A los ochenta y pico años

De repente uno cumple 81 años y, también de repente, uno se percata de que está igual que a los 80. De golpe se cumplen 70 años y, también de golpe, uno se da cuenta de que se siente lo mismo que a los 69. Esto de cumplir años por encima de los 80 es menos solemne de lo que la gente piensa. Les pasa a todos los que no doblan antes.

Viene esto a cuento del revuelo que se ha organizado por el nombramiento del octogenario don Alberto Oliart como presidente de una institución denominada Radiotelevisión Española. Hay ocasiones en que la vejez es más temible que la muerte -Mortes magis metuenda senectus-, decía Juvenal, pero nunca si se acierta a lidiarla huyendo de los eufemismos y las monsergas. Saber envejecer es la obra maestra del arte de vivir, cosa que no sabe todo el mundo y quizá sea la razón del asombro que ha causado la designación del venerable señor Oliart.

¿Por qué hay que sorprenderse de que se elija a una persona por el simple hecho de que la partida de nacimiento acredite su condición de ochentón? La edad no puede ser criterio de exclusión. Lo que importa es la capacidad y los méritos. A nadie se le ocurre decir que José Saramago deje de escribir por tener 87 años, ni que Eduardo García de Enterría tenga que cerrar su bufete o abandonar el sillón U de la Real Academia Española por tener 86; o que Severo Ochoa tenía que haber dejado la investigación en 1975 porque en ese año se jubiló. ¿Qué motivos hay para prescindir de alguien guiándose no más que por el Registro Civil?

«La juventud es una afición que se mantiene pese a las arrobas y demás lacras temporales», me dijo una noche Camilo José Cela, recién cumplidos los 85 años. Es verdad. Cuando se renuncia a ser joven es cuando la vejez se presenta y barre todas las ilusiones. Lope de Vega, aquel joven que murió sin tan siquiera llegar a mayor, nos dice en su Égloga piscatoria que en los campos de la vida no hay más que una primavera. A la juventud no la domina el calendario, pese a su desbocado deshojar y la clave reside en el espíritu de cada cual. Hay que estar en el tiempo y con arreglo al tiempo. Cuando se es joven, se es para toda la vida, decía Picasso. Y es que la juventud reside en el alma y en la voluntad, no en las arterias, ni en el hígado, ni en el corazón.

Nadie es tan viejo como para no pensar vivir otro año más. Todo es cuestión de sentido común. Los húngaros dicen que la vejez resta agilidad a las patas del caballo pero no le impiden relinchar; los alemanes, que los árboles más viejos dan los frutos más dulces. Con la edad tal vez perdamos memoria y agilidad mental, pero nuestra visión del mundo cambia para expandirse. Y eso da como resultado una mayor felicidad. A propósito. Hay un estudio de la Universidad de Harvard que llega a la conclusión de que la gente, cuando pasa de los 60 años, no sólo mejora la inteligencia, sino que también la felicidad aumenta. Uno de los métodos es que a medida que nos vamos haciendo mayores es saludable reducir el número de personas con las que relacionarse y concentrarnos en aquéllas que verdaderamente producen satisfacción.

Hace algún tiempo, no mucho, alguien me preguntó cómo veía la situación de los viejos en España. La respuesta fue lo que pensaba y sigo pensando. Que un buen día quienes nos gobiernan habían acordado declarar viejo por decreto al que aún no lo era y decidieron jubilarlo, mandarlo para casa y hasta humillarlo con esa cursilería de la tercera edad, al tiempo que le daban una escuálida pensión a cambio de que sonriese. No hay nada peor que el paternalismo de los políticos -no de todos-, que encima se creen que hay que darles las gracias por cuidar de los mayores, olvidando que antes está el derecho a la dignidad. También dije que no creía en la solidaridad, sino en la contienda entre generaciones. Los viejos se baten en retirada blandiendo la única espada que les queda, o sea, la experiencia, y los jóvenes, que son quienes van ganando la partida, saben que el que sobrevive entierra al otro. Hay un amargo cuento judío que quizá el lector conozca. La moraleja es que mientras un padre es capaz de sacar a flote a 10 hijos, entre 10 hijos ninguno acierta a cerrar los ojos al padre con cariño y respeto.

Lo he dicho en alguna ocasión. Jubilar a los 70 años a un magistrado, a un catedrático de universidad o a un abogado del Estado es un mayúsculo disparate. La valía jurídica de un juez, como la docente de un profesor, de cualquier profesor, no puede medirse en modo alguno de forma tan pedestre. Fue Ihering el que escribió que para ser un buen jurista había que ser un gran escéptico, y el escepticismo suele darlo la edad. Lo importante es ser o no ser útil, servir o no servir. A los miembros del Tribunal Supremo Federal norteamericano sólo los tumba la muerte o la declaración expresa de incapacidad. El actual presidente del Tribunal, John Roberts, nombrado en 2005 por Bush, tiene ahora 54 años. Bien conservado podría seguir en su cargo otros 30 años más, lo que, por otra parte, es una sólida garantía de independencia e imparcialidad.

