A qué huele Benzemá o dónde se esconde la verdad

Desde que estalló la pandemia, la verdad se ha independizado cada vez más de las palabras. Hasta el punto de que Pablo Casado puede hacer un discurso brillante contra Vox a pesar de que ni su pasado reciente ni las posiciones políticas que viene defendiendo pueden legitimar lo que dice. Es como escuchar los votos de fidelidad de un novio en el altar sabiendo que se acaba de tirar a la mejor amiga de la novia en el baño. Lo asombroso es además que Casado ha recibido una ovación emocionada en el Congreso. Muchos hasta se lo han creído, estoy segura. Igual que muchos aplaudirían al novio aunque lo hubieran escuchado jadear en el servicio quince minutos antes.

Evidentemente, el problema no es Pablo Casado, él no es más que otro síntoma de una decadencia más profunda. Lo realmente preocupante es que la verdad cabalga ya tan lejos de nuestra realidad política y social que ni la vemos ni la recordamos. Diré más, ya ni siquiera la echamos de menos.

La verdad siempre ha caminado al borde de un precipicio, ese filo donde la palabra ni quiere ni puede ni sabe mentir. Recuerdo que antes de esta pandemia la verdad estallaba como fuegos artificiales en torno a distintas fronteras. Era colorida y alegre, anidaba en nuestras brechas y se abría paso en las calles, en los periódicos, en las redes sociales y en la vida. Tal era su fuerza. Porque antes de la pandemia, la frontera era terreno fértil. Después vino esta pobreza. Y no me refiero a la económica sino a una miseria intelectual tan aguda y tan triste que ya no nos queda verdad ni herida a la que agarrarnos.

Debemos recuperar nuestras heridas, todas nuestras fronteras, nuestras palabras y hasta nuestros problemas de antes. Entonces volveremos a sentir ese aroma fresco y seductor

Recuerdo por ejemplo que teníamos la frontera del cuerpo en carne viva, igual que la del género y que allí se peleaba y se luchaba a brazo partido. Estaba la frontera de la naturaleza, el debate y la aspiración genuina de una vida más sostenible. Y aquella verdad se abría paso en los colegios, en las papeleras de reciclaje de las casas y hasta en las trenzas de Greta Thunberg. Se abría paso a codazos, pero también con ilusión y con la legitimidad de los hechos. Teníamos las fronteras territoriales, quizás los abismos más grandes. Quién nos iba a decir que llegaríamos a echarlos de menos. Hablábamos mucho de nacionalismo —que era aburrido y poco estimulante— pero también de la inmigración y de todos los posibles modelos de sociedad que se disparaban a partir de nuestra manera de articular esa línea en el futuro. También teníamos la frontera de la familia moderna, entendida como institución pero también, quizás por vez primera, como renuncia. Todas las parejas de mi generación hablaban en sus salones —aunque fuera en broma—de abrir o no su relación. Y a veces actuaban en los bares. ¿Se acuerdan de cuándo había bares?

Nuestras fronteras eran la tecnología, el dinero, la familia, el género, el cuerpo, la naturaleza, la familia, la ciudad, la superpoblación, el hambre, la felicidad, el trabajo, hasta el teletrabajo, la reproducción… Y allí las palabras florecían y la verdad se abría paso, llena de matices y hasta de contradicciones que es como más guapa está. Pero de pronto cayó el velo de la mediocridad, la estupidez y la mentira fanfarrona y descarnada. No estoy hablando de posverdad, más quisiera. Estoy hablando de borrar todas las fronteras que nos hacían humanos y sobre las que podíamos pensar para centrarnos en una sola herida: la de la covid-19. La frontera sobre la que menos sabemos y el espacio más fértil de todos para la mentira. El virus se ha convertido en protagonista indiscutible y solitario de cualquier debate social. Eso quiere decir que todo el mundo está hablando de lo que no sabe hasta el punto de que la verdad se considera en este momento algo inalcanzable, incluso imposible e inexistente. A lo mejor la verdad ya no existe ni en la imaginación. Y eso se ha contagiado a todas las esferas. Tanto que no hace ninguna falta decir la verdad, ni siquiera rozarla, para hacer política, para gobernar o para gestionar una crisis. Ni está ni se la espera.

En un momento así, echo tanto de menos la verdad que me he puesto a buscarla por todas partes. Alguien tiene que quedar en algún lugar, inocente, me digo. Y entonces me encuentro como agua fresca las declaraciones de Fali, el capitán del Cádiz, después de la impensable victoria de su equipo ante el Real Madrid. El jugador explicó en El Larguero lo bien que olía Karim Benzemá. Lo contó con un asombro casi de niño, porque la felicidad y la victoria también son una frontera. Es mentira que solo exista la muerte, eso es otra de las mentiras que ha traído la covid. Entonces va Fali y cuenta lo mucho que le sorprendió al enfrentarse al Madrid “lo bien que olían todos”. Pero especialmente Benzemá. “Joe, Karim Benzema… cuando corría este tío salía un aroma a perfume”. Olía tan gloriosamente bien que un momento del partido Fali tuvo que hacerlo. Se volvió hacia Benzemá y se lo preguntó: “Karim ¿qué perfume usas tío? Me miró como si fuese tonto”, relató Fali.

Para mí en cambio es un genio. La sorpresa del perfume y de la vida. Me hizo recordar que la verdad también tiene olor y sabor y carne. Está viva, a veces es torpe, pero existe y nos habita. Entonces me pregunté a qué huele el discurso de Casado, a qué huele la prensa últimamente. A qué olemos nosotros hablando una y otra vez de lo mismo. Y sé, sin lugar a dudas, que nuestro aroma no es el de Benzemá, más quisiéramos. Debemos recuperar nuestras heridas, todas nuestras fronteras, nuestras palabras y hasta nuestros problemas de antes. Entonces volveremos a sentir ese aroma fresco y seductor. Es el olor de la vida. Cabalguen sus fronteras y recuerden que la verdad no deja de existir por mucho que todo apeste a mentira.

Nuria Labari es periodista y escritora.

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