A Sánchez le crecen las wisterias

Hoy planteo un acertijo con pretensiones de análisis político: ¿Cuál es el veneno que se ingiere atolondradamente, tarda a veces años en producir efectos visibles y se enrosca en tu cuerpo de manera inextirpable? La respuesta, después de la publicidad.

Fíjense, sólo han pasado dos semanas desde que, al día siguiente de la humillante derrota de Madrid, Sánchez se juramentara con su guardia de corps para agotar la legislatura, y ese propósito ya parece quimérico. Hacía tiempo que no se percibía a un presidente tan débil en el exterior e interior de España. ¿Cómo podrá aguantar, huérfano de apoyos, 175 semanas más en la Moncloa?

Lo ocurrido con Marruecos ha puesto en evidencia, amén de nuestra torpeza hasta en el engaño, lo vulnerables que somos ante una agresión del siempre oportunista vecino del sur. Pero el pacto in extremis entre Esquerra y Junts para formar en Cataluña un nuevo gobierno separatista, tutelado por Puigdemont, pone a la vez de relieve el nulo margen de maniobra de este PSOE en el tablero parlamentario.

A Sánchez le crecen las wisteriasPor muy loable que sea el esfuerzo de poner las luces largas y tratar de imaginar la España de 2050, el problema de Sánchez no es lo que ocurra dentro de 29 años, sino cómo llegar al próximo enero con un gobierno autodestruido por sus torpezas y guerras intestinas. Y sin alianzas viables, para sacar adelante no ya unos nuevos presupuestos sino cualquier ley de envergadura.

El conflicto desatado entre Marlaska y González Laya sólo tiene una salida: darle la razón a cada uno sobre la incompetencia del otro y cesarlos a los dos. Como hizo Franco en el 69, con la crisis del caso Matesa, cuando echó a la vez a los azules y los tecnócratas. Y es que la chapuza de la ministra de Exteriores, introduciendo en España al líder del Polisario con identidad falsa, sólo es equiparable a la del titular de Interior y su equipo, cuando dejaron constancia por escrito de que destituían a Pérez de los Cobos por negarse a cumplir una orden ilegal.

Lo de la identidad falsa de Ghali ha convertido una iniciativa humanitaria en un engaño de Estado. La excusa moral perfecta para que Marruecos activara su represalia. No en vano uno de los hombres clave del entorno de Mohamed VI ironizaba el otro día, ante un amigo andaluz, que esa conducta taimada y traicionera es la que el estereotipo español atribuye siempre al “moro”.

Pensar que las autoridades de Rabat no se iban a enterar era subestimar a sus servicios. Tal vez nos pasó porque estamos ya muy acostumbrados a que los nuestros fallen en momentos decisivos: ni fueron capaces de detectar el 11-M, pese a su enjambre de confidentes infiltrados en la trama islamista, ni lograron encontrar las urnas del 1-O antes de que se usaran, ni fueron capaces de detectar el movimiento de ocho mil personas en los accesos a Ceuta durante las horas anteriores a la invasión. ¿De qué nos sirve gastar 300 millones al año en el CNI?

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Marruecos siempre ha sido un virtuoso en la explotación del agravio, pero nunca como esta vez había convertido un episodio que, como mucho, adquiriría dimensión de incidente diplomático, en pretexto para un acto de fuerza contra nuestras fronteras. Porque, como bien anticipó la Marcha Verde, una invasión puede ser incluso más dañina sin armas que con armas. Al soldado se le repele a tiros, al menor desvalido y hambriento no tienes más remedio que acogerlo.

La audacia y astucia con que Rabat ha llevado la iniciativa en los sucesivos compases de esta crisis debería encender todas las alarmas. Primero, los hechos consumados del atentado a nuestra integridad territorial; luego, su reivindicación por parte de la embajadora con ese desafiante “hay actos que tienen consecuencias”; a continuación, el cierre del grifo del éxodo de migrantes como prueba material del dominio del acto; y por último, el chantaje en forma de ratonera diplomática de la que Sánchez no tiene manera de salir airoso. Si Ghali prorroga su estancia en España, parecerá que nuestro gobierno trata de mantener un pulso absurdo con Marruecos y si abandona el país, se percibirá que se somete a la coacción que ha supuesto la retirada de la embajadora.

