A propósito de la inviolabilidad del Rey

“Ninguna forma de gobierno que haya existido nunca, da una proporción tan grande de libertad individual como una monarquía constitucional en la que la corona carece de poder político directo” (Anthony Trollope)

He leído con interés los artículos y las opiniones que se han ofrecido en relación a las declaraciones que el pasado día 4, antevíspera del 40 Aniversario de la Constitución Española (CE), el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, hizo en una entrevista ante varias cadenas de televisión, cuando afirmó que “sin duda alguna” la inviolabilidad del Rey “se ha quedado vieja”, si bien, pocas horas después, el secretario de organización del PSOE y ministro de Fomento, José Luis Ábalos, aclaró que "la posición oficial es que no hay propuesta alguna de revisión y que era una opinión personal del presidente".

Se trata de un asunto cuyo atractivo se justifica por sí mismo y, en este caso, además, con el valor añadido de los buenos ejercicios de teoría política practicados en ciertas páginas escritas. Y es que, a decir verdad, en cuestiones de este tipo no abundan los análisis intelectuales civilizados, pues, por lo común, el echar las patas por alto suele ser la forma preferida de algunos para apoyar muy endebles argumentos. De ahí que lo importante sea saber la razón del privilegio que justifica la inviolabilidad del Rey y, luego, indagar si la prerrogativa es conveniente para todos, empezando por el interesado. Dicho de otro modo, ¿para qué sirve o qué tiene de útil en el terreno de las posibilidades jurídicas, que la persona del Rey de España sea inviolable?

Mi razonamiento, estrictamente técnico y no ideológico, es a favor de la inviolabilidad, aunque sólo sea para conseguir, al menos, dos fines diferentes. En primer lugar, el patrocinio de la cordura como herramienta dialéctica y, después, de paso, prestar apoyo a aquellas estrategias legitimantes tan necesarias si queremos saber dónde se encuentra el futuro de nuestra Monarquía parlamentaria que, según el artículo 1.3. CE, es “la forma política del Estado español”.

Para lograr el primer objetivo me parece que no hace falta un dispendio discursivo en la defensa, puesto que es evidente, a todos los efectos, que la inviolabilidad es una concesión que en España se hace a muchas personas. Desde los Diputados y Senadores por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones (artículo 71.1. CE), hasta los parlamentarios de las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, en los términos previstos en sus estatutos, pasando por los magistrados del Tribunal Constitucional ante las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones (artículo 22 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional), el defensor del pueblo y sus adjuntos por los actos realizados en el ejercicio de su cargo (artículos 6.2. y 6.4. de la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo), e incluso los parlamentarios europeos.

Frente a quienes entienden esa inviolabilidad como un residuo del principio monárquico en virtud del cual el Rey está por encima de todos los poderes del Estado, mi opinión es que se trata de una mala interpretación, pues la causa de la inviolabilidad “real” no representa la imagen de lo absoluto ni de la prebenda, sino que se fundamenta en que el Jefe del Estado no tiene el poder o, si se prefiere, que quien tiene el poder no es el Jefe del Estado. No se olvide que, en democracia, donde hay poder hay responsabilidad y que, en sentido opuesto, donde no hay responsabilidad no hay poder. Recuérdese, además, que el artículo 64 CE dispone que “1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del Congreso. 2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden”.

Estos y no otros, son los actos del Rey a los que se refiere la inviolabilidad del artículo 56.3. CE, que carecen de validez si no se producen tales refrendos y que, en consecuencia, no implican asunción de responsabilidad alguna por el simple motivo de que no son decisiones del Rey y que no lo son, justamente, por la superación del principio monárquico y el sometimiento de todos a la legalidad; esto es, a la voluntad general.

Se equivocan, por tanto, quienes piensan que la inviolabilidad del Rey significa una fractura del principio de igualdad del artículo 14 CE. Téngase presente que al ser la igualdad uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, no resulta posible una interpretación formal del principio, pues, de suyo, está garantizado por la propia estructura del Estado de Derecho. Es más. El Tribunal Constitucional concibe la igualdad como límite impuesto al legislador y ha dicho en no pocas sentencias –entre otras, la 33/1983, de 4 de mayo, la 90/1985, de 22 de julio y la 9/1990, de 18 de enero– que llegado el caso es necesario “indagar la naturaleza y fines de la prerrogativa, y determinar, si en función de ella, existen razones que justifiquen la desigualdad en el tratamiento legal”.

