A New New Deal

Nada más lejos de la personalidad de Joe Biden que la de un revolucionario. El nuevo presidente norteamericano, con sus 78 años a cuestas, una salud frágil y un eterno inicio de sonrisa en sus labios, que las ranuras de sus ojos no dejan traslucir, semeja más bien el amable jubilado norteamericano dispuesto a ayudar a todo el mundo y no meterse en ningún tipo de jaleos. Pero resulta que en el equipaje que llevó a la Casa Blanca había planes de sobra para cambiar su país, no voy a decir de arriba abajo, pero sí lo bastante para reformar su sociedad tanto o más que lo hiciera Franklin Delano Roosevelt en los años 30 del pasado siglo, cuando lo cogió devastado por la gran crisis de 1928, que cerró miles de empresas, envió al paro a millones de norteamericanos y arruinó a buena parte de su burguesía. El ‘New Deal’ de Roosevelt, cuya traducción libre, aunque exacta, sería ‘Nuevo Contrato Social’, consistió en sacar el capitalismo salvaje norteamericano en que se hallaba y poner las bases de las normas sociales ensayadas en Europa, aumentando la inversión estatal en infraestructuras, autovías especialmente, para facilitar las comunicaciones al tiempo que se creaban miles de puestos de trabajo. Hay quien dice que el ‘New Deal’ no convirtió a Estados Unidos en la primera potencia industrial y económica del mundo, sino que fue la Segunda Guerra Mundial, llamando a filas a millones de norteamericanos y botando cada día un nuevo navío de guerra o transporte, los famosos Liberty, la que le dio el empujón definitivo. En cualquier caso, se pusieron las bases de un Estado, no diré de bienestar, pero sí asistencial para los más desfavorecidos. Lyndon Johnson lo completó en los años sesenta con su programa ‘Great Society’, introduciendo planes de salud y jubilaciones, rudimentarios comparados con los europeos, pero de enorme utilidad, aunque deben completarse privadamente.

Mucho apunta a que Joe Biden viene dispuesto a pasar a la historia como el creador de un auténtico Estado de Bienestar en su país. Pero, antes de entrar en ello, déjenme exponer su filosofía de gobierno. Visto el desorden, contradicciones, personalismos y desvaríos que su predecesor había practicado, da la impresión de que Biden se ha limitado a hacer lo contrario de Trump: salir de los acuerdos sobre el cambio climático, distanciamiento de los aliados europeos, aproximación a los eternos rivales, Rusia, China e incluso Corea del Norte, cierre de fronteras con los vecinos del Sur y apenas prestar atención al Covid-19, lo que condujo a su país a estar entre los más afectados por la pandemia, algo que sin duda influyó en su derrota. No es que lo hiciera todo mal. Que bajara impuestos y eliminase regulaciones trajo un mini-boom económico durante su mandato. Pero su errático proceder y tendencia a la bronca con unos y otros terminaron por hacerle insoportable. Los norteamericanos no querían vivir con el alma en un hilo por el humor de su presidente. Hay muchas teorías al respecto, desde el narcisismo a la ignorancia, temiendo encontrarse cada mañana en guerra con un país que no sabrían situar en el mapa. Para mí, Trump padece un complejo de inferioridad, al no haber sido aceptado por la alta sociedad neoyorquina, la que vive en la Quinta Avenida frente a Central Park, que intentó superar con la presidencia, mujeres espectaculares y golpes de efecto, como el saludo marcial, aunque no hizo el servicio militar. Aunque admito que puedo equivocarme.

