A propósito de memorias

Se dicen que las Memorias, que son los libros de las vidas de quienes los escriben. Y en ese sentido cabe preguntarse sobre la diferencia entre memorias, diarios, biografías y autobiografías, que se refieren a experiencias vitales de personajes de más o menos interés, aunque con formatos y enfoques diferentes.

Para empezar, los diarios, surgen de anotaciones cotidianas, hechas día a día; casi siempre de manera minuciosa y sin suficiente reflexión sobre el momento, por lo instantáneo de su registro. Y a veces son revelaciones intimistas, como sucedió con el gran Diario de Amiel, un caso estudiado a fondo por el Dr. Marañón. En tanto que en otras ocasiones se escriben en clave política, como le sucedió al Conde Ciano. Pudiendo decirse que Amiel vivió para escribir, en auténtica obsesión; en tanto que Ciano murió por lo que escribió, en ejecución ordenada por su suegro, Mussolini.

En segundo término, la biografía ya se sabe que es la narración de una vida, hecha por un autor sobre una persona que desempeñó, en algún momento, un papel protagonista. Y de las biografías que conozco, pondría a un máximo nivel la de Allan Bullock sobre el dictador más vesánico de todos los tiempos: «Hitler, un ensayo sobre la tiranía».

En cuanto a la autobiografía es una secuencia de historias más o menos largas, sobre las hazañas, bondades y maldades de la vida de su propio autor. Y si igualmente me pidieran algún título de especial remembranza al respecto, yo citaría a Arthur Koestler; por sus formidables tres volúmenes: Flecha en el azul, El camino hacia Marx, La escritura invisible. Y también en el espacio de los grandes autobiografiantes, citaría a John Kenneth Galbraith, que vivió y trabajó en el entorno del trust de los cerebros; en tiempos del New Deal del presidente Roosevelt, en la década de 1930, cuando se luchaba contra la Gran Depresión, que había convertido la economía norteamericana, y la del resto del mundo, en una auténtica agonía de desempleo y toda clase de miserias.

Y parafraseando a Spielberg, hemos de apreciar, en términos de encuentros en la cuarta fase, las Memorias propiamente dichas. Momento en el que no me resisto a evocar a nuestro inolvidable Pío Baroja: autor de uno de los mejores especímenes del género, que sabiamente tituló «Desde la última vuelta del camino».

¿Y por qué toda esa mezcolanza de ideas y evocaciones literarias? Sencillamente, porque quien firma este artículo también cayó en la tentación, y escribió Más que unas Memorias. En las que se hallan insertas dos partes consecutivas: Años de Aprendizaje, y La Edad de la Razón. En la primera, casi obviamente, guiado por la narrativa alemana de los tiempos de Johann Wolfgang Goethe y de Friedrich Schiller y, sobre todo, de Hermann Hesse (por su «Narciso y Goldmundo»), en lo que se llama la literatura del Wanderung. Esto es, de la andadura vital que se recorre con mayor o menor fortuna en los años de esfuerzos de aprender para saber. En tanto que el subtítulo de la segunda parte de Más que unas Memorias, La Edad de la Razón, es un préstamo Jean Paul Sartre, de su gran tetralogía: Los caminos de la libertad, La edad de la razón, El aplazamiento, y La muerte en el alma. Por lo demás, sobre Más que unas Memorias, cabría decir que en sus diversos pasajes «no son todos los que están, ni están todos los que son». Una frase que siempre me pareció ingeniosa y un tanto enigmática, y que se aplica aquí, porque unas Memorias, pueden ser más o menos desmemoriadas; aunque, eso sí, lo que en ellas se cuenta, debe haber ocurrido realmente, pues para los casos de no ficción, o ficción, restantes, ya están otros géneros, como son el ensayo y la novela.

Y antes de terminar querría relacionar las casi 800 páginas de Más que unas Memorias, con un libro que siempre inspira a cualquier escritor; y señaladamente, según dicen, a los economistas: «Alicia en el país de las maravillas», de Lewis Carrol. Donde, entre otras muchas cosas, Alicia nos dice aquello tan estupendo de que «¿Para qué sirve un libro que no tiene estampas y diálogos?». Una observación que yo nunca olvidé.

Ramón Tamames, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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