¿A quién debe beneficiar una ley?

Este artículo está escrito por un filósofo y por un abogado. La colaboración entre la filosofía y expertos en otras disciplinas debería ser más frecuente, para poder unir la visión sistemática con los conocimientos especializados. Para comprender cualquier cambio en los asuntos humanos, los clásicos se preguntaban 'cui prodest?' -'¿a quién beneficia?'- Por lo que respecta a las leyes, la pregunta adecuada sería: ¿a quién deberían beneficiar? Por supuesto, en un ordenamiento legal justo, las leyes deben beneficiar a la comunidad, puesto que sirven para regular comportamientos y resolver conflictos, pero en particular deben beneficiar a las víctimas de cualquier suceso, es decir, a la parte inocente que sufre las consecuencias de un hecho. Ahora es el momento de pasar de la categoría al caso. El pasado verano, más concretamente el 1 de julio de 2015, se aprobó la reforma del Código Penal español. Durante semanas asistimos en los medios a un intenso debate acerca de una de las novedades que introducía dicha reforma y que generaba una ferviente polémica: la prisión permanente revisable. Esto supuso que se dejaran de lado algunas de las otras novedades que la reforma introducía. Entre estas cuestiones se encontraba algo que a los profanos podría parecerles de interés menor: la desaparición de las faltas que, a partir de ese momento, pasaban a ser delitos graduables en función de su gravedad.

Los juicios de faltas eran la vía legal por la que se venían reclamando la mayoría de las indemnizaciones derivadas de los accidentes de tráfico con daños personales, es decir, en los que se hubieran producido lesiones en alguno de los implicados. Esta vía ofrecía la posibilidad de reclamar sin coste alguno para el perjudicado, lo que es una cuestión de lógica y de Justicia. No es de recibo que una persona haya sufrido un acontecimiento cuando menos desagradable, casi siempre traumático, sin mediar culpa por su parte y que para obtener la indemnidad del daño -es lo que se conoce como devolver al perjudicado a la situación anterior al accidente; es decir, devolverle a la situación en la que se encontraba antes de sufrir el accidente, como si éste nunca se hubiera producido- tenga que asumir costes judiciales, que huelga decir que no todo el mundo puede asumir y menos en el momento económico en el que nos encontramos en la actualidad.

De conformidad con lo anterior, la única vía judicial que le queda a las víctimas de accidentes de tráfico es la civil, que conlleva gastos tales como apoderamientos notariales, el contrato de los servicios de un procurador, de un abogado..., así como el pago a un médico experto para que realice un informe médico pericial. Todo ello sin olvidar que en determinados supuestos se correrá el riesgo de que le sean impuestas las costas del procedimiento.

Este cambio que, como afirmábamos al principio de este artículo, ha pasado desapercibido, supone una clara despenalización de los accidentes de tráfico, o de la mayoría de ellos.

Según la nueva regulación, quedará al arbitrio de los jueces el admitir a trámite o no una denuncia, en función de la gravedad del accidente. Teniendo en cuenta que la mencionada reforma nace de una petición de los propios jueces de instrucción, cuyo fin no es otro que aligerar de manera considerable sus concurridas agendas, es evidente que el criterio que van a adoptar -y están adoptando de facto- será el de imponer unos requisitos demasiado exigentes para la mayoría de los accidentes, cuyas denuncias serán rechazadas y el asunto archivado de manera automática. Esto es ya una realidad, realidad que están sufriendo muchos perjudicados en accidentes de tráfico y de la que ya se están quejando algunas asociaciones de víctimas, asociaciones de distintos colectivos como las de ciclistas y de profesionales del sector, pues se están presentando denuncias en los juzgados; y éstos, sin hacer previamente la más mínima labor de investigación, las están archivando de manera sistemática.

Puede deducirse fácilmente tras lo expuesto que las víctimas de la mayoría de los accidentes de tráfico (los que no son graves) tienen las puertas cerradas a la hora de reclamar judicialmente la correspondiente indemnización. Al tener cerrada esta vía y no poder acudir a la vía alternativa (la vía civil), pues en ocasiones los gastos mencionados son iguales o superiores a la cantidad que se pretende reclamar, se les está negando claramente la posibilidad de acudir a la Justicia, obligándoles con esto a llegar a un acuerdo extrajudicial con las compañías de seguros (lo que deja de ser un acuerdo para convertirse en una imposición). Las compañías, lejos de cumplir con la función social que se les exige por imperativo legal, y velar porque las indemnizaciones sean justas, razonables y proporcionales al daño causado, se están aprovechando de este desamparo judicial y ofrecen cantidades ridículas (a veces insultantes), sabiendo que el perjudicado tiene las manos atadas y que no tiene otra alternativa que aceptar la cantidad que se les ofrezca, sea cual sea ésta. Esto supone que las víctimas no sólo no alcanzan la indemnidad, sino que tienen que asumir gastos de diversa índole (de carácter médico, de desplazamiento, lucro cesante, etcétera) que no van a ser reembolsados. Y, lo más importante, padecen lesiones temporales o permanentes con las que tendrán que convivir y que no han sido resarcidas como deberían. En resumen, no sólo no se obtiene la indemnidad del daño, sino que se acaba pagando por un daño del que uno no tiene ninguna culpa.

Los argumentos esgrimidos para justificar la aprobación de esta reforma son: que el Derecho penal sólo 'debe entrar en acción' en supuestos de especial gravedad, así como que las conductas imprudentes que suelen provocar los accidentes de tráfico no merecen el reproche o condena penal. Si bien el primer argumento puede ser válido sobre el papel, el segundo cae por su propio peso, toda vez que la condena por sentencia firme en un juicio de faltas no conlleva la aplicación de antecedentes penales para el causante, ni supone para él la pérdida de puntos del carné de conducir, ni pena privativa de libertad o sustitutiva, tan solo conlleva la imposición de una multa pecuniaria que en la mayoría de los casos es prácticamente simbólica. En definitiva, esto no parece demostrar que nuestro Código Penal ya derogado castigara en exceso este tipo de conductas imprudentes, como es lógico por otra parte. Aunque el primer argumento fuera válido, esto tampoco puede suponer que por este motivo se cierre la puerta a la Justicia a miles de personas que se ven afectadas diariamente por accidentes de tráfico.

Es digno de mención el hecho de que se archiven estos asuntos por no revestir especial gravedad y, por tanto, no ser 'merecedores' de amparo judicial y que, por el contrario, en el caso de que se hayan producido unos daños físicos de mínima consideración en una agresión física o incluso la simple agresión verbal (que por fortuna no acarrea daños físicos), no sólo se sustancian en la inmensa mayoría de los casos por la vía penal, sino que su consideración es casi siempre de delito. Es decir, permanecer tres meses de baja laboral y en tratamiento médico como consecuencia de un accidente de tráfico no merece amparo judicial penal, pero los insultos cruzados entre vecinos o una agresión en la que se han producido daños físicos mínimos sí merece esta protección. Parece más bien responder a motivos de distinta naturaleza que los que se han aducido para aprobar esta reforma.

Es fácil contestar en este caso a esta pregunta: ¿A quién beneficia esta ley? A las compañías aseguradoras. Creemos que debería buscarse alguna solución legal para no dejar indefensas a las víctimas de sucesos que, aunque tal vez puedan parecer pequeños a un observador lejano, pueden resultar muy lesivos para las personas.

José Antonio Marina es filósofo y Pablo Quiroga es abogado en ejercicio.

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