Todo ello supone un itinerario inverso al de la crisis de Perejil, de igual apariencia banal en su detonante y con el mismo trasfondo de pulso político, con la soberanía y el control del Estrecho como telón de fondo. Si España pudo ejercer la iniciativa y tomar militarmente el islote en disputa fue porque tuvo el respaldo de la administración norteamericana. Lo contrario que ahora.

También entonces Washington apareció formalmente como apaciguador de un conflicto entre países amigos, pero mientras Bush y Colin Powell ejercieron esas funciones en ayuda de Aznar, todo indica que la administración Biden ha heredado la relación preferente con Rabat, fraguada por Trump con el reconocimiento de Israel y el apoyo a la anexión del Sáhara como piezas de intercambio. El doble acuerdo consumado, mientras la ministra de Exteriores se hallaba en Tel Aviv ajena a lo que se había gestado.

La otra gran diferencia con la crisis de Perejil fue el respaldo público que Zapatero prestó a Aznar en el Parlamento como líder de la oposición. “No hay que tener ningún complejo en decir “sí” al Gobierno cuando hace algo razonable”, precisó después.

La gestión del caso Ghali no parece desde luego “razonable”, pero Casado debería haber sido menos cicatero. Cuando el equipo de casa se marca un gol en propia meta, toca cerrar filas para devolver la moral a la afición, aunque luego se pidan responsabilidades por la torpeza de tal o cual jugador.

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Es cierto que hemos obtenido el apoyo explícito de la Unión Europea. Faltaría más, tratándose de sus propias fronteras. Pero si esto hubiera sido un ensayo general y existiera un plan para colocar no a 8.000 sino a 80.000 personas de golpe y porrazo en Ceuta y Melilla, más nos valdría revisar nuestra Directiva de Seguridad Nacional pues con la actual legislación, el actual despliegue operativo y sobre todo la actual diplomacia, los marroquíes se nos llevarían por delante.

Siempre habría sido muy significativo que, en el momento álgido de la invasión de Ceuta, el secretario de Estado Blinken mantuviera una conversación cordial con el canciller marroquí Bourita y su portavoz subrayara su “fuerte relación bilateral”, antes incluso de referirse al conflicto de Gaza. Pero resulta doblemente elocuente cuando, tanto en Moncloa como en Ferraz, los altos cargos se lamentan por las esquinas de que cuatro meses después de su toma de posesión Biden siga sin marcar el teléfono de Sánchez.

Es cierto que los “actos tienen consecuencias”. Sería injusto poner sólo el foco en aquel día en que Zapatero no se levantó al paso de las barras y estrellas, pero desde entonces las relaciones de España con Estados Unidos no han vuelto a ser lo que eran. A aquel pecado original hay que sumar la total inanidad de la acción exterior de Rajoy y la misión imposible de Sánchez de cogobernar con un partido como Podemos que, como me decía el lunes un alto cargo del PSOE, “defiende lo contrario que nosotros en todos los grandes asuntos de la política internacional”.

Eso explica la absurda concesión de Sánchez a los socios que le iban a quitar el sueño, incumpliendo el ritual de que el primer viaje exterior fuera a Rabat y el posterior vodevil de la abortada cumbre bilateral, con Pablo Iglesias entrando y saliendo de una delegación que nunca llegó a desplazarse. Incluso la escaramuza de intentar meter ilegalmente al propio Iglesias en la comisión de control del CNI ha sido uno de esos gestos que ha generado reacciones negativas en la comunidad de inteligencia. ¿Explica eso que una vez más hayamos estado a ciegas sobre lo que se nos venía encima?

