A propósito de Trump

La derrota de Trump ha producido en muchos europeos, y aparentemente en todos los españoles que se expresan en los medios, una mezcla de alivio y frustración. Alivio, porque se ha entendido que Trump era nefasto. Frustración, por lo apretado del resultado. El 41 por ciento de los encuestados a pie de urna afirmó que la gestión de la pandemia había sido determinante en su voto, de donde se colige que los errores cometidos por Trump para atajar al virus son los que verdaderamente han dado a Biden la victoria. ¿Cómo explicarse que el pueblo americano no se haya pronunciado con más contundencia contra un señor inequívocamente impresentable? ¿Ejerce Trump una atracción maléfica sobre los ciudadanos de aquel país? ¿Son el 47 y pico de los estadounidenses vesánicos o imbéciles?

Los reflejos convulsivos (el insulto, el estornudo, el vómito) son comprensibles, incluso beneficiosos, cuando se trata de descargar una tensión que amenaza la salud. Pero no deben reemplazar a la reflexión inteligente. Es necesario preguntarse por qué Trump ha perdido por los pelos, así como habría sido necesario, hace cuatro años, investigar las razones de que se impusiera a Hillary Clinton. Los analistas han enumerado varias de las causas que fragilizan al Partido Demócrata: pérdida de su electorado tradicional (en esencia, clase obrera blanca), confusión interna (los globalistas urbanos y de ingresos altos conviven con minorías étnicas mal situadas en el ranking de renta) y caos ideológico (las políticas de identidad agregan y simultáneamente separan, lo mismo a lo largo del eje racial que de género). De estos factores, el que considero más relevante desde una perspectiva no específicamente americana, es el primero: la globalización inspirada en el consenso de Washington ha enriquecido a algunos y precarizado social y económicamente a estratos considerables de la población en los EE.UU. y Europa. También ha ejercido un papel el cambio tecnológico, desde luego. Sin la tecnología nueva, la globalización no hubiera sido posible. Sea como fuere, las cifras hablan claro. En EE.UU., en el 2004, la riqueza neta total del 10 por ciento más rico era 27,4 veces mayor que la riqueza neta total del 50 por ciento menos rico; en el 2019, esta proporción (o desproporción) había pasado al 51,4. En España no llegamos ni mucho menos a tanto, pero tampoco está el horno para bollos. En el 2002, la riqueza neta del 10 por ciento de los hogares españoles más ricos era 3,3 mayor que la riqueza neta del 50 por ciento menos rico; quince años después, el desequilibrio se situaba en el 7,6.

Las situaciones se perciben mejor cuando se concretan. Las nuevas cadenas de valor dislocan a las grandes compañías en dos tramos: la producción se realiza en países de renta baja, en tanto que la investigación, la publicidad y las finanzas permanecen surtas en el país correspondiente al domicilio social de la industria de turno. Haciendo balance, los empleados y ejecutivos que se quedan en casa ganan cantidades asombrosas de dinero mientras muchos de sus connacionales pierden su antiguo empleo y se deslizan hacia abajo. Debo a Julio Aramberri, mi fuente de información para muchas cosas, el siguiente, abracadabrante dato: una familia de cuatro personas que resida en San Francisco y reúna 117.000 dólares anuales tiene derecho a obtener ayudas del Gobierno federal para el pago del alquiler, puesto que figura en el grupo de ingresos bajos. Simultáneamente, la tasa de pobreza de California es la mayor de la nación.

¿Significa todo esto que la globalización ha salido mal? No. Ha sacado del hambre a miles de millones de personas que, en casos como el chino, se dirigen con premura a un horizonte de claro bienestar económico. Al tiempo, ha desestabilizado a Occidente, promoviendo una ola de populismo rampante. Un ángel ecuánime que observara el mundo desde la esfera de las estrellas fijas, concluiría que el balance es positivo, dado que la utilidad ganada por los favorecidos es mayor por individuo, y alcanza a más gente, que la perdida por los que se han quedado bailando con la más fea. Ahora bien, si usted se consideraba de clase media y ahora descubre que no lo es, es improbable que pueda atender a semejante razonamiento en santa paciencia. Sobre todo, cuando lo escucha de un economista o un gurú de la información al sueldo de los ricos (por cierto, los ejecutivos y periodistas vinculados a las grandes tecnológicas son, en los EE.UU., de simpatía abrumadoramente demócrata). No debería sorprendernos que salga a escena un tipo poco recomendable, aunque desenganchado del statu quo, y levante adhesiones. Ocurrió en los veinte y los treinta. Y no tiene, con permiso de Fukuyama, por qué no ocurrir ahora.

En España hemos asistido a un hecho que guarda una analogía remota pero significativa con el fenómeno Trump. Nuestro pseudo Trump doméstico es… Unidas Podemos. El subidón de Podemos se verifica en 2015, por efecto en diferido de la crisis de 2008-2010. Intervinieron, sin embargo, otros factores, menos evidentes y en cierto modo más interesantes. Fue decisivo, para el éxito de la formación, el apoyo masivo de médicos, profesores y funcionarios. Estos colectivos, en tanto que dependientes salarialmente del Estado, habían sufrido en mucho menor medida que la media las consecuencias devastadoras de la Gran Recesión. No obstante, cultivaban agravios de índole moral y/o económica de larga data. Lo segundo es innegable en el caso de los médicos, muy mal pagados (un médico español cobra la mitad que su contraparte portuguesa). Pero el punto clave es el estatus. El personal docente y los funcionarios sentían que su perfil público se encontraba amenazado, no solo por la mengua relativa de renta sino también porque el curso que había tomado la sociedad durante los últimos decenios les restaba aura y prestigio. En un momento crítico decidieron darle una patada a la vajilla y votaron, más que por un partido que en realidad no conocían, contra la propia sociedad que les había vuelto la espalda.

El populismo es la señal indefectible de malestares hondos, que unas veces se superan y otras dan al traste con la democracia o lo que se ponga por delante. El mayor error de los llamados «neoliberales», una expresión local y maniática del liberalismo, ha sido suponer que el mercado, por sí solo, sirve para articular una sociedad. No es así. La potencia revulsiva del mercado hace y también deshace, y si vienen mal dadas, deshace más de lo que hace. Desconocemos si, en este caso, la moneda caerá de cara.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

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