A propósito de los valores: la generación bisagra

Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza (EL PAIS, 05/03/05):

Hace bien poco, aunque no recuerdo ni fecha ni autor, aparecía en estas páginas un largo artículo que abordaba el sustancial tema de la vigencia de valores democráticos en la España de nuestros días. Confieso que mi primera actitud fue la de exclamar "¡ya era hora!". Y es que, en efecto, allá a comienzos de 1980 publiqué yo un extenso ensayo sobre dicho tema con el título La socialización política en España: una empresa para la democracia. En dicha monografía ponía de manifiesto la posible supervivencia de los valores vigentes en el régimen político anterior, configurando la mentalidad que habíamos heredado, la urgente necesidad de abordar un proceso de socialización, asimilación y práctica de los nuevos valores democráticos a través de las agencias pertinentes para ello (la familia, la educación escolar y los medios de difusión, principalmente) y, en fin, cómo se trataba de una sustancial empresa que no admitía larga espera. Ningún régimen político puede aspirar a permanecer por encima del natural paso de generaciones, si tal educación en sus valores no existe, sencillamente porque ningún régimen político puede subsistir si sus ciudadanos no creen en los valores del mismo. Por ignorancia o por desprecio. La imposición por medio de la fuerza está siempre condenada a la desaparición en el momento en que desaparecen o se debilitan quienes la practican.

Estamos ante un viejo tema que arranca de la necesidad de educar "de acuerdo con el régimen" (Aristóteles), de "poner en la escuela lo que se quiera para la ciudad" (Platón), de bien educar en el seno de la familia (Bodino) o de cómo han de ser las leyes de la educación (Montesquieu). Es decir, toda una línea de pensamiento que llega hasta nuestros días, tanto en el terreno del liberalismo político cuanto en el discurso de los artífices del marxismo (de Marx a Gramsci o Althusser). A sus escritos me remito para no agobiar al lector con la abundancia de citas. Lo importante es señalar que el tema es asumido por todas las líneas de pensamiento y como advertencia a sus líderes políticos. Casi no haría falta añadir lo común en estos casos: el trabajo ha sido bien valorado y hasta varias veces repetido por los especialistas, pero su contenido y su mensaje también han sido absolutamente ignorados por los políticos de nuestra actual democracia. Los estudiosos de la política y aquellos que la practican siguen estando en nuestro país absolutamente divorciados. Unos pretenden y discurren sobre lo mejor y otros hablan de la necesidad de "tragar sapos" todos los días. Muchos años después, ni siquiera se estudia la Constitución en los niveles preuniversitarios. Hay que estudiar Derecho para enterarse de las funciones del Tribunal Constitucional o en qué consiste la tarea de moderación del Rey. ¡Casi nada! Por eso me alegro de que, de pronto, alguien haya puesto sobre el tapete el tema de los valores. Porque de lo otro (los codazos en los partidos, el manual para trepar o la inutilidad de los programas y promesas; por cierto, en su día una práctica alabada por quien todo el mundo sabe), de lo malo, sí que estamos al día. Y por ahí no se va a la querida fortaleza de nuestra democracia. Se seguirá pensando en las tristes frases de "todos son iguales", "todos van a lo mismo" y, lo que ya es del todo aberrante, el "claro, que yo en su lugar haría lo mismo".