Los socios de Sánchez están teniendo la misma nefasta influencia en su forma de abordar la situación en Cataluña que en las relaciones con Marruecos. Desde que el 29 de agosto del 17 -o sea, un mes antes del intento de golpe de Estado del 1-O- Jaume Roures, nuestro Joker particular, ansioso de saldar cuentas con la sociedad a la que mira con obsesivo resentimiento, reunió a cenar a Pablo Iglesias y Oriol Junqueras, la extrema izquierda y el separatismo catalán han sido las dos manos de una misma tenaza que trata de estrangular a la España constitucional. Nada indica que eso vaya a cambiar con la sustitución de Iglesias por Ione Belarra, abanderada de esa república plurinacional en la que cada parte pueda elegir su destino.

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Si Esquerra Republicana ha desdeñado olímpicamente la mano tendida por Illa para configurar un gobierno transversal de carácter progresista que superara el bucle del procés en Cataluña, sería un disparate que eso tuviera recompensa en forma de indultos. Máxime cuando toda la retórica de la investidura de Aragonès se ciñe al “lo volveremos a hacer”, preconizado desde Waterloo por Puigdemont.

Que alguien siempre cordial y tantas veces razonable como Jaume Giró haya sucumbido también a la “seducción de Siracusa” de un proyecto excluyente y xenófobo -por mucho que se ofrezca a tender puentes con Madrid-, indica hasta donde ha llegado el autoengaño en la sociedad catalana.

Supongo que Giró tardará menos en desencantarse del maximalismo delictivo de sus nuevos mentores Puigdemont y Jordi Sànchez de lo que tardó Platón en descubrir la naturaleza irreformable del tirano Dionisio. Pero su ataque de colaboracionismo con un movimiento como Junts es el último síntoma del “continuo de destrucción” provocado por el nacionalismo identitario en la Cataluña cosmopolita e integradora que un día conocimos.

¿Cómo hemos podido llegar a un estado de cosas en el que la CUP ejerce de mediador entre dos fuerzas que compiten a ver quién vocifera más fuerte “Visca Catalunya lliure”? El “continuo de destrucción” es un concepto acuñado por el psicólogo Ervin Staub y desarrollado en España por su colega José Miguel Fernández-Dols. Lo explicaba un artículo que una mano inteligente puso hace poco ante mis ojos:

“Es un proceso que comienza con un sistema de creencias que se traduce en una fina lluvia de odio a base de hechos banales, pequeñas agresiones psicológicas (boicot, amenazas) o simbólicas (ridiculizaciones). Luego vandalismo o calumnias difundidas en los medios sociales. A continuación, agresiones físicas puntuales, aparentes peleas de muchachos (…) Finalmente, la fina lluvia da lugar a una tormenta devastadora que arrastra a verdugos y víctimas”.

Esto lo vivimos en el País Vasco y lo estamos viviendo en Cataluña. “El proceso necesita un catalizador: la mirada complaciente o el mirar hacia otro lado de los que no protagonizan esos actos y la indiferencia, la pasividad o la incompetencia de las autoridades encargadas de proteger a las víctimas”, añade Fernández-Dols.

Todos sabemos a qué antecedentes históricos está aludiendo. Como en el caso de Marruecos, sería falaz atribuir a Sánchez el origen de la exacerbación del problema catalán, pero él se tragó alegremente en sus dos investiduras las semillas venenosas, a sabiendas de que lo eran, pues los sediciosos ya habían cruzado el Rubicón de la legalidad y nunca abjuraron de sus delitos.

Es cierto que han transcurrido ya casi cuatro años de aquellos hechos infames, pero así de largo, o más, es a veces el intervalo que transcurre desde que se siembran las wisterias o glicinias hasta que sus tallos trepadores envuelven su soporte y se adhieren a él, cubriéndolo de flores violáceas de tanto impacto visual como toxicidad. A partir de ese momento, cada floración se convierte en la terraza o campamento base sobre la que crece inexorable la siguiente.

Puede haber préstamos con mayor o menor periodo de carencia, pero al final el cobrador siempre llama a la puerta. De repente, justo al término de su tercer año en la Moncloa, a Sánchez le han crecido las wisterias. Esta es la solución del acertijo. Mi tiempo de juego y resultado.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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