A mis amigos catalanes independentistas

Querida/o amiga/o:

Quiero compartir contigo mi preocupación creciente por la evolución que está experimentando eso que damos en llamar “proceso soberanista o independentista” de Cataluña. Aunque el problema de fondo es de carácter nacionalista, lo sé, no te voy a hablar de teorías sobre el nacionalismo. Hay muchas y para todos los gustos y colores. Nada tengo que añadir. No me interesa el nacionalismo de ningún tipo. Salvo para combatirlo en lo que tiene de excluyente, de negación de la alteridad, la diversidad y la pluralidad constitutiva de cualquier Estado y, más aún, de uno como el nuestro. Nada más tengo que añadir. Salvo una duda: ¿qué es lo que te impide, querido amigo catalán, hablar tu idioma propio, disfrutar de tu cultura, mantener tus tradiciones, vivir, en definitiva, libremente todo aquello que forma parte de tu “nación cultural?”. Me gustaría saber qué es lo que te lo impide, en concreto, para combatirlo. Pues quiero que tú, al igual yo, puedas hablar tu propio idioma, disfrutar de tu cultura, mantener tus tradiciones, vivir libremente, en fin, tu “nación cultural”, la más pequeña y la más grande.

¿Realmente crees que la independencia, sea esta lo que quiera ser hoy en día, en este mundo nuestro tan imbricado, como Estado miembro que somos de una instancia supranacional a la que hay que potenciar políticamente, la Unión Europea, e insertos en una globalización que no conoce fronteras ni respeta supuestas “soberanías”, realmente crees que la independencia de Cataluña, decía, te puede convertir en algo diferente de lo que eres ya como individuo, titular de derechos civiles, sociales y políticos, en un Estado democrático de derecho como lo es el español? ¿Acaso el hipotético Estado independiente catalán al que aspiras no va a ser también un Estado democrático de derecho que reconoce derechos civiles, sociales y políticos muy similares a los que ya tienes y disfrutas por ser ciudadano español? De no ser así, por favor, te ruego que me concretes dónde van a estar las diferencias esenciales. A mí me cuesta verlas.

Sé que no te va a gustar, pero tengo que decírtelo. En un Estado democrático de derecho no tiene ningún sentido apelar a la democracia para ignorar el derecho. Es una pura contradicción, porque es precisamente el derecho, con la Constitución a la cabeza, el que garantiza que la democracia sea real. Ignorar o despreciar la Constitución, o pretender saltarse alegremente lo que dispone, a través de interpretaciones de la misma manifiestamente erróneas e interesadas, constituye, antes que nada, un atentado contra la democracia. No podemos perder la perspectiva. Defender la Constitución, en definitiva, también significa defender la autonomía de Cataluña, y de los demás territorios de España, los derechos y libertades de los ciudadanos, etcétera. Ignorar el derecho, o despreciarlo, o forzarlo, es un acto de fuerza, de violencia, si se quiere llamar así. Y ya sabemos a qué conduce el ejercicio arbitrario de la fuerza: a más fuerza.

No cabe referéndum independentista en nuestra Constitución, querido amigo catalán. No cabe. Sencillamente porque nuestro Estado, al igual, por cierto, que todos los Estados de nuestro entorno, por muy territorialmente descentralizados que estén, se fundamenta sobre el principio de unidad del mismo; porque, en definitiva, la cuestión de la independencia es una cuestión de soberanía que solo el soberano puede responder. Y el soberano, como sabes, en nuestro Estado, como en cualquier Estado democrático de derecho de nuestra órbita política, solo lo es el pueblo del Estado global, el pueblo español, en nuestro caso. No somos nada originales a este respecto.