Pero ocurre, empero, algo todavía más grave. El culpable silencio ante este proceso ha originado una difícil situación que me parece realmente incómoda. Quienes hemos sido educados y socializados en los principios y valores existentes antes del advenimiento democrático, conservamos en nuestra mente y practicamos en nuestra conducta toda una forma de ver el mundo. Mejor o discutible. No entro en ello. Pero es lo que llevamos dentro, configurando nuestro talante y, sobre todo, siendo la base de nuestra concepción del deber ser. Del bien obrar. Nos enseñaron que todo logro en esta vida pasa por el previo esfuerzo por su conquista. Que los símbolos (himnos, bandera, fiestas) eran indispensables para mantener eso que José Antonio Maravall llamara "lo común", lo que hace nacer primero las patrias y luego las comunidades de convivencia. Que el respeto a los mayores era algo muy positivo, dada su mayor experiencia. Que había cosas, como las llamadas pudor, intimidad o decoro, que condicionaban nuestro hacer en la vida diaria. Que una buena amistad valía mucho más que cualquier tesoro. Que la justicia distributiva estaba, en el mundo de los valores, muy por encima de la mera acumulación de riqueza o de los ascensos sociales conseguidos pisando los derechos ajenos. Que los profesores, las mujeres o los ancianos merecían un respeto especial. Y hasta que había ideales por cuya defensa era loable cierto riesgo de la propia vida. Todo lo dicho estaba y está ahí. Pero, digámoslo claro, en plena decadencia. O al menos, en pleno enfrentamiento con "lo que hoy se lleva". Quienes esos valores defienden corren, a diario, el riesgo de la absurda calificación: franquista, fascista, carcas, abuelos o, simplemente, trasnochados.

Junto, al lado o frente (según las circunstancias) anda ya bien crecida una nueva generación que comienza a practicar su hegemonía en casi todos los terrenos. Y creo que no sin valores. Tienen otros bien distintos a los citados en los que andan envueltos, consciente o inconscientemente. El consumismo (compre-gaste-vuelva a comprar) que ha impuesto la globalización capitalista. El desprecio del valor del esfuerzo personal. La más terrible idea de la continua competitividad. La insolidaridad o, cuanto más, la solidaridad a distancia: se pregona el admitir todo, pero, como se dice en EE UU, "no en mi jardín", no cerca, no a mi lado. Lo diferente cuanto más lejos, mejor. El desprecio a la lectura. El argumento de que todo lo que está en la vida puede y aun debe estar en la calle: nada de pudor. El todo vale.

Y, claro está, como la globalización capitalista no tiene nada de tonta, cuando se intenta el diálogo o la comprensión, la batería de respuestas está ya previamente preparada. ¿Por qué el esfuerzo si lo que se nos anuncia es la rapidez y el cultivo del ocio? ¿Quién garantiza que los mayores saben más o están en lo cierto por el simple paso del tiempo? ¿Por qué un pequeño detalle hacia la mujer si resulta que somos iguales y ya hasta desempeñan funciones militares? ¿Por qué conservar lo bueno si lo que impera es el cambio, que, se dice, es lo mejor en sí? ¿Por qué el respeto a la vida si resulta bueno "ofrecerla" por eso o por aquello? ¡Si hay un himno en el que se dice ser "el novio de la muerte"! ¡Si los primeros cristianos la ofrecían en defensa de un credo religioso!

El diálogo se hace muy difícil en la mayoría de los casos. Y así aparecen los problemas entre padres e hijos, entre profesores y alumnos (por cierto, perdón: estudiantes), si hemos convertido la "autonomía" en un principio básico y nadie puede fijar sus límites, si la bandera para unos es un gran símbolo unitivo y para otros no pasa de ser un trapo, si lo de la Patria es un camelo vacío de contenido para unos y algo muy importante para otros, si a unos les preocupa y hasta les duele España y para otros basta con una aspirina para que ese dolor desaparezca y el auténtico problema es poder pagar el plazo del urgente pisito "para conseguir la independencia de los padres". Y tantos y tantos ejemplos más.

No creo desorbitado afirmar que los primeramente citados, la generación de la posguerra, resulta la más perjudicada en este dilema. Estamos ante una "generación bisagra". Por un lado, lo que heredamos y fomentamos, que, a mi entender, vaciados los ingredientes autoritarios, puede configurar una completa escala de valores que a nada debe temer. Y, por otro, una generación que empuja, con pasos cada día más firmes y veloces, pero a la que nos cuesta mucho trabajo entender en lo que piensan y en cómo actúan. Desde un punto de vista no clasista, sino específicamente ideológico, también puede que estemos ante la nueva y actual versión de las dos Españas. Dios quiera que ni una ni otra se acuerden de la violencia para imponer su reinado. Con toda la carga de utopía que este deseo pueda tener.