O sea, lo mismo que sostuvo un filósofo y científico griego nacido en el año 384 antes de Cristo, llamado Aristóteles –la referencia es para indoctos–, cuando dijo que si bien el Estado no puede vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad, sin embargo, es incontestable que entre unos y otros debe haber algunas y que, en clave de actualidad, es un pensamiento que bien puede completarse con la tesis del Tribunal Supremo cuando –por ejemplo, en la sentencia 1.533/2004, de 21 de diciembre– en relación a la inviolabilidad parlamentaria sostiene que “no es sólo una prescripción que exime de responsabilidad, sino incluso un privilegio frente a la mera incoación de todo procedimiento, incluso civil, un verdadero límite a la jurisdicción que tiene carácter absoluto”.

No sé si los argumentos expuestos son suficientes para justificar la prerrogativa real de la inviolabilidad, pero estoy convencido de que fue una previsión acertada de nuestros constituyentes y también una actitud inteligente para evitar situar al Rey en el punto de mira de francotiradores de malsanos propósitos o bastardos intereses y el que quiera entender que entienda.

La inviolabilidad cubre las actuaciones regias no tanto porque lo requiera el decoro de la jefatura del Estado, que también, sino porque su titular no debe verse sometido a demandas de la más diversa especie y opaco objetivo. El Rey no puede ser residenciado ante un tribunal ni verse sometido a él. Al Rey no se le administra justicia, sino que, al contrario, la justicia se administra en su nombre (artículo 117.1. CE). Sólo así puede mantenerse la continuidad en la jefatura monárquica del Estado, que es una forma de mantener la unidad y permanencia de éste. Téngase muy presente, además, que si un Monarca lleva las cosas demasiado lejos o saca los pies del tiesto, no serán los tribunales los que pongan remedio a la situación de crisis, sino que será la presión social la que lleve a la abdicación del Rey, como la historia reciente ha acreditado. Por cierto, ¿no fue esa la solución republicana que se dio a Nixon por la comisión de varios delitos en el Caso Watergate?

Cualquier lector, al llegar a estas líneas del artículo puede echarme en cara que he hablado mucho de “privilegios reales” y sin embargo, nada he escrito de los argumentos capaces de apuntalar una España monárquica. Acepto la queja, pero hago notar que entre mis palabras iniciales figuraba una larga pregunta a la que podían haber seguido otras y que si no lo hice fue para no complicar más las cosas. A cambio, ofrezco una serie de impresiones; a saber:

Una, que aun cuando pueda ser verdad que la república es más racional que la monarquía, sin embargo no siempre la política se guía por la razón. Al respecto, se me ocurre que si ya es difícil dar con un buen presidente del Gobierno, qué no sería encontrar a un presidente de la Tercera República Española.

Otra, que obviamente, la soberanía no reside en el Monarca sino en el pueblo, que tiene como único y directo representante al Parlamento y de ahí que más que una Monarquía parlamentaria clásica, la nuestra sea una Monarquía parlamentaria democrática. Según los síntomas, lo que los españoles siempre han querido es una monarquía en la que todos quepan y puedan opinar, pensar, votar y contribuir al buen gobierno.

Y, finalmente, que tengo para mí que si el Rey goza de la confianza de los españoles es porque tiene vocación de serlo y conciencia de cómo y de qué manera debe serlo. El Rey no ignora que un desacuerdo con los ciudadanos tiene muy difícil zurcido. Todo cuanto en su breve reinado, e incluso contra determinados vientos y ciertas mareas, lleva hecho, autoriza a dar como probado su buena fe y sus patrióticas inclinaciones.

Cuando estoy a punto de concluir, confieso que no tenía intención terciar en este asunto de la inviolabilidad de Rey. Sin embargo, si al final me decidí fue, principalmente, por dos motivos. Uno, por el respeto imponente que siento por el Rey Felipe VI, sobre todo a raíz del discurso televisado que el 3 de octubre de 2017 dirigió a todos los españoles “ante la situación de extrema gravedad derivada de la quiebra del orden constitucional perpetrado por la Generalitat y el Parlament catalá”.

Otro, porque creo que el presidente del Gobierno, al decir lo que dijo, habló sin tentarse demasiado la ropa, o sea, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo y se dejó llevar por la inercia de la palabra, que a veces se comporta como un potro desbocado.

No, señor presidente. Los conceptos de inviolabilidad e irresponsabilidad del Rey que, por lo visto, usted desea borrar, son consustanciales con la monarquía que, sin ellos, aparte de blanco de la campaña de separatistas y republicanos de extrema izquierda, quedaría como un pimpampum de feria para gratuita diversión de leguleyos, rábulas y zurupetos. Tengo la impresión de que, con su ocurrencia, ha sido usted muy poco oportuno. Repito que quizá sin proponérselo e incluso con buena intención, pero ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el reino de los infiernos. Ni Demóstenes ni Churchill hubieran hablado sin pensar antes el alcance de lo que iban a decir. Claro es que Demóstenes y Churchill fueron dos especímenes de una fauna política que no se prodiga.

Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.

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