El referéndum consultivo que prevé nuestra Constitución, a mi juicio, solo lo puede ser sobre una cuestión que la Constitución misma no resuelve, que deja abierta. Una cuestión que es tan importante que el presidente del Gobierno y el Congreso de los Diputados deciden llamar a todo el pueblo, a todo el cuerpo electoral, para que se pronuncie sobre la misma. Después, conocida ya la voluntad del pueblo, los representantes de este tomarán la decisión oportuna, que, en buena lógica, será seguir lo aprobado mayoritariamente en esa consulta referendaria. Ese es el referéndum que acoge nuestra Constitución.

Pero si aceptamos por un momento la posibilidad de que ese referéndum, de acuerdo con la Constitución, se pueda celebrar solo entre el cuerpo electoral de una parte del Estado (el cuerpo electoral de Cataluña, en este caso), inmediatamente después tendríamos que hacernos esta pregunta: ¿qué sentido tendría convocar un referéndum solo en Cataluña para decidir sobre una cuestión, la independencia de Cataluña, que para llevarse a efecto exigiría previa reforma agravada de la Constitución, lo que, en todo caso, obligaría a celebrar un referéndum entre todos los españoles? Evidentemente, ninguno. Ese referéndum en Cataluña sobre la independencia de Cataluña, de celebrarse, solo provocaría confusión, primero, y frustración, después. Confusión porque generaría la falsa ilusión entre los convocados de que ellos (o sus representantes) tienen capacidad de decisión, cuando, en realidad, esta corresponde, en último término, al pueblo español. Y frustración porque, precisamente por lo anterior, las altas expectativas e ilusiones generadas por la convocatoria y celebración del referéndum no se verían satisfechas, en el caso de que, como es previsible, el pueblo español, al final de todo el proceso de reforma constitucional, negase en referéndum lo decidido por el cuerpo electoral catalán en referéndum.

Y entonces, ¿no hay salida?, te preguntarás. Por supuesto que la hay. Siempre la hay en un Estado democrático de derecho. Pero esa salida, como bien comprenderás, no puede pasar por una declaración unilateral de independencia tras unas elecciones supuestamente plebiscitarias (sea esto lo que sea, que no me queda claro). Porque eso sería un acto de fuerza que, para desgracia de todos, seguramente provocaría otros actos de fuerza, al tiempo que un desgarro muy doloroso en el seno de una sociedad que hasta el momento ha convivido armónica y pacíficamente, pero que podría dejar de hacerlo a partir de ese hachazo tajante.

¿Qué se puede hacer, entonces? Pues lo de siempre en democracia: llegar a acuerdos sobre lo posible, buscando consensos. ¡Hacer política! Y es eso, amiga/o catalán, lo que se os está negando. Tanto por parte del Gobierno de la Generalitat, como por parte del Gobierno de España, y los partidos políticos que apoyan a uno y otro. Hacer política, sí; es decir, identificar problemas reales y concretos que afectan a la ciudadanía o al país y tratar de ofrecerles soluciones realistas e igualmente concretas. Justo lo contrario de lo que se viene haciendo en nuestro país en los últimos tiempos en este terreno, en el que unos crean problemas donde no existían, y otros se niegan a buscar soluciones a problemas realmente existentes. Y ahí andamos, entre los que se arrojan burdamente a la cabeza el “sí a la independencia” y el “aguantar y no hacer nada”.

Pero en democracia, como decía, hay salidas, y está en nuestras manos encontrarlas, exigiendo a unos y a otros que, en vez de arroparse en sus banderas, se pongan manos a la obra para elaborar propuestas satisfactorias para todos. Hacer política de Estado para facilitar la pacífica convivencia entre todos los ciudadanos y la prosperidad del país; no política de partido, aunque sea a costa de dicha convivencia y prosperidad. Esa es su obligación. Lo demás, el peligroso y oscuro reino de la demagogia y el populismo, que vuelve una y otra vez para socavar los cimientos de nuestra delicada democracia. No lo permitamos.

Un esperanzado abrazo.

Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional de la UAM y miembro de Líneas Rojas.

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