos de corrupción política crean el marco adecuado para que avance el populismo, que es el último disfraz que el totalitarismo ha inventado para seguir vivo.

Y no deja de ser una triste casualidad que ayer, 9 de noviembre, el día de la Revolución de la Libertad, haya sido la fecha elegida por una institución española (emanada de la Constitución que en 1978 nos dimos todos los españoles, la Generalidad de Cataluña) para convocar una farsa de referéndum, en contra de la Ley, que es la clave de arco del Estado de Derecho. Y es que los nacionalismos son, y la historia lo corrobora, otro de los disfraces de esos totalitarismos que amenazan las bases de nuestro sistema político, el que, con todos sus errores y fallos, ha dado a los hombres las mayores cotas de libertad y de prosperidad de toda la historia.

Esperanza Aguirre, presidente del PP de Madrid.

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