A propósito de Fetullah Gülen

El presidente turco Erdogan ha acusado al clérigo musulmán Fetula Gülen de ser el instigador del fallido golpe de Estado que tuvo lugar el pasado viernes en el país. En la acusación no han faltado los adjetivos condenatorios de Gulen, al que el presidente turco ha calificado de terrorista. Las autoridades turcas, como ya hicieron varias veces en el pasado, han reiterado su intención de solicitar de Washington la extradición del clérigo, que decidió establecerse en los Estados Unidos, en una localidad rural del Estado de Pennsylvania, en 1999. El secretario de Estado norteamericano, John Kerry, se ha mostrado al respecto extremadamente circunspecto, señalando que esperan del Gobierno de Ankara la información fehaciente sobre las actividades criminales de Gülen antes de proceder al estudio de la solicitud de extradición. En efecto, si las implicaciones de Erdogan fueran ciertas, Washington habría estado amparando en su territorio a un peligroso terrorista islámico durante los últimos dieciséis años.

Gülen, que en 2013 fue incluido por la revista «Time» entre los cien personajes más influyentes del mundo, es una figura voluntaria y relativamente ajena al ruido de las redes sociales contemporáneas, del que sin embargo sí es cierto presumir su afiliación a la corriente sufí del islam y su evidente alcance en la conformación de tendencias económicas, educativas, sociales y humanitarias en la vida de su país. En ambos terrenos, y por lo que de él se sabe, manteniéndose fiel a sus inspiraciones originarias, predica una proyección religiosa que con origen en el Corán asocia sus convicciones a los valores de la tolerancia, de la libertad individual y de la iniciativa cívica.

El movimiento Hizmet que él inspira ha venido extendiendo su alcance a sectores significativos de la vida pública y privada turca, conformando un conglomerado que, sin poner en duda los valores laicos del kemalismo, introduce en el comportamiento colectivo la poética, y en muchos sentidos el helenismo, de las proyecciones sufíes. El movimiento tiene también sus ramificaciones en los Estados Unidos, donde organizaciones como la Niagara Foundation en Chicago o el Rumi Forum en Washington DC mantienen una activa presencia en medios políticos, culturales y sociales de la vida americana. No existe ninguna constancia de que el abundante segmento de la sociedad estadounidense que ha mantenido y mantiene contactos con tales organizaciones haya percibido la más lejana indicación de que ellas o sus inspiradores albergaran propósitos terroristas o simplemente desestabilizadores en Turquía o en cualquier otro país. Más bien al contrario: entre los proclamados objetivos de tales instituciones se encuentra de manera destacada el de dar a conocer la realidad turca en todas sus manifestaciones, sin que en ello, por lo que se observa, se incluya crítica política o posicionamiento partidista. Si Erdogan consiguiera demostrar que Gülen y sus seguidores forman parte de una organización terrorista no son pocos los políticos, académicos, militares, diplomáticos y financieros en los Estados Unidos y en el resto del mundo que debieran ser situados bajo la sospecha de complicidad en nefandas conspiraciones.

Fueron en su momento amigos y aliados, Erdogan y Gülen, y son varias las interpretaciones que, a falta de mejores fuentes, permiten adivinar la razón del evidente alejamiento. Quizá Gülen temiera la deriva totalitaria del político. Quizá Erdogan envidiara el alcance de la influencia social del clérigo. Sea como fuere, enemigos declarados ya, y sin que sea necesario proceder apresuradamente a la canonización del clérigo, la balanza del buen sentido analítico se inclina decididamente en su favor. Esta reciente historia de la fallida asonada, que tantas incógnitas encierra y tantas preocupantes tendencias desvela, nos muestra la imparable tentación totalitaria de un nacionalismo neootomano y asultanado que cree poseer las claves de su indispensabilidad frente a propios y ajenos: en la OTAN por ser baluarte del Occidente en la frontera de los infieles; en la UE por aceptar, previo pago, el albergue y la contención de las emigraciones sirias, en el Asia Central por ser la madre de todos los turcomanos, y en el resto del mundo por ser Erdogan quien es. El último giro de tuerca de la evolución a que Erdogan ha sometido la situación en Turquía deja pocos resquicios para la esperanza o para la contemporización. Son ya decenas de miles los ciudadanos sometidos a la obscenidad de la apresurada purga, cual si se tratara del Chile de Pinochet o de la URSS de Stalin. ¿Merece ese país, al menos mientras sea Erdogan el que lo dirija, seguir siendo miembro de la Alianza Atlántica o pretender llegar a serlo de la Unión Europea?

Ha sido recurso habitual entre los dictadores el calificar de terroristas a sus adversarios. El procedimiento certifica la innoble calidad de los primeros. Y sitúa sobre los segundos una amplia presunción de inocencia. La que indudablemente merece Fetula Gülen.

Javier Rupérez, embajador de España.

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