¿A quién sirve el referéndum?

Los referéndums no son siempre democráticos y, cuando son democráticos, no son siempre una expresión del poder de los ciudadanos para conseguir lo mejor para sí mismos. Traen cosas buenas, como el debate y el sentido de pertenencia; y, a veces, buenos resultados. Pero otras veces se merecen las palabras de Vincent Auriol, antiguo presidente socialista de Francia: “el referéndum es un acto de poder absoluto… que ostensiblemente hace una reverencia a la soberanía popular para después arrebatar la soberanía al pueblo, en beneficio de uno solo”.

Que no siempre son democráticos se comprueba fácilmente al observar que las dictaduras convocan referéndums nacionales casi tanto como las democracias; o, si se prefiere la historia, que los referéndums se inventaron antes que la democracia —para ratificar todo tipo de constituciones, liberales y no liberales— y que tuvo que haber muchos plebiscitos autoritarios, pues Napoleón y todos sus imitadores del globo fueron muy aficionados, antes de que los emplearan algunas democracias. Donde sí aparecieron como invento democrático fue en la política local, en Suiza y en EE UU, en la segunda parte del siglo XIX. Pero no los confundamos: dos de las democracias que más consultas celebran, EE UU y Alemania, se tienen vedados los referéndums nacionales. La democracia representativa tardó prácticamente un siglo en comenzar a digerir la institución del plebiscito nacional, no ha terminado de hacerlo y puede que no lo consiga.

La razón es que las consultas democráticas no siempre obran en beneficio de los ciudadanos. La intuición es esta: la democracia representativa, la única que conocemos, es un sistema con separación de poderes, y el referéndum puede sumar o restar en ese reparto. En una democracia no se hace lo que quiere el jefe de gobierno, o sus ministros, o el parlamento, o los tribunales, o el poder territorial… sino una combinación de aquello que unos quieren y otros no pueden evitar. Si el referéndum no lo controla ninguno de los agentes decisivos, entonces suma un poder corrector al sistema; en caso contrario, lo resta, pues refuerza a quien lo tiene en sus manos, suprimiendo la resistencia de otros (por ejemplo, al gobierno frente al parlamento). Uno cede poder al pueblo, otro lo redistribuye.

Controlar significa decidir sobre dos claves: el momento y la pregunta. Posiblemente, la mayoría de los turcos están a favor de un refuerzo del poder presidencial, pero, con seguridad, una reforma más moderada y menos peligrosa para la democracia habría tenido un respaldo mayor. Sin embargo, Erdogan no escribió su pregunta buscando aquello que preferían los turcos, sino para acercarse lo más posible a su ideal de autoridad. También puede que, si cambian las circunstancias —por ejemplo, en situación de paz— los ciudadanos prefieran volver a limitar los poderes presidenciales, pero no se lo preguntarán. Cuando la política la dirigen los representantes, las decisiones se adaptan a la coyuntura, se gradúan negociando, y se fiscalizan mediante elecciones periódicas. Al hurtar de la decisión la relación de responsabilidad que tienen los representantes con los representados, la élite convocante puede aprovechar ventajas circunstanciales para obtener ventajas permanentes.

Es distinto cuando la iniciativa no proviene de un poder institucional, sino que añade un contrapoder al sistema. Figúrense que alguien, un presidente autonómico, por ejemplo, siguiendo su olfato político —y una peste a azufre que, por suerte, es solo imaginaria— propusiera prohibir la construcción de mezquitas con minarete: el proceso decisorio pasaría por varias instancias competentes y, seguramente, quedaría en nada. En este contexto, si al referéndum se le permitiese actuar de abajo arriba, podría intervenir con el comodín de la democracia directa. Si los ciudadanos suizos no quieren minaretes, recogen firmas, hacen que se convoque un plebiscito, y votan en consecuencia. Por eso, desde 2009, en Suiza está prohibido construirlos, aunque los poderes públicos se oponían a la medida tanto como lo habrían hecho en España. El referéndum acerca la política a lo que la gente quiere pero el entramado representativo no les facilita. Da más poder a los votantes, a expensas de las instituciones, en lugar de pasarlo de una a otra.

Como indica el ejemplo, el resultado no siempre es bello, pero puede serlo. Si debe aceptarse el riesgo, se entiende que algunas democracias lo prefieran local.

Alberto Penadés es profesor de Sociología de la Universidad de Salamanca.

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