¿A quién le importa?

El miércoles se produjo un punto de inflexión en la búsqueda de la verdad del 11-M. La negativa de C-65 y J-70, las dos testigos protegidas que declararon contra Zougam, a contestar a las preguntas de la juez que instruye la causa abierta contra ellas por falso testimonio debería llevarlas al banquillo y abrir el camino hacia un juicio de revisión para el único condenado como autor material de la masacre.

Todo imputado tiene derecho a callar y era hasta cierto punto previsible que estas dos ciudadanas rumanas rehusaran responder al abogado del marroquí sentenciado a 42.000 años de cárcel que ahora les acusa de mentir para obtener un beneficio económico. Pero la extensión de su hermético silencio a las preguntas de la fiscal y de la propia juez del caso sólo puede interpretarse como miedo a incurrir en contradicciones o incapacidad de despejar las dudas que los datos descubiertos por EL MUNDO suscitan sobre su credibilidad.

Si alguien debería colaborar siempre con la Justicia es quien pone por delante su condición de víctima del terrorismo, quien ha cobrado dinero por ello, quien sigue manteniendo un status que le permite ocultar su identidad y quien ha tenido un papel determinante en una condena de la envergadura de la de Zougam. Si tan seguras estaban de haberle visto en los trenes y nada tuvieran que ocultar respecto a las motivaciones de su testimonio, se prestarían a despejar cualquier sombra de sospecha mediante las aclaraciones oportunas que apuntalarían así la sentencia de Bermúdez.

En lugar de hacerlo el abogado de ambas se ha limitado a aportar una fotografía en la que se reconoce con facilidad a C-65, sentada junto a otras víctimas, en una escalera de la estación de Santa Eugenia poco después de los atentados. J-70 asegura ser la persona de facciones difícilmente identificables que aparece a su lado y como prueba ha entregado a la juez una chaqueta bastante común, parecida a la que se ve en la foto, alegando que era la que llevaba el 11-M.

EL MUNDO dispone de esa imagen toda vez que la propia J-70 nos habló en su día de ella, explicando que la había presentado ante el tribunal evaluador del Ministerio del Interior, en la fase de alegaciones, tras haber sido rechazada por primera vez como víctima. Tanto si este extremo es cierto como si no, el hecho acreditado es que el 27 de enero de 2005 ella recibió la notificación de que quedaba definitivamente excluida al no haberse apreciado «ni la existencia de lesión indemnizable… ni la necesaria relación de causalidad con el hecho terrorista».

La cuestión sustancial no es si J-70 iba o no iba en el tren sino que el Ministerio del Interior llegó a la conclusión de que no iba y sólo entonces, once días después de ver desvanecerse el dinero y los papeles anejos a la condición de víctima, once meses después de sucedidos los atentados, ella se presenta en la Audiencia Nacional y asegura haber visto en el tren al mismo Zougam cuya fotografía carcelaria había circulado con profusión desde el 13-M en que fue detenido.

Es evidente que si esta circunstancia se hubiera conocido durante el juicio oral la credibilidad de su testimonio se hubiera desmoronado como un castillo de naipes. ¿Por qué J-70 no se ha prestado a explicar ahora toda esa peripecia a la juez Belén Sánchez? ¿Por qué C-65 no ha querido aclarar su aparición tras la masacre en el consulado de Rumania en Madrid con una tercera compatriota, asegurando que era la que le acompañaba en el tren, o el hecho de que su propio marido declarara viajar en un vagón distinto al suyo, en compañía de un cuñado al que también se denegó la condición de víctima?

Si antes he dejado en el aire que la foto de marras fuera entregada o no al Ministerio, como nos dijo J-70, es porque la predisposición de ambas a la mentira quedó ya suficientemente acreditada en sede judicial cuando se querellaron, de la mano de la asociación de víctimas que preside Pilar Manjón, contra Casimiro García-Abadillo y Joaquín Manso, acusándoles del delito de coacciones. Lo esencial no es que tanto nuestro vicedirector como el periodista que le ha acompañado en la investigación del caso resultaran absueltos, sino que ese desenlace fuera el resultado de cotejar lo que, según ellas, les habían dicho en una reunión celebrada en una cafetería de El Cortes Inglés y la literalidad de la conversación que EL MUNDO había tenido la precaución de grabar.

Frente a la «muy expresiva declaración –acusatoria- de ambas testigos-denunciantes», el titular del juzgado 38 de Madrid Juan Antonio Sáenz de San Pedro sentenció que «dicha grabación no recoge en absoluto una conversación en la que los denunciados intimidasen u obligasen a la testigo para que colaborase con ellos, contrariamente a lo que la testigo señaló, existiendo, sin embargo, expresiones del tipo de ‘queremos que nos ayudes si puedes; si no, no pasa nada’».

Examinando el recurso de la mentada asociación, la sección segunda de la Audiencia Provincial, presidida por Carmen Compaired, confirmó que «las declaraciones judiciales de los denunciados resultan corroboradas por el contenido de la grabación que la testigo protegido señaló como correspondiente al momento en el que sufrió los más graves ataques contra su libertad», concluyendo que de ello «puede extraerse sin ningún género de dudas la falta absoluta de fundamento para la imputación que se hace a los denunciados».

