A Putin se le pone cara de Sadam Husein

Hasta el discurso de Vladímir Putin de este miércoles, con el que el líder ruso anunció la movilización de decenas de cientos de miles de reservistas, las capitales de la Alianza Atlántica parecían disfrutar de una ola de optimismo sin precedentes en los pasados meses de guerra en Ucrania.

Los recientes éxitos militares de Kiev habían alimentado las expectativas de que el conflicto concluyera antes de lo esperado y de que se produjese el regreso a la tan ansiada normalidad.

El guion que alimentaba estas esperanzas partía del supuesto de que Ucrania podía encadenar una serie de éxitos militares que expulsaran a Moscú de su territorio, y terminaba con la previsión de que este fracaso bélico desembocase en la caída de Putin y su reemplazo por un líder dispuesto a aceptar una Ucrania prooccidental. Quién sabe si favorable a una apertura democrática.

Las medidas anunciadas por el presidente ruso hacen añicos estas previsiones y colocan a la OTAN ante la perspectiva de una guerra más larga y más peligrosa.

La decisión de celebrar referendos amañados en los territorios ucranianos bajo ocupación del Kremlin rusifica estos territorios y crea la coartada perfecta para que Putin embarque a Rusia en una escalada bélica. Ya no se trata de una "operación militar especial" para terminar con el "secesionismo ucraniano", sino de una "guerra patriótica" para salvar el territorio nacional ruso de una invasión.

Así las cosas, el decorado político está listo para justificar la movilización nacional, extender el conflicto más allá de las fronteras de Ucrania y, llegado el caso, recurrir al empleo de armas nucleares tácticas. Se trata de una opción, esta última, que la doctrina militar rusa contempla con naturalidad cuando se trata de hacer frente a un adversario con fuerzas convencionales superiores que amenaza los intereses esenciales de Rusia.

En consecuencia, es una alternativa que ha estado sobre la mesa desde el comienzo de la guerra.

La carambola estratégica que animaba a algunos a vaticinar la victoria ucraniana y la caída de Putin en apenas unos meses siempre ha tenido más de deseo bienintencionado que de análisis riguroso.

No cabe duda de que Ucrania ha demostrado su capacidad para realizar operaciones ofensivas a gran escala. Y Rusia ha confirmado que las debilidades de sus fuerzas armadas no son problemas específicos relativos a la gestión de la Inteligencia o el proceso de planeamiento de la campaña, sino fallas estructurales de todo el sistema militar que sólo podrán ser superadas con una inversión masiva de tiempo y dinero.

Ambos son bienes escasos en el Kremlin en estos días.

En otras palabras, Putin ha aprendido de la peor manera posible que va a tener que librar la guerra con el aparato de defensa que tiene y que los problemas a los que se enfrenta no se resolverán con el despido de unos pocos generales.

Esto ha colocado al inquilino del Kremlin ante una única alternativa. La de enterrar más recursos y asumir más riesgos, ya no para ganar la guerra, sino para alargarla a la espera de que un giro de los acontecimientos le ofrezca una salida aceptable. Tal vez un acuerdo negociado que le ayude a enmascarar el fracaso.

Desde luego, el límite de esta opción descansa en la tolerancia de la sociedad rusa a ver cómo sus jóvenes se consumen en una guerra sin perspectivas de victoria y la capacidad del Kremlin para controlar potenciales focos de disidencia.

Sin embargo, ambos factores podrían ser más favorables a Putin de lo que parece a primera vista. La guerra está transformando la sociedad rusa.

Por un lado, las victorias de Kiev y la decisión de anexionarse los territorios ocupados hacen más verosímil la propaganda del Kremlin, que ha presentado a Ucrania como una amenaza existencial para Rusia. En consecuencia, es probable que más ciudadanos rusos se sientan inclinados a respaldar la guerra sencillamente para evitar una derrota demoledora.

Por otro, las sanciones occidentales y la huida de opositores al exterior han diezmado las filas de la disidencia interna y facilitado la consolidación de sectores nacionalistas que apoyan la escalada bélica y que están dispuestos a respaldar un incremento de la represión doméstica.

Más allá de la evolución de la campaña militar en Ucrania, el otro punto clave de la ecuación es que ni siquiera nuevas y más estrepitosas derrotas rusas garantizan la caída de Putin. Y, sin ella, la estabilización de Europa del este parece imposible.

Una y otra vez, la historia ha demostrado que la derrota en el exterior pocas veces conduce al colapso de un régimen autoritario. Ciertamente, hay episodios que animan a creer en esta relación causa-efecto, como la caída de la junta militar argentina en 1983 después de su estrepitosa derrota en las Malvinas.

