A los que habéis alimentado al asesino

¿Qué tipo de trastorno mental y moral lleva a un joven a acabar con el corazón de la vida política de una nación pacífica y a ejecutar una matanza de más de 90 personas en un campamento juvenil? Un psicólogo amigo me comentó, cuando el horror todavía estaba teniendo lugar, que «esto parece algo así como un parricidio final, el modo de proceder de alguien que se ha sentido traicionado por las autoridades de su infancia y que ha desarrollado un odio extremo hacia todo tipo de autoridades». En estos momentos, ya se han filtrado las últimas noticias acerca de la «autoridad de su infancia»: su padre recibió la noticia de los crímenes de su hijo cuando leía noticias en internet en su casa del sur de Francia. Afirma que se sintió conmocionado. «Parecía bastante normal la última vez que lo vi», en 1995. Es muy posible que mi amigo diera en el clavo. Ahora sabemos que, como mínimo, habrá muchos más retratos y análisis psicológicos.

Ahora bien, reducir todo esto a un problema mental supone una vía peligrosa hacia un callejón sin salida. También sabemos que Anders Behring Breivik estuvo planificando sus actos y escribiendo sobre ellos un manifiesto de 1.500 páginas a lo largo de nueve años. Durante este periodo, estuvo inscrito durante varios años como militante del Partido Progresista noruego. Fue miembro de la francmasonería y admirador de sus antecesores, los templarios y los cruzados. Se identifica a sí mismo con el cristianismo fundamentalista y es un firme defensor del Estado de Israel. Además, parece un tipo brillante, con un cerebro intelectual, aunque profundamente perturbado. Su filosofía, obviamente, es extremista y está cargada de odio, pero muchos de sus principales razonamientos y puntos de vista no pueden despacharse simplemente como tonterías abstrusas de la mente de un bicho raro. Todos ellos están muy presentes en las conversaciones que se oyen a diario en calles y bares (y en la política convencional).

En primer lugar, sus dogmáticas generalizaciones antimusulmanas y su miedo a la multiculturalización. No obstante, el señor Breivik tiene más ideas en la trastienda:

- Reemplazar las democracias occidentales por monarquías o repúblicas de carácter administrativo.

- Aumentar la tasa de natalidad de los países occidentales mediante la prohibición del aborto.

- Atribución de más poderes culturales a la iglesia.

- Establecimiento de la pena de muerte después de tres sentencias en el ámbito penal.

- Campos de concentración para adictos a las drogas.

- Reeducación forzosa de «los marxistas».

¿Ha oído algo de esto con anterioridad? Los partidos y movimientos populistas de la mayoría de los países occidentales propugnan al menos alguna de estas ideas, cosa que, en sociedades democráticas, son absolutamente libres de hacer. Yo no les acuso de que utilicen la libertad de expresión para propagar ideas extravagantes, sino de la forma en que la mayoría de estos movimientos cimentan su poder y su influencia sobre la desconfianza hacia personas y grupos que apenas conocen. Alimentan así el miedo y la incertidumbre latentes en algunos sectores de la población, con lo que facilitan que se transformen en odio y violencia.

El Partido Progresista noruego es el segundo mayor partido del país y ocupa 41 de los 169 escaños del Parlamento. Su jefa, Siv Jensen, asegura que se sorprendió cuando salió a la luz que Breivik había sido uno de sus militantes. Seguro que se quedó sorprendida y que se le saltaron las lágrimas. Ahora bien, ¿ha aportado ella en algún momento siquiera un solo ladrillo al puente que la mayoría de los demás estamos esforzándonos en construir entre pueblos y culturas? No lo ha hecho jamás. ¿En algún momento ha volcado su esfuerzo en obtener réditos electorales con sus palabras sobre islamización y valores nacionales y cristianos? Claro que lo ha hecho, prácticamente a diario.

La señora Jensen no es partidaria de la violencia. Tampoco lo son la mayor parte de sus colegas de los partidos populistas y derechistas de Europa. Sin embargo, no se les debería dejar a su aire con su sorpresa y sus rostros anegados por el llanto. Se han hecho acreedores de una enorme responsabilidad por generar de manera activa un ambiente en el que el odio y la violencia aparecen como opciones a los ojos de sus seguidores más impacientes.

En estos momentos, Noruega está unida en el dolor y la tristeza. Se han aparcado a un lado las polémicas políticas. Los edificios del Gobierno parecen una zona de guerra, pero una montaña de flores y velas crece a las puertas de la Catedral de Oslo. Cinco millones de personas lloran a las víctimas y sienten una solidaridad profunda con sus seres queridos. No hay ira a la vista ni gritos en demanda de venganza; solo una desesperanza callada, momentos de orgullosa dignidad. Como ha dicho una adolescente, superviviente de la matanza de Utoya, «si un hombre solo puede dar muestra de tanto odio, imagine de cuánto amor podemos dar muestra todos nosotros juntos».

El Gobierno ha dejado claro que estos atentados no van a alterar la libertad y la apertura de la sociedad noruega. «La Noruega de mañana tendrá el mismo aspecto», ha dicho el secretario de Estado, Jonas Gahr Store. Espero que esté en lo cierto. Sin embargo, también ha de llegar un mañana en el que se aprendan cuestiones vitales de responsabilidad y de lecciones. Que amanezca ese día, no solo en Noruega sino en todos los países europeos en los que el miedo, el desprecio, la distancia y el odio son al mismo tiempo objetivos y medios del discurso político.

Petter Nome es periodista. Durante 30 años presentó el informativo más visto de la televisión noruega.

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