Por mucho que se trate de procedimientos diferentes, parece lógico que la juez Sánchez tenga en cuenta lo acordado por el juez Sáenz de San Pedro, como todo indica que la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial, que viene supervisando su instrucción, ha debido tener en cuenta lo ratificado por la Sección Segunda. El tribunal presidido por el magistrado Eduardo Jiménez-Clavería acaba de dar un paso clave al indicar a la juez que debe investigar también las circunstancias de la venta de las tarjetas de los móviles supuestamente empleados en el atentado por «su evidente relación con el objeto de este proceso». Esto supone ni más ni menos que considerar la presunta falsedad de las rumanas y la presunción de inocencia de Zougam, destruida en su condena, como vasos comunicantes. Algo que revela un minucioso conocimiento de los hechos por parte de los magistrados y un encomiable deseo de apurar el marco legal de un Estado de Derecho garantista.

La gran paradoja del momento en el que estamos es que los mismos resortes del in dubio pro reo que fueron desactivados por el utilitarismo de Bermúdez en el momento en que debían haber protegido a Zougam, amparan ahora a las dos ciudadanas rumanas al responder de un delito con tanta carga subjetiva como el falso testimonio. Tal vez por eso la Sección Cuarta, consciente de la perplejidad que causa que un terrorista proporcione a su comando algo tan asequible por doquier como unas tarjetas telefónicas, a través de su propia tienda, ha dispuesto que se esclarezca si hay algún elemento que permita convertir su rutinaria venta a través del mostrador en ese intencionado «suministro» que describe la sentencia.

Si Mohamed Bakkali, el socio de Zougam allí presente cuando el dependiente Abderrahim Zbakh atendió a «tres chavales con acento de Tetuán» que pagaron 9 euros por tarjeta, ratifica lo que detalló hace año y medio a este periódico, la instructora sabrá mucho mejor a qué atenerse. Otro tanto cabe decir del registro de los tornos electrónicos del gimnasio que Zougam abandonó cerca de la medianoche anterior al atentado –cuando se suponía que el comando ultimaba los detalles de la masacre, él levantaba pesas–, y de las comunicaciones que viene manteniendo con sus familiares y amigos durante sus casi diez años de prisión.

Doy por hecho que los abnegados –y avispados– abogados de Zougam lograrán que todo esto se incorpore también al procedimiento, pues es muy significativo que quien dijera por teléfono en 2007 «soy inocente, llevo tres años de cárcel por la cara» y se definiera por escrito en 2010 como «un barato chivo expiatorio para mantener las mentiras del 11-M de la manera más vil, cobarde e inhumana», siga declarándose en 2013 «prisionero por culpa de lo que dijeron las falsas testigos».

Pese a que una eventual exoneración de Zougam en un hipotético juicio de revisión no tendría por qué afectar al resto de la sentencia del 11-M –su inocencia sería incluso compatible con la trola de la mochila de Vallecas–, una conspiración del silencio refuerza su aislamiento carcelario con el ostracismo social. Nadie pronuncia su nombre, es una no persona. Por eso ninguno de los demás grandes diarios nacionales está dedicando ni una línea al procedimiento judicial en marcha.

No lo hicieron cuando declaró el propio Zougam; no lo han hecho cuando han comparecido las enmudecidas testigos. Ni los que sólo miran por el ojo izquierdo para ver a Bárcenas, ni los que sólo miran por el ojo derecho para ver los ERE han publicado una palabra. En lo único en lo que están de acuerdo es en el apagón informativo sobre todo lo que recuerde al 11-M. Y lo mismo les pasa a esas televisiones que compiten en mandar cámaras a la redacción de EL MUNDO cuando desvelamos la enésima trama de corrupción y parecen haber olvidado nuestra dirección cuando aportamos nuevos elementos a este puzle.

Sí, es cierto, en Madrid murieron 191 personas en el mayor atentado terrorista de la Historia, el curso de nuestro proceso democrático quedó alterado para siempre por ese brutal acto de violencia y todo lo antedicho está al alcance de cualquiera, pero «¿a quién le importa que un judío se pudra en la Isla del Diablo?». Pongamos «moro» en lugar de «judío» y sustituyamos el terrible penal de la Cayena por la celda de aislamiento de la cárcel de Topas, pero las palabras que el general Arthur Gonse, segundo jefe del Estado Mayor francés, dirigió al comandante Picquart cuando le instaba a revisar el caso Dreyfus, siguen bochornosamente vigentes.

La suerte de Zougam no le importa ni a un PP empeñado en olvidar su chapucera gestión de aquellos días, ni a un PSOE amnésico sobre las circunstancias en las que llegó al poder, ni a una Izquierda Unida muy cómoda con la mitología alentada por Manjón, ni siquiera a una UPyD que no da abasto con tantos frentes como meritoriamente abre. Sería terrible que tampoco nos importara a los ciudadanos que todavía damos alguna importancia a los derechos humanos, la justicia y el valor de la verdad.

De la misma manera que la canción ¿A quién le importa? que sirve de título al estupendo musical sobre la obra de Carlos Berlanga se convirtió en los años de la Movida en un emblema en defensa de la libertad personal, esa interpelación debería golpear ahora la conciencia individual de cada uno siempre que, como es el caso, los poderes públicos pretendan asentar una flagrante injusticia en el silencio aquiescente de todos nosotros.

Porque, no nos engañemos, cualquiera que tenga ojos para ver es consciente –y lo ocurrido el miércoles es el último elemento de juicio– de que ya hemos entrado en esa fase en la que, como escribió Charles Peguy, «no se trataba de saber si Dreyfus era inocente, sino de si habría suficiente valentía como para declararlo inocente».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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