A Rafael Vera, imagen de una época

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente (EL MUNDO, 09/11/04):

Creo que fue a Francisco Ayala a quien hace años oí decir que, a veces, la mejor manera de hablar a todo el mundo es dirigirse a uno en particular y que lo más natural es que ese uno, que en ocasiones puede ser uno mismo, sea otra persona. Hoy quiero escribir una carta abierta a Rafael Vera, quien, entre 1982 y 1994 desempeñó los cargos de director de la Seguridad del Estado, subsecretario del Interior y secretario de Estado para la Seguridad.La verdad es que, más que escribirle, podría haber tenido una conversación con él, pero como la carta tiene mucho de respuesta a otra suya y escribir facilita la reflexión y el análisis, he preferido dirigirle estas líneas.

Señor don Rafael Vera: A raíz de su misiva titulada A mi familia, a los amigos y a la opinión pública, que el pasado 22 de octubre El País publicaba en Cartas al director, esa sección que suele funcionar como aliviadero de bilis y miasmas, es evidente que usted está siendo protagonista sonoro de nuestra vida pública.La televisión, la radio y la prensa escrita se han hecho eco de su carta. También de la petición de indulto que, casi a vuelta de correo, en su favor, ha encabezado el ex presidente del Gobierno, señor González. Todo el mundo está pendiente de usted y del momento decisivo en el que se encuentra, que no es otro que ingresar en la cárcel o evitarlo, o que su estancia entre rejas sea más breve que la dispuesta en la sentencia que le condena a siete años de prisión.

Apenas empezar, quiero decirle que hubo un tiempo en que creí en usted como persona; también en su trabajo y en su política antiterrorista. Nunca olvidaré el abrazo de consuelo que me dio en su despacho dos días después del asesinato de la fiscal Carmen Tagle, aquel 12 septiembre de 1989. Cómo sería esa confianza que usted me inspiraba, que ha sido necesario que la justicia pronunciara la última palabra para que yo acepte que, en efecto, usted ha secuestrado y se ha apropiado de fondos reservados, o sea, del dinero de todos los españoles, para aplicarlos a la adquisición de bienes muebles e inmuebles y hasta semovientes.

De su carta hay varias cosas que me dejan perplejo y alguna consternado.En uno de sus párrafos declara que dispuso de los fondos «siempre con conocimiento y autorización de mis superiores», frase que para algunos suena a amenaza y a que está usted dispuesto a implicar a bastantes autoridades del Estado en su actividad delictiva.Puede que a algunos sí, pero somos muchos los españoles a quienes su farragosa y amenazante pastoral no nos inmuta, entre otras cosas porque ni nos hemos quedado con lo que no es nuestro ni entra en nuestros propósitos hacerlo. ¿Por qué quiere asustar tanto? A lo mejor es que está preocupado con el pulso a sus colegas de partido, aunque, visto que se ha decidido a plantearlo, no parece que lo tenga por perdido de antemano.

Para mí que usted y su triste y también merecida situación, muy bien pudiera ser el símbolo de una época histórica, golfa, enturbiada por la avaricia, en la que los valores tradicionales, empezando por la honradez, se consideraron prescritos y en la que se hacinaban buscadores de dinero o de poder que pensaban que las funciones de gobierno podían usarse para hacer fortuna y, por tanto, para robar. Mi convicción es que aquella epidemia de descomposición moral procedía de algún virus que anidó en sangres como la suya y cuyo antídoto nunca fueron capaces de aplicarse; una corrupción que consistió en no querer distinguir el mal del bien, lo legal de lo ilegal, en pensar que la vida humana no vale nada y que uno podía tranquilamente apropiarse de lo público

Señor Vera, antes de proseguir, debo aclararle que no es una respuesta a esta carta lo que deseo, sino un montón de folios en los que usted tenga el valor de contarnos toda la verdad y nada más que la verdad. Le aseguro que se trata de una sugerencia sincera y cordial, aunque no tan ingenua como podría parecer.Usted es un hombre a quien la justicia ha condenado por varios delitos, desde el secuestro hasta la malversación de caudales públicos. Usted, que es católico practicante -así lo deduzco de la invocación a Dios que hace en su carta-, conoce el poder liberador de la confesión. No sé lo que le dice a su confesor, que espero no sea el señor Rodríguez Ibarra, pero no olvide que cualquier verdad que le cuente permanecerá encerrada en el secreto del confesionario. Yo le recomiendo que haga una gran revelación pública, pues sólo con la confesión política se puede obtener el perdón político.

