A los setenta años del asesinato de mi padre

Por Enriqueta Calvo Sotelo (ABC, 13/07/06):

Hace unas semanas leí un artículo prodigioso en la tercera de ABC, firmado por Laura Campmany. Entre otras muchas cosas brillantes, una frase saltó del papel y se me clavó en la frente. Decía: «los hombres no se mueren por completo mientras alguien se empeñe en recordarlos». Ahora, al filo de esta frase, cuyo sentido comparto totalmente, una serie de recuerdos imborrables me asaltan pidiendo turno para plasmarse sobre el papel. Miro la fecha, 13 de julio de 2006.

O sea, que ahora, hace 70 años que asesinaron a mi padre José Calvo Sotelo. Fue probablemente el crimen más vil y más cobarde de nuestra Historia contemporánea. España entera se estremeció. Después... el viento helado de la ingratitud y el olvido barrió su nombre y se enterró su memoria. Este largo silencio sobre la existencia de José Calvo Sotelo ha creado en las nuevas generaciones una ignorancia y un desconocimiento tan absoluto como inmerecido y penoso. Confío en que la Historia más justa y generosa le habrá guardado el sitio que le corresponde.

Mientras tanto, y para confirmar la frase de Laura Campmany, quisiera evocar en este aniversario la figura de José Calvo Sotelo en su versión más personal, familiar, íntima y entrañable.

Mi padre tenía los ojos tristes. Pero su carácter era alegre, apasionado, lleno de vitalidad y actividad inagotables. Le desbordaba la vida por todos sus poros. Inasequible al odio, la envidia, el rencor o la venganza, nunca se consideró superior a los demás y valoró siempre, con generosa sinceridad, las cualidades positivas de sus peores enemigos: uno poseía clara inteligencia; otro era un gran orador; alguno escribía con elegancia,... Su gran bondad natural, descubría pequeñas bondades o aciertos, incluso en aquellos seres que más le atacaban.

Él admiró mucho a sus hermanos. Le fascinaba el fino humor y el agudo ingenio de Luis y Joaquín, y guardó siempre un profundo cariño, lleno de añoranza, hacia su hermano Leopoldo, prematuramente malogrado, y el más unido a él, por la edad, mientras vivió. Su hermana pequeña, Pilar, fue la mejor amiga de sus hijas cuando éstas nacieron.

Las cenas o los actos de gala en el Palacio Real marcaron un hito en nuestras vidas infantiles. Mis padres tenían que asistir. Para mi madre era un suplicio, porque la profunda modestia de su carácter, que le hacía huir siempre de exhibiciones, honores y grandezas, se sentía sobrecogida ante estas celebraciones palaciegas. Sin embargo, cumplió con su papel a la perfección. Más adelante, cuando ya fuimos mayores, nuestra madre nos contaría que, de todas aquellas fiestas y visitas a Palacio, lo que más le agradó, dejándole un recuerdo imborrable, fueron sus conversaciones con la Reina Madre, María Cristina, una señora de una dignidad y sencillez maravillosas, que siempre le trató como a una hija.

También nos enseñó a amar a España desde que nacimos. Fue una enseñanza silenciosa, sin lecciones, sin clases, sin apenas palabras. Sólo con su ejemplo. Amaba él tanto a España, que bastaba vivir con él, verle, oírle, para que ese amor suyo tan hondo se nos fuera filtrando dentro del alma a nosotros, sin darnos cuenta, y crecimos con él y viviremos con él en el pecho hasta nuestra muerte. Ya sé que ahora, el amor a la Patria es un anacronismo que nadie entiende. Pero yo bendigo a Dios, por sentirlo vivo en mi corazón, y creo que es la mejor herencia que nos dejó mi padre.

José Calvo Sotelo fue un hombre de fe. Y dio testimonio de ella valientemente, en varias ocasiones de su vida. Delante de adversarios violentos, que no compartían sus creencias, y que, más de una vez le amenazaron de muerte sin recato. Amenazas que fueron trágicamente cumplidas. «Mis espaldas son anchas», diría, andando el tiempo. Y el eco de su voz debe estar grabado aún en los muros del Congreso de los Diputados, donde él libró tantas batallas.

Yo vi llorar a mi padre dos veces en su vida. La primera fue cuando el advenimiento de la República. Vivíamos frente al Ayuntamiento y la calle era un hervidero de turba humana, gritadora y enloquecida. Se oían «mueras» al Rey y a todos los hombres que habían servido bajo su mandato. También a mi padre. Yo tenía 10 años. Asustada y con un miedo que yo desconocía hasta entonces, busqué a mi madre y la encontré con mi padre, que, inclinando su cabeza sobre un hombro de ella, murmuraba: «¿Qué va a ser de España, Enriqueta, qué va a ser de España?» y lloraba. Mis ojos asombrados de niña, al contemplar esta escena, lloraron también, y he llorado muchas veces, después, al recordarla. Porque esas lágrimas de mi padre, en un hombre tan recio y fuerte como él, eran ya un preludio de los tristes y funestos acontecimientos que vendrían más tarde.