Pero abundan los ejemplos contrarios. Ahí está el caso de Muamar el Gadafi, que cosechó una larga lista de fracasos militares contra enemigos tan variopintos como Estados Unidos, Francia, Egipto o la oposición ugandesa a Idi Amin. Pero sobrevivió a todos ellos y sólo fue derrocado mucho tiempo después como consecuencia de una intervención internacional que apoyó la rebelión interna.

Más ilustrativo, para el caso de Rusia, podría ser la historia de Irak bajo el régimen de Sadam Husein. Como Putin, Sadam también trató de anexionarse un vecino en 1990 (Kuwait) y embarcó a su país en una guerra que perdió estrepitosamente.

Después de su derrota, el líder iraquí fue capaz de sobrevivir a una rebelión interna, una intervención occidental en el Kurdistán, el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre su territorio y un régimen de sanciones de severidad extrema. Su derrocamiento solamente fue posible casi doce años después, merced a la intervención liderada por Estados Unidos en 2003.

En comparación con el Irak de Sadam, la Rusia de Putin cuenta con ventajas evidentes. Es más grande, más poblada y cuenta con una enorme cantidad de recursos.

Además, el momento unipolar estadounidense del final de la Guerra Fría ha pasado y su control sobre el escenario internacional es mucho más limitado. Rusia puede contar con la complicidad interesada de la República Popular China y asociarse con otros Estados parias, como Irán, Corea del Norte o Venezuela, para eludir las sanciones occidentales.

Por otra parte, Moscú no está buscando desesperadamente construir un arma atómica, como estaba Bagdad en 1990, sino que cuenta con el arsenal nuclear más grande del globo. Dadas las circunstancias, no hay razones para pensar que, si Sadam pudo resistir más de una década de asedio occidental, Putin no pueda sobrepasar esta hazaña.

Resulta también aleccionador recordar el coste de la estrategia de supervivencia de Sadam para Irak. Privado del respaldo de las clases medias y los trabajadores urbanos, el líder iraquí recurrió a los grupos tribales suníes como base de apoyo y alentó la formación de redes criminales con conexiones internacionales para romper el cerco económico de las sanciones.

El resultado fue un progresivo debilitamiento del Estado iraquí, que únicamente necesitó del empellón de la intervención occidental para desintegrarse y dar paso a la anarquía.

Putin ha empezado a recorrer un camino parecido. La recién anunciada movilización será implantada por los líderes regionales de la Federación Rusa, que asumirán la responsabilidad de desarrollar campañas de reclutamiento dentro de sus territorios.

Al mismo tiempo, el Kremlin está usando un entramado de oligarcas, diplomáticos, operadores de inteligencia y grupos criminales para construir una red global que le permita evadir las sanciones internacionales. El resultado va a ser una mezcla de descentralización y criminalización que promete erosionar los frágiles cimientos del Estado ruso y que puede conducir a su desmoronamiento.

Así las cosas, es probable que la guerra en Ucrania se alargue, Putin se aferre al poder y la inestabilidad en Europa del este se haga crónica.

Sin duda, es imperativo que Ucrania gane la guerra. No sólo por su propia supervivencia, sino también por la preservación de la arquitectura de seguridad europea y la necesidad de contener la ola global de autoritarismo. En consecuencia, la asistencia militar y económica occidental a Kiev debe mantenerse.

Pero, además, es fundamental que Estados Unidos y Europa se preparen para asumir el precio de la confrontación. No se trata del desajuste de la inflación o la escasez energética que podría atenazar al Viejo Continente este invierno.

De forma inmediata, es necesario construir una estrategia para disuadir a Rusia de recurrir al arma nuclear cuando, como parece inevitable, las cosas se le pongan todavía más difíciles sobre el campo de batalla.

Con vistas a un futuro más distante, resulta igualmente importante prepararse para la inevitable lluvia de cascotes que puede traer consigo el derrumbe del Estado ruso a medida que el desgaste bélico y las sanciones económicas carcoman sus cimientos.

Con autoridad sobre 17 millones de kilómetros cuadrados y un arsenal de 6.000 cabezas nucleares, frustrar la agresión del Kremlin resulta tan decisivo para el futuro de Europa como gestionar su posible desmoronamiento tras la derrota. Para hacer frente a estos desafíos, el primer paso imprescindible es aceptar que aquello que una vez se llamó normalidad ha dejado de existir para siempre.

Román D. Ortiz es analista principal del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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