La vejez pierde en fuerza y vitalidad lo que gana en autoridad, reflexión y buen juicio. Lo proclamó hace muchos años un romano sabio. Lo que sucede es que aquella sociedad a la que se dirigía Cicerón nada tiene que ver con la de hoy en día. En sus Vidas paralelas del pasado sábado, Pedro G. Cuartango, tras su personal elogio de la senectud, lamentaba el desprecio que la sociedad moderna siente por la vejez, tal vez porque ya no necesita de los saberes del anciano, lo que atribuía a que «para eso tenemos los ordenadores». Un día antes, Raúl del Pozo nos advertía de que «en España empieza a ser peligroso hacerse viejo». Luego, a renglón seguido, nos recordaba que quien aprende a envejecer desaprende a servir y asciende por encima de todo poder.

Es verdad. La vieja imagen de la vejez sigue siendo vieja. Muchos siguen teniendo en la cabeza los rancios clichés de septuagenarios y octogenarios llenos de achaques y drásticamente disminuidos. Pero no es así. A los 80 años, y no digamos a los 70, queda mucha vida por delante. Que más de dos millones de españoles superen los 80 años y constituyan el 4,6% del total de la población del país -según el censo de enero de 2008, son 2.127.348 españoles los que han rebasado esa edad-, es un logro social y cultural imponente.

El profesor Luis Rojas Marcos cuenta que en sus años de trabajo en la salud pública neoyorquina aprendió dos lecciones. La primera fue que para disfrutar de una vida completa y evitar que la edad nos convierta en una caricatura hay que mantener constantemente activas las habilidades del cuerpo y las potencias del alma. La segunda, que resulta muy difícil aplicar la anterior sin antes vencer ciertos prejuicios y estereotipos adversos sobre la edad. Hoy, merced a los progresos de la ciencia médica y al auge de la educación, en muchas naciones, incluida España, cumplir 100 años en buen estado de salud ya no es noticia ni gran acontecimiento de la naturaleza.

LO MALO no es llegar a viejo. Yo creo que lo malo de la vejez es no acertar a comportarse adecuada y resignadamente, y que la llave para ser feliz se encuentra en no aspirar más allá de lo razonable. Si yo hubiera aspirado, por ejemplo, a ser presidente del Tribunal Europeo de Derechos Humanos o, por ser más doméstico, del Tribunal Constitucional español, lo más probable es que a estas alturas me sintiera bastante frustrado. Lo mismo que si hubiere deseado ser Balón de oro, Nobel de la Paz o Premio Planeta. Eso es lo que suele pasarle a muchos: que quieren ser Benedicto XVI cuando su verdadero destino, siendo generosos, hubiera sido ser el cura de su pueblo. Lo primero que el hombre necesita para envejecer es tener decoro, esto es, envejecer sin frivolidad y con los pies bien pegados al suelo. A los 80 años lo único que hace falta es saber medir bien las distancias y no pedir lo imposible.

Éste no es el caso del octogenario y nuevo presidente de Radiotelevisión Española. Apoyado en el sentido de servicio llega al cargo con ganas de afrontar los no pocos problemas de una institución tan compleja y tan necesitada de calidad y prestigio. Saberse depositario de esas imprecisas confianzas en las que todos, incluso los más desconfiados, quieren confiar, es por sí mismo suficiente para prolongarle la vida hasta el límite mismo en que ésta se confunde con el ilimitado recuerdo de sus hondas memorias, titulado Contra el olvido y en el que desgrana un buen número de experiencias vitales que merecieron la justa recompensa del X Premio de Comillas de Biografía.

Así pues, señor Oliart no se preocupe, aunque seguro que no está preocupado. No tenía razón el poeta al suponer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Son las virtudes las que lo hacen bueno y los vicios quienes lo vuelven malo. El mundo camina sin detenerse porque todavía hay quienes -y entre ellos me incluyo- se proponen abrir, sin miedo ni cansancio, caminos novedosos, porque creen que una sola cosa nueva, aunque sea arriesgada, vale más que una infinidad de cosas viejas. Tener 81 años es mera anécdota, y lo más probable es que todavía le quede un buen puñado por cumplir. Lo que ocurre es que la gente es muy asustadiza y vive refugiada en sus propios miedos. Yo creo que no se trata de ser demasiado valiente, sino que basta con no ser cobarde. Es más. Pienso que, como usted, es magnífico redondear una larga vida de ya ochenta y pico años con la cabeza y el corazón puestos al servicio de ideas que vuelan por encima de los almanaques y, si me apuran, de las instituciones.

Otrosí digo. Amigo Enrique: ni tú ni yo hemos de pensar en ser abono de nada ni pasto de tiburones. Mientras nos llega la hora de doblar la servilleta o de estirar la pata, más nos vale trabajar con las botas puestas y el corazón enamorado. Reconozcamos que la vejez es una vocación de la que carecemos.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.

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