A orillas de la UE

Los políticos empiezan a ponerse de acuerdo en que hay que reformar la Constitución, pero en Convergència no quieren ni oír hablar de eso. Por supuesto, les parece irrelevante que la propia Convergència contribuyera a redactarla y que más del noventa por ciento de los catalanes la aprobara en referéndum. Entre esos votantes supongo que estaban Artur Mas y varios de sus consejeros, pero a ellos qué más les da: hace años que consideran que la Constitución es papel mojado porque (dicen) buena parte de los catalanes actuales no tuvieron ocasión de votarla. En el relato mítico del nacionalismo hay una Catalunya eterna, inamovible, fiel a sí misma, y otra volátil, escurridiza, subordinada a los vaivenes del momento: no se discuten los bombardeos borbónicos de hace trescientos años como fuente de legitimidad, pero se niega toda validez a un referéndum de hace sólo treinta y siete. Que alguien me corrija si estoy equivocado: quedan vivos más catalanes que votaron en 1978 que catalanes que sufrieron la derrota de 1714.

Supongo asimismo que Mas y sus consejeros estaban también entre los votantes que en el 2006 refrendaron el actual Estatut, en el que figura el Estado español como marco político del que Catalunya forma parte. Han pasado sólo nueve años desde entonces, así que deben de quedar muchos votantes vivos. ¿Cuál es en este caso la excusa que esgrimen los nacionalistas para no sentirse concernidos? Que si carecen de validez los artículos modificados por el Tribunal Constitucional, tres cuartos de lo mismo con el artículo que define ese marco político. Volvemos al pensamiento mágico: con qué facilidad se establece una continuidad con el pasado remoto y se niega legitimidad a un vínculo que data sólo de ayer o anteayer.

Nos encontramos ahora en vísperas de unas elecciones cuyos convocantes han calificado de plebiscitarias. Si ganan los partidarios de la independencia, entraremos en “territorio desconocido”. Eso no lo digo yo. Eso lo dijo Artur Mas, que en otra ocasión anunció que en el camino nos tropezaríamos con lo que llamó “incertidumbres”. Vaya plan: este señor nos quiere llevar a un territorio desconocido repleto de incertidumbres. En cualquier lugar del mundo, una candidatura que propusiera algo así tendría dificultades para conseguir las firmas necesarias para presentarse.

Pero no todo serán incertidumbres en caso de victoria independentista. Tengan la seguridad de que, al día siguiente de la eventual declaración de independencia, Rajoy no vendrá a hacer entrega de las llaves de los edificios de titularidad estatal ni organizará una fiesta de bienvenida junto a los otros veintisiete presidentes de la UE. Eso no es una incertidumbre: eso es una certeza. Descartado ese escenario, ninguno de los que vendrían después nos colocaría en una situación mejor que la actual. Uno de esos escenarios (que hace unos meses parecía impensable y ya no) es el de una Catalunya independiente pero incapacitada para acceder a cualquier fuente de financiación, carente de reconocimiento internacional, excluida de la ONU y de la UE. Un Estado fallido, en definitiva. Se habla poco de esos países que intentaron independizarse y se quedaron a medio camino, en una especie de tierra de nadie, pero hay unos cuantos repartidos por el mundo, algunos de ellos a orillas de la Unión Europea. Como Transnistria, una franja de terreno al oeste de Ucrania que vive desde hace un cuarto de siglo en los márgenes de la historia. O como la República Turca del Norte de Chipre, que comparte territorio con un socio nuestro de la UE y lleva aún más tiempo esperando salir de esos mismos márgenes.

Sí, ya sé lo que a estas alturas del artículo estarán pensando los lectores independentistas: ¡otro unionista atizando el discurso del miedo! Pues sí, claro que tengo miedo. El mismo miedo que tuvieron los nacionalistas de Nueva Alianza Flamenca (que en Bruselas comparten grupo parlamentario con ERC) cuando, tras escuchar hace un año y medio las advertencias de los comisarios europeos al Gobierno catalán, renunciaron a la independencia de Flandes para no correr el riesgo de quedar fuera de la UE. El mismo miedo que ha llevado al PNV de Iñigo Urkullu a evitar los callejones sin salida y moderar sus aspiraciones soberanistas, lo que le ha permitido consolidar su hegemonía en las instituciones vascas al tiempo que Convergència (socios suyos en Europa) se deshilachaba en cada nueva convocatoria electoral. El mismo miedo que hace que otros partidos nacionalistas se abstengan de embarcarse en ningún tipo de aventura antieuropeísta mientras esperan a ver cómo el nacionalismo catalán, solo contra el mundo y desdeñoso del derecho internacional, acaba estrellándose contra el muro de la realidad... El diccionario de la RAE define miedo como “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”. Quiero pensar que, en este caso, el riesgo y el daño nunca pasarán de ser imaginarios a ser reales.

Ignacio Martínez de Pisón, escritor.

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