El que no se ha equivocado es su sucesor. El viejo Joe ha ido desmontando uno a uno todos sus planes de gobierno, dando más importancia al virus y al cambio climático, preocupándose por la inmigración, por los aliados de siempre y plantando cara a los rivales tradicionales, Moscú y Pekín. Pero, sobre todo, con una política social mucho más de acuerdo con los tiempos que corren. Una de las primeras cosas que hizo al llegar a la Casa Blanca fue pedir 1,9 billones, con be, o sea millones de millones de dólares, para combatir la pandemia. Se los concedieron, sólo con el apoyo de su partido. Pero cuando volvió a pedir al Congreso 2,3 billones para ‘infraestructuras’ se encontró con el rechazo total republicano y no todos los demócratas dispuestos a apoyarle. Unos dicen que no todo va a ir a autovías y puentes. Otros, que es introducir el socialismo en Estados Unidos, algo tabú en ese país. Los más, que se necesitará subir los impuestos, que no agrada a nadie. Biden dice que no tocará a los que ganen menos de 400.000 dólares al año, o sea la inmensa mayoría. A cambio de ello, se fomentarán actividades, como la educación, que terminarán produciendo beneficios a todos en forma de mejores salarios, es decir, más contribuyentes. Y pone el ejemplo de los primeros estímulos, los citados 1,9 billones, que están produciendo ya beneficios a la economía norteamericana.

¿Cómo acabará? Difícil decirlo. Biden, consciente de que necesita convencer no sólo a todos los legisladores de su partido, sino también a parte de la oposición para que el plan no embarranque nada más aprobarse, va a seguir la táctica opuesta a los gritos, insultos y amenazas de Trump. Hablará bajo, escuchará mucho, asentirá con la cabeza y, sobre todo, no lo presentará como un triunfo personal, sino del país, que beneficiará a todos. Encuentra dos grandes escollos que son las dos caras de una misma moneda: los norteamericanos creen que el Estado es un manirroto, por lo que donde mejor está el dinero es en el bolsillo de los ciudadanos. Reagan llegó a decir que «el problema no es la economía, el problema es el Estado», queriendo decir el Gobierno, con asentimiento general. Biden sostiene que las dos grandes crisis que nos azotan, la económica y la sanitaria, no pueden ser resueltas por los individuos, sino que tienen que ser abordadas por la sociedad en su conjunto, e incluso por los estados en general, ya que hay problemas, como el de la pandemia, el terrorismo y la inmigración irregular que resultan demasiado grandes para un solo país. Es su mensaje a los líderes republicanos que le escuchan con atención, pero ha convencido a pocos. Algunos de ellos, tras oírle, lo más que dicen es que la música suena bien, pero la letra sigue siendo la de la vieja utopía liberal de la sociedad perfecta, donde cada uno desarrolla su labor, gana lo que corresponde a su trabajo, vive en paz con sus vecinos y el Estado se encarga de la ley y el orden acordado. Pero el mundo no es así, como todos sabemos. Es más: en esos paraísos es donde se dan las mayores diferencias e iniquidades. En lo que tienen bastante razón.

Joe Biden lo sabe. Pero sabe también que la humanidad viene cambiando desde que bajó de los árboles para afrontar los desafíos que le esperaban abajo, creando sociedades cada vez más justas, más cómodas, más libres. Su país es la mejor prueba, ya que en poco más de doscientos años se ha convertido en el más rico, fuerte, avanzado del planeta, gracias a las pautas marcadas por sus fundadores y a la disposición de gentes llegadas de todas partes en busca de lo que ha dado en llamarse ‘the american dream’, el sueño americano, que tampoco es nada del otro mundo: una casita, un pollo en la cazuela, un coche en el garaje, un empleo y educación para los hijos. Hasta ahora, la mayoría lo ha conseguido. Y dejo para el final el mayor desafío para Biden, el más viejo: la cuestión racial. Pero ni siquiera abordado por él de entrada, sería pretencioso por mi parte plantearlo. Aunque las dos luchadoras por la liberación femenina al frente de ambas Cámaras y de la Vicepresidencia anima a pensar que lo intentarán si él no lo consigue. Pues el progreso existe, sólo que más lento de lo que nos gustaría ni por sólo llamarse progresista.

José María Carrascal es periodista.

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