A quienes habitarán el futuro

Si usted sabe ya qué tesis defiendo en este artículo sobre el futuro de Cataluña y de España es que estoy muerto. Pero como todavía no ha sonado mi hora, les diré que mi opinión personal no debería contar, pues defiero a las alternativas más preferidas por mis hijos y, por extensión, a las de ese poco más del 30% de los españoles y catalanes que tienen menos de 30 años, a quienes habitarán el futuro.

Con tal de que los mayores de 30 años se lo hayamos puesto muy claro, es decir, con tal de que las reglas del juego que los políticos de uno y otro lado habrán de discutir, negociar y pactar, permitan a quienes vivirán y trabajarán en este país durante el próximo medio siglo conocer de antemano cuáles son los caminos propuestos y hacia dónde les conducen.

Los políticos profesionales repiten siempre que quieren construir el país de nuestros hijos. Nadie les cree: todos sabemos que buscan su vida entre los votos que les nutren, y como los niños no pueden votar, la edad media de los españoles supera los 40 años y la del votante mediano es aún más alta, los políticos van a por los votos que cuentan, los de adultos y personas mayores. Así vamos. Cuesta abajo.

Para corregir el sesgo cada vez más favorable a la visión que del futuro tenemos quienes no habremos de vivirlo, propuse hace algún tiempo que los menores de 18 años deberían de poder contar, por mediación de sus padres, con el derecho al voto: votarían los padres de consuno; en caso de desacuerdo prevalecería el voto de la madre; y el adolescente mayor de 14 años podría vetar la posibilidad del voto parental. Lo sé, el Tribunal Constitucional alemán ha rechazado esta deplorable idea por opuesta al principio de igualdad del voto. Otros lo han hecho porque los padres, dicen, tenderían a votar según sus propias preferencias o porque el sistema sería muy complicado de gestionar. Pero las objeciones, no por conocidas, me impresionan: en ningún sistema electoral los votos valen lo mismo. Así, en las últimas elecciones al Parlament de Catalunya, en la provincia de Barcelona, salimos a un diputado por cada 65.000 habitantes, mientras que en Lleida tiene uno por cada 27.500. Lo mismo ocurre en unas elecciones generales al Congreso de los Diputados si comparan Soria con Madrid. Y en Estados Unidos el millón de habitantes de Montana eligen el mismo número de senadores que los 38 millones de California: exactamente a dos. Pero entonces, si nuestros sistemas electorales sesgan los votos en favor de los territorios menos poblados, ¿por qué habría de estar mal que favorecieran a los ciudadanos menos vividos?, ¿es que alguien cree que es realmente sensato seguir primando el voto sobre el futuro en favor de quienes no viviremos para contarlo?

Luego hay métodos de votación que permiten ordenar con claridad las preferencias de los electores. Así, Jean-Charles de Borda, un matemático francés, propuso hace más de tres siglos que cada votante pudiera expresar sus preferencias sobre, pongamos, cinco alternativas distintas dando cuatro votos a la que consideraba prioritaria, tres a la segunda, dos a la tercera, uno a la cuarta y cero a la quinta. En el método de Borda, gana la alternativa que suma más votos. Y es intelectualmente atractivo porque salvaguarda el principio de igualdad de voto y obliga a los políticos a prescindir de afirmaciones inescrutables (“Queremos estructuras de Estado”), forzándoles a definirse, a enseñar sus cartas, a dejar de pastorearnos. Por ejemplo, en el diseño de la Cataluña del futuro, podríamos optar entre la independencia dura con banco central, Ejército y embajadas (primera alternativa); una confederación, con prácticamente todas las competencias de política interior (segunda); un sistema federal, con competencias repartidas y jurisdicción propia (tercera); la continuación del sistema autonómico actual (cuarta), o Els Països Catalans (quinta). El punto débil del método es que se presta al voto insincero: un votante puede desplazar a una segunda opción que compite bien con su primera opción por el procedimiento de dar bastantes votos a una tercera que considera menos probable.

Rafael Hortalà-Vallvé, un matemático catalán que trabaja en la London School of Economics, también ha propuesto un sistema de voto cualitativo, según el cual cada elector dispone de un cierto número de votos que también puede distribuir entre las distintas opciones que se le presentan: a diferencia de los sistemas de voto mayoritario, en los de voto cualitativo se pasa de la alternativa preferida por los más de los electores a la alternativa más preferida por los electores.

También es posible promover directamente la claridad: el sistema canadiense de la Ley de Claridad, del año 2000, obliga a formular muy directamente la pregunta sobre la independencia, sobre la secesión misma, pues prohíbe tanto reconvertirla en una cuestión sobre el otorgamiento de un mandato para negociar con las autoridades centrales como adornar la propuesta de secesión con otras posibilidades que dependan —esa es la palabra— del acuerdo de terceros.

Así, a quienes habitarán el futuro de Cataluña y de España les deseo que les permitan decidirlo con claridad. No estoy nada seguro de haber acertado en la bondad de mi empeño, pero estoy cierto de que mi opinión personal y anticuada no pasa de la pura anécdota, que no soy Moisés, sino solo un admirador nostálgico de la Corona de Aragón.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de derecho civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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