A su riesgo y ventura

Maldita sea. Vacaciones tranquilas con final abrupto. Otra vez listas de muertos y heridos, testimonios dramáticos, informes técnicos poco convincentes. El ser humano domina la naturaleza sólo a medias porque la tecnología ofrece apenas una garantía estadística. En pleno Siglo de Las Luces, el terremoto de Lisboa frenó la doctrina optimista sobre la idea del progreso. Gracias al doctor Pangloss -o tal vez a pesar de él- creemos vivir en el mejor de los mundos posibles. Sin embargo, nunca conseguiremos eliminar el azar. En algunos lugares del mundo (España incluida, claro) se vive muy bien cuando no toca ejercer el papel de víctima. El mal está siempre presente y resulta imposible suprimir las causas. A veces es la naturaleza. El huracán Kathrina casi destruyó Nueva Orleans y dejó al descubierto algunas miserias insospechadas en la nación más poderosa del mundo. Otras muchas es el ser humano: terroristas, fanáticos, dictadores sanguinarios. Es el fracaso que más irrita: en este caso, la culpa sólo es nuestra. Nos sorprende cuando falla la técnica. Ícaro cayó al vacío, pero los hombres sabemos, queremos y podemos volar. El avión era bueno; el piloto, profesional; el aeropuerto, irreprochable. Descuido humano; acaso defecto mecánico; siempre, una dosis notable de mala suerte. La tragedia está servida. Muchas vidas truncadas: ocio y negocio, reencuentros familiares, ilusiones perdidas. Es inútil darle vueltas: en ese sitio y en ese día y hora aquel aparato de Spanair no conseguirá despegar. La historia consiste en una serie de momentos irreversibles. Antes de empezar, final de trayecto.

Ulrich Beck defiende la teoría de la sociedad del riesgo como seña de identidad del mundo contemporáneo. No es casualidad, creo. La clase media paga el tributo de sangre que corresponde a su prosperidad relativa. Un día, los McCan llegan a Portugal a pasar las vacaciones en familia. A partir de ahí, ya saben ustedes... Otro día, la gente toma el ascensor en las Torres Gemelas, sube al autobús en Londres, espera el tren en Alcalá, baila en una discoteca de Bali... Al que le toca, no vuelve. Al principio, gran despliegue mediático. Veo la tragedia por televisión en Estados Unidos. Desde el otro lado del Atlántico, Barajas ofrece una imagen de aeropuerto moderno y la reacción de nuestras autoridades y servicios técnicos no suscita crítica alguna. A salvo la investigación ulterior, el «crash» se atribuye a la fatalidad estadística. Otras veces hay más suerte. Hace poco en Toronto el gas propano estuvo a punto de provocar una hecatombe. Como no hubo muertos, el impacto se apagó pronto. En rigor, faltan dos meses largos para la elección presidencial y aquí sólo se habla de Michael Phelps. El formidable nadador de Baltimore y sus ocho medallas de oro dominan las portadas y las horas punta. Buen tipo, amante de su familia y su país, muy alejado del estilo artificial propio de las estrellas insustanciales. También están los jamaicanos que vuelan en el estadio olímpico y, entre los nuestros, el gran Rafa Nadal. Si quitamos los Juegos de Pekín, todo son malas noticias. Tanques rusos en Georgia, que rompen la tregua olímpica: habrá que reflexionar sobre el supuesto repunte de la Guerra Fría. Sarkozy honra en Afganistán el sacrificio de sus soldados. El integrismo vuelve a la carga en Argelia, un polvorín a las puertas de Europa. Mientras tanto, es verano y hace sol.

Damos el riesgo por supuesto. Admitimos el error inevitable. Somos conscientes de que la felicidad es ajena a la condición humana. No obstante, tenemos que ser muy exigentes con la seguridad de todos. La sociedad global sólo puede funcionar razonablemente si cada uno cumple con su deber de forma escrupulosa. Vieja sabiduría de la educación clásica: «Lo que tengas que hacer, hazlo bien», decía San Agustín de Hipona. Manipular un alimento; enviar a tiempo un correo electrónico; emitir un informe profesional; por supuesto, comprobar la pieza de un avión averiado... No hay que eludir la responsabilidad que incumbe en todo momento a cada uno de nosotros. La dinámica social de un tiempo convulso es incompatible con la frivolidad y el descuido. La cultura de la prudencia es una asignatura pendiente. Abstenerse en caso de duda. Repetir la operación a la menor señal. No hay que jugar con fuego. La gente reacciona bien ante las catástrofes, pero es renuente a la adopción de medidas preventivas. Actuamos solidariamente después de cualquier desastre, pero nos cuesta poner barreras al azar inevitable. El ejemplo de los accidentes de tráfico resulta muy significativo. Valor de la obra bien hecha. Desprecio de la temeridad y elogio de la solvencia. Menos educación ideológica y más civismo responsable. En nuestro mundo, la despensa está casi llena. La verdadera revolución espera todavía en la escuela. Estamos a la altura de los mejores en muchos aspectos, pero hace falta profundizar en un éxito colectivo que reconocen mucho más fuera que dentro, otra vieja costumbre hispánica que conviene desterrar cuanto antes.

La tensión laboral es un mal inherente a este tiempo acelerado. Hay mucha angustia oculta detrás del centro comercial abarrotado, el espectáculo de masas a tope o la barbacoa del fin de semana. El malestar en la empresa o en la oficina, el temor al paro forzoso, la competencia sin reglas del juego, son el caldo de cultivo de un estado de ánimo incompatible con la eficacia profesional. Como siempre, la virtud está en el término medio: ni burócratas irresponsables e inamovibles, ni mano de obra barata y cada vez menos cualificada. Liberalismo, sin duda, bajo el imperio de la ley. Es el secreto de la sociedad occidental: con diferencia, la que más riqueza crea y la que menos mal la reparte. Una empresa con problemas laborales es más vulnerable ante la mala suerte. Es una cuestión objetiva, secuela natural de la condición humana. En «La muchedumbre solitaria», David Riesman define con precisión el carácter heterónomo, es decir, dirigido por «los otros». En Estados Unidos fue hace medio siglo, y ahora con la globalización llega a todas partes. Somos masa virtual, capaces de hacer todos lo mismo aunque apenas hablemos unos con otros. Los estados de ánimo se contagian sin remedio. Es difícil encontrar a gente que hable bien de su trabajo. Es una pena, porque a casi todos nos gusta lo que hacemos. El riesgo, una vez más, crece de día en día. Los «dragones» hacen más cosas en menos tiempo y los europeos gastamos demasiado esfuerzo en las quejas por un bienestar que se desvanece. Peligro grave a corto plazo.

Volvemos a la tragedia con el ánimo sobrecogido. Luto, llanto y -lo peor de todo- alguna especulación gratuita. Muchas vidas irrepetibles, cuyo proyecto queda truncado y cuya ausencia nadie podrá llenar para los suyos. A veces se olvida que las cifras esconden un drama único caso por caso. Conmoción social, por supuesto. Debate técnico imprescindible. Responsabilidades jurídicas, todas las que procedan en derecho. Sobre todo, muchos seres humanos perdidos para siempre. Como tantos millones de personas, confiaron en la técnica sin pensarlo dos veces. A su riesgo y ventura, igual que hacemos usted y yo todos los días. Víctimas de la estadística implacable. Que Dios los tenga en Su Gloria.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.