La República cambió mucho nuestra vida. Vino el destierro de mi padre. Primero Portugal, luego Francia, París. En un principio, le siguió mi madre. Después fuimos todos. Nos trasladamos la familia en pleno, para estar juntos. Y fue un periodo éste del destierro que resultó provechoso en muchos aspectos, pese a la nostalgia de la lejanía de España y la separación del resto de la familia. Sin embargo, vivimos más unidos que nunca, con nuestro padre al lado todo el día, compartiendo comidas, paseos, distracciones, etc. Y la verdad es que gozamos de una felicidad muy íntima, muy nuestra.
Un acontecimiento tristísimo, ocurrido en Madrid, nos sacudió, un día, como un latigazo. Fue la muerte de mi tío Leopoldo, tras breve enfermedad, en la plenitud joven de sus 38 años. La noticia nos llegó por teléfono y fue otro de mis tíos, Luis o Joaquín, quien se lo comunicó a mi padre. Este se quedó pálido; le pasó el teléfono a mi madre y rompió a llorar como un niño, desconsoladamente. Es la segunda vez que yo vi llorar a mi padre.

La música fue la afición más profunda de su vida. Decía con frecuencia que su verdadera vocación había sido ser director de orquesta. La política le desvió por otros caminos, pero su devoción a la música, le acompañó siempre. De jovencillo, llegó a tocar el violín con soltura y la bandurria y hasta compuso una piececilla musical. Fue también crítico musical durante un tiempo. En cuanto pudo, adquirió una pianola, que llevaron a mi casa el mismo día que yo nací, motivo por el cual la conservo como una reliquia. La pobre salió muy averiada de la guerra, y nunca ha vuelto a funcionar correctamente, pero guarda tantos recuerdos valiosos de mi vida, que siempre tendrá un lugar de honor en mi casa. Más tarde, compró una gramola, y muchas noches de mi infancia me he dormido, arrullada por la preciosa voz de Conchita Supervía, o a los acordes de alguna pieza clásica. Era su único recreo, al final de sus jornadas agotadoras, escuchar un rato de música antes de irse a descansar.

Y así pasó las últimas horas de su vida: oyendo música. Era domingo, 12 de julio. Habíamos tenidos un día apacible, de absoluta intimidad, la familia sola y reunida. Por la tarde, después de merendar, mi padre sacó su vieja bandurria y con mi hermana al piano (ella había heredado su pasión por la música) improvisaron un pequeño concierto, que escuchamos todos. Más tarde, en la habitación de mi hermana y mía (yo me había acostado ya porque tenía algo de fiebre) vinieron nuestros padres. Mi padre se sentó en una butaca, a los pies de mi cama, y encendió la radio. Los domingos transmitían un concierto que daba la Orquesta Municipal de Madrid, y él los escuchaba siempre. Esta sería su última vez. Apagamos la luz y abrimos el balcón para que entrara la brisa nocturna. Hacía calor. Próximo ya al final del concierto, mi padre se levantó. Irguió su alta figura y, alzando las manos, dirigió con brío los últimos compases de la música. Cuando se hubo acabado, nos besó a las dos hijas y se fue, con mi madre, hacia sus habitaciones. Al besarme me dijo: «Mañana ya estarás buena». Fueron las últimas palabras que le oí. Yo ya no volví a verle nunca más.

José Calvo Sotelo tenía 43 años cuando la vida le fue quitada. Se la arrancaron de cuajo, como se siega el trigo cuando ya está maduro. Su sangre vertida regó la tierra de España, siendo el inicio de la tragedia que se desarrollaría después y que vistió de luto a tantos hogares españoles. Detrás de él quedaba un largo y difícil camino de sacrificio, de esfuerzo continuo, de trabajo agotador, de luchas, problemas y responsabilidades abrumadoras. Cuarenta y tres años son un periodo muy corto de tiempo para realizar obras de gran importancia y trascendencia. Sin embargo, la privilegiada inteligencia y el tesón de José Calvo Sotelo supieron superar las dificultades y escollos surgidos a su paso y dejaron una espléndida cosecha de logros y realizaciones, llevadas a cabo con pericia, acierto y brillantez.

En aquella madrugada del 13 de julio, cuando mi padre fue arrebatado, con engaño, de su hogar y del amor de los suyos; en ese brevísimo instante -apenas un latido- que media entre la vida y la muerte, antes de cruzar a la otra orilla, ¿qué pasó por la mente de mi padre?... Nunca lo sabremos. Pero yo imagino que quizá, como un relámpago fugaz, como un soplo de luz, le traspasó el corazón un último deseo, muy hondo: vivir más, para ver crecer a sus hijos y conseguir una Patria renacida, unida, como la soñó siempre, hasta entregar su vida por Ella.

A partir de aquel 13 de julio de 1936, nuestro padre ya no sería sólo nuestro, porque en esa fecha entró por la puerta grande de la Historia.

Descanse en paz, José Calvo Sotelo. Se lo ha ganado a pulso. En herencia, nos ha dejado a sus hijos el dolor incurable de su ausencia y un nombre limpio y glorioso. Bendita sea su memoria. En la nuestra, perdurará largamente su recuerdo y se multiplicará después en la sangre de su numerosísima descendencia.