A todos nos duele nuestra lengua

A los españoles de hace un siglo, al menos a algunos de ellos, les dolía España. A los de ahora lo que nos duele, sobre todo, es la lengua. Integrados en Europa, con un régimen democrático y con una economía que, pese a la crisis, sigue siendo del primer mundo, ningún ciudadano debería sensatamente tener motivos para el desánimo. Y, sin embargo, los herederos de Miguel de Unamuno y de María Zambrano, de Salvador Espriu y de Alfonso Rodríguez Castelao, tenemos razones más que suficientes para estar preocupados.

La cuestión lingüística en España no va bien; de hecho, va tan mal que ha llegado a poner en cuestión la existencia misma del país en una sucesión de acciones y reacciones, a cual más desgraciada, en la que las culpas se hallan bastante repartidas. No pasa día sin que los medios den noticia de protestas, manifiestos o declaraciones que están continuamente arrojando leña a una hoguera ya crecida de por sí.

Ahora mismo estamos embarcados en la polémica de la llamada ley del catalán, aprobada por el Parlament de Cataluña, lo que, sorprendentemente, no basta para zanjar la cuestión. Hay quienes se obstinan en mirar para otro lado y se niegan a reconocer que el rey está desnudo. Es una suprema irresponsabilidad política: se quiera o no, casi no existe ningún ciudadano español que esté contento con el trato que le están dando actualmente a su lengua. Si esto se aplicase a su cuenta corriente, a su familia o a su lugar de residencia, estaríamos en puertas de una revolución. Y, sin embargo, la lengua nos constituye sentimental y humanamente mucho más que aquellos factores: uno puede cambiar de ciudad, está continuamente alterando su estado financiero y, si se empeña, hasta puede cambiar de familia, pero nunca perderá su lengua.

Una precisión importante: lo que a los ciudadanos les duele en cada caso no es la lengua por antonomasia, de aquí o de allá, es su lengua.

En España, el 40% de la población vive en comunidades bilingües, de forma que a una mayoría le duele el español, pero a una minoría muy relevante le duelen el catalán/valenciano, el gallego o el vasco. Pasa con esto como con las guerras: los políticos y los estados mayores juegan a destrozarse mutuamente, pero lo hacen por persona interpuesta, de forma que las víctimas siempre son soldados y civiles que lo han perdido todo, sin que su condición doliente permita distinguir a los de un bando de los del otro.

¿Existen ciudadanos de las comunidades bilingües que se sienten vejados por lo que denuncian como excesos de la aplicación de las leyes de normalización lingüística, lo cual encorajina de paso a muchos habitantes de las monolingües? Sí, es evidente. ¿Existen ciudadanos de las comunidades bilingües que sienten que en España -un país que sólo reconoce sus lenguas en el ámbito regional (y además recientemente)- no dejan de estar de visita? Igual de evidente.

No sé a qué conduce mirar para otro lado y hacer de avestruz en este tema tan delicado. Si queremos seguir viviendo juntos, porque nos interesa mutuamente y fuera hace mucho frío, habrá que resolver esta contradicción alguna vez. Y entiéndase que no estoy propugnando ninguna forma de organización política concreta para España. A mí, como iberista convencido, lo que me gustaría es que la dualidad estatal vigente en la península Ibérica se superase con alguna fórmula viable y aceptada por todos, pero éste es otro debate ajeno a la cuestión que nos ocupa aquí.

Lo que sí propugno es la necesidad de replantear radicalmente la cuestión lingüística.

Dicen que este asunto está muy politizado. Desde luego: por acción o por omisión, abierta o larvadamente, los políticos de uno y otro signo no han hecho más que tensar la cuerda en beneficio propio sin sacar al náufrago ni un milímetro de la ciénaga que lo está tragando. Entiendo que lo más importante es cambiar la actitud de los ciudadanos y que sólo cuando haya cambiado será posible plantear medidas efectivas concretas porque ellos mismos las habrán demandado. Lo contrario sería empezar la casa por el tejado.

En el momento presente lo que predomina es una actitud avasalladora que impone en cada caso la lengua dominante con exclusión de las demás. De un lado está la idea de que el español es la única lengua del país (lo que gustan llamar "lengua nacional"), siendo así que no sólo no es el idioma materno de muchas personas, a las que habría que agradecer permanentemente su esfuerzo al usarlo, sino que, además, el catalán/valenciano, el gallego y el vasco han sido igualmente lenguas generales de España desde hace muchos siglos y por razones de las que no me puedo ocupar aquí. De otro lado está la idea de que estos tres idiomas (que gustan llamar "propios") sólo podrán sobrevivir si sus defensores calcan miméticamente la ignorancia y el menosprecio del otro que han