A propósito de una carta desafortunada

El proceso de reconocimiento, conquista y colonización del continente americano desencadenado a partir de 1492 fue sumamente complejo y dilatado en el tiempo y, por lo tanto, no puede ser sometido a una lectura simplista y simplificadora, dado que son múltiples las lecturas que pueden hacerse sobre sus diversos sentidos y significados, como múltiples fueron los actores que lo protagonizaron: navegantes marineros, funcionarios reales, empresarios, hombres de guerra, religiosos de las distintas órdenes, mujeres que cruzaron el océano junto con sus maridos, esclavos africanos, grupos indígenas, encomenderos. Nuestro conocimiento sobre ese largo proceso está mediado, además, por las fuentes de que disponemos -poseedoras todas ellas de una intencionalidad y escritas desde un lugar de enunciación particular- y por la distancia de cinco siglos que existe entre aquellos años y el momento actual.

A ello debe sumarse el hecho de que a lo largo del siglo XIX, tanto en México como en España, el discurso histórico fue empleado como un instrumento fundamental en la construcción de la Nación y de las identidades nacionales contemporáneas. El relato historiográfico nacional, a diferencia de la historiografía científica cultivada por los historiadores profesionales, se caracterizaba por la búsqueda de las esencias nacionales que se mantendrían inmutables a lo largo de los siglos y entendía la interacción entre los distintos grupos humanos como relaciones o conflictos entre naciones. La conquista de América, en consecuencia, fue reinterpretada en el siglo XIX -a ambos lados del Atlántico- en clave nacionalista y si para la historiografía española aquellos acontecimientos representaban un momento de gloria y esplendor en el que España había llevado su acción civilizadora allende el océano, para la historiografía mexicana esos hechos representaban la destrucción de una civilización floreciente que vivía en una especie de paraíso terrenal. La carta que el presidente de México envió al rey de España se nutre de esa visión distorsionada del pasado, como se nutren también las respuestas viscerales de ciertos líderes políticos y de opinión expresadas a ambos lados del mar. Frente al ruido mediático, es imprescindible abrir un espacio a la reflexión sosegada y no caer en simplificaciones.

Ciertamente, el hecho de que un jefe de Estado pida a otro una disculpa pública por acontecimientos que ocurrieron hace cinco siglos, cuando ninguno de esas naciones existía, es un sin sentido. Las iniciativas de este signo que han sido protagonizadas por los mandatarios de Alemania, Francia o Canadá tienen razón de ser, precisamente, porque hay un reconocimiento de la responsabilidad por parte de quien ejecutó la acción deplorable y la posibilidad de que la víctima reciba esa disculpa, ofrezca su perdón y a partir de ahí se genere una reconciliación y se construya un horizonte de expectativa distinto de signo positivo y esperanzador. En 1519 ni México ni España existían como naciones, pero fue precisamente a raíz de la proyección de las experiencias de distinto signo -políticas, militares, económicas, culturales, religiosas, espirituales, ideológicas y artísticas- desarrolladas en el espacio mediterráneo a lo largo de la baja Edad Media sobre los espacios atlánticos que se conformó la Monarquía Hispánica, una entidad geopolítica de dimensiones planetarias conformada por distintos territorios y con múltiples centros de poder (Madrid, Lima, México) en la que personas, capitales financieros, ideas, manufacturas, productos naturales, obras de arte y objetos de lujo, entre otros, circularon con enorme rapidez en ambas direcciones, generando gustos comunes, una identidad cultural compartida y un complejo entramado político que se estructuraba en torno a la figura del monarca, un soberano ausente de la mayoría de sus dominios pero que se hacía presente a través de sus representantes -funcionarios y autoridades de todos los niveles- de la propaganda, de la arquitectura y de las artes plásticas.

Cuando se estudia el pasado es imperativo no proyectar sobre los tiempos pretéritos los valores y categorías del tiempo desde el que se escribe. La historia como disciplina humanística no tiene como tarea juzgar, ni condenar, ni absolver, sino, por el contrario, debe explicar los procesos históricos y las actuaciones de las personas que vivieron en otros tiempos en función de sus propios marcos referenciales; por ello no puede emplearse, por ejemplo, el concepto de genocidio para explicar la mortandad de las poblaciones americanas en el siglo XVI, pues es propio del siglo XX, así como tampoco puede decirse que los pueblos indígenas eran bárbaros porque practicaban el sacrificio ritual, pues la noción de barbarie es una categoría cultural que tiene su propia historicidad y que se ha empleado a lo largo de los siglos como un mecanismo para deshumanizar al enemigo y, en consecuencia, legitimar su dominación.

La carta del presidente de México obedece sin duda a una visión sesgada y deformada del pasado, como también aquellas reacciones que han reivindicado la acción civilizadora de España desconociendo que en Mesoamérica existían sociedades complejas que habían desarrollado una cultura original a lo largo de dos milenios de historia. Este desafortunado episodio abre, no obstante, una ventana de oportunidad para que los habitantes de ambas orillas del Atlántico volvamos a reflexionar sobre nuestra identidad compartida; para revalorar el papel que debe concederse al cultivo de la disciplina histórica en las universidades y en la educación primaria y secundaria; para abandonar las explicaciones simplistas, maniqueas y eurocéntricas del devenir histórico; para que se ponga de manifiesto la complejidad de la conquista y la multiplicidad de sus actores; para que los gobiernos de los países latinoamericanos acaben con las condiciones de marginalidad y pobreza en las que se hallan sumidos la mayoría de los pueblos originarios, respetando a la vez sus tradiciones, costumbres y formas de organización social y gobernanza; para que los gobiernos de nuestros países hagan un esfuerzo añadido por conservar y difundir nuestro valioso patrimonio documental; para incrementar las acciones de cooperación científica y cultural y, en suma, para que mexicanos (y americanos en general) y españoles sigamos construyendo caminos de ida y vuelta y nos conozcamos mejor. Porque América no puede entenderse sin España, pero España tampoco puede entenderse sin América. La reconciliación no debería ser en este sentido entre México y España, sino con nuestra propia historia.

Martín F Ríos Saloma, del Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México.

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