Le hablo con toda franqueza. Como una gran mayoría de ciudadanos, pienso que los agujeros negros en los que ha estado implicado y sobre los que podría arrojar alguna luz van mucho más allá de los dedos acusadores de los fiscales y que bien podría revelarnos bastantes datos sobre las oscuras tramas de nuestro país a lo largo de más de un decenio. Así, a bote pronto, sobre las desviaciones de información de los servicios secretos; sobre el secuestro y muerte de Lasa y Zabala; sobre el asesinato de García Goena, al que hace una semana su viuda Laura Martín se refería con dolor en la garganta; sobre la muerte por asfixia por inmersión de Mikel Zabalza; sobre el montaje al director de este periódico; sobre dossieres de personajes de la banca, la política y la judicatura; sobre los espionajes al Rey y sobre otras muchas cosas. No soy el único que cree que usted podría damos información de primera mano sobre estos acontecimientos. Algunos tienen el firme convencimiento -varias sentencias lo demuestran- de que detrás de algunos de ellos está la larga y nada fiable mano de Felipe González, procesal y periodísticamente denominado señor X. Son rumores que siempre he acogido con cautela, pero, por favor, no diga que no sabe nada más de lo que ha contado. De antiguo venimos oyendo que buena parte del saqueo de los fondos reservados en su época de secretario de Estado terminó en la profundidad de los bolsillos de gente cuyos nombres permanecen en lo más hondo del anonimato.También se ha hablado de fuertes inversiones financieras en el extranjero, adonde parece ser que se trasladaron grandes sumas de dinero contante y sonante para pagar silencios y comisiones por participar en actos delictivos. Pese a todo lo que ya se sabe, la gente aún no se cree que el único y verdadero jefe de todas estas historias de sangre y estiércol fuera usted. ¿Acaso esas impresiones no sean más que el reflejo de lo mucho que cuesta asumir que usted sea lo que otros dicen que es? Comprendo que pueda irritarle lo que le digo que «se dice», pero ¿cómo es que en estos días todo el mundo habla de Rafael Vera como el mayor ladrón de España?

No se trata de que, como usted afirma, «aquéllos que lo conocen, los que manejaron y dispusieron de esos fondos en todas las instituciones del Estado, con el PSOE en el Gobierno y en épocas anteriores, den la cara». No; suya es la palabra. Sé que abrir el grifo, contar la verdad y dejar las cosas claras puede ser muy peligroso porque no se descarta que la mojadura llegue hasta dónde los poderosos implicados no quieren mojarse y, mientras puedan y les dejen, se aplican el dicho de «la murmuración pasa y el dinero queda en casa». Cuéntenos todo, señor Vera. Es cierto, como decía Cicerón, que el que tiene memoria sufre, pero también lo es que la memoria atempera el sufrimiento y puede dar alas a la esperanza.

Estoy llegando al punto más duro de mi carta. Me refiero a ese acusar por acusar, sin dar nombres, a miembros de la carrera fiscal y judicial de «que cobraron» de los fondos reservados y «se callaron y pidieron más»; gravísimas imputaciones, todas, que Alfonso Guerra se ha encargado de ratificar y extender a los jueces que le han juzgado. Me parece una insidia, síntoma de mala persona, aunque tampoco debería sorprenderme viniendo de quien tiene una concepción totalitaria de la justicia y gusta jalear o machacar jueces en función de si le son útiles o no.Puedo asegurarle que, en lo que se me alcanza, ni los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional y menos aún quienes le han juzgado, tienen trapos sucios, propios ni ajenos, que esconder y estoy más que convencido de que ninguno ha chapoteado en la cloaca de los mangantes. En la justicia española, señor Vera, nadie debe temer sus amenazantes salpicaduras de basura. Los que metieron la mano en la caja, son los que son.

Por el número y categoría de las personas firmantes de la solicitud de su indulto, observo que es usted hombre de muchos amigos y que la mayoría de ellos siente por usted, como es lógico, amistad.Es posible que hasta, ¿por qué no decirlo?, gratitud. Dice el sabio que quien tiene mil amigos no puede prescindir de ninguno de ellos. Veo que los suyos de ahora son los mismos de la época de cuando usted era secretario de Estado de Interior. Si es cierto aquello que Voltaire predicaba de cambiar de placeres pero no de amigos, usted, señor Vera, es, sin duda, un afortunado, pues en trances como el suyo, que no es otro que el de un desahuciado, pocos son los que están dispuestos a dar la cara. Esto de la amistad tiene sus dolores, pero también tiene, créame, sus intensos gozos de lealtad. Que ahora, que me imagino como está, salgan al quite amigos que rebosan en su vida como la mejor espuma, es algo que me alegra. Y de ahí que discrepe de quienes afirman que su indulto es la única manera de evitar lo que, en su carta, usted denomina «una última decisión» e interpretan como el anuncio de un suicidio.

A propósito de su indulto, no es poco lo que podría decirle, pues es materia que domino en la teoría y en la práctica. Sólo quiero hacerle notar que el derecho de gracia puede ser otro modo de hacer justicia y que el perdón produce efectos admirables cuando se otorga como bálsamo; por ejemplo, cuando los jueces administran justicia sin libertad y sus fallos condenatorios son el reflejo de los ojos de quienes mandan, que, evidentemente, no es su caso. De la forma que mejor convenga y sin ánimo de buscar comparaciones, entiendo que la razón que puede respaldar su indulto no puede ser únicamente política, palabra casi antónima con esa otra tan hermosa que se llama equidad. Como juez en activo que he sido durante más de veinticinco años aprendí que en el baúl de la justicia no se guarda el hacha de la venganza, sino el fino escalpelo de la prudencia, una herramienta que sólo los elegidos saben manejar con destreza. Al presidente Rodríguez Zapatero compete superar la dura prueba que el ex presidente Felipe González le ha puesto encima de la mesa del Consejo de Ministros.

Señor Vera. Termino. Lo que le he escrito es lo que pienso y siento, aunque sé de sobra que no siempre se acierta. A modo de epílogo, me permito decirle que si hay un papel que odio es el de verdugo y, que ante su situación, en mi corazón y en mi cabeza no cabe ningún otro sentimiento que no sea la decepción y la pena, en proporciones casi iguales. Le deseo que lo pase bien. Por mi parte, puedo asegurarle que yo lo he pasado regular, tirando a mal, durante la hora y media que me ha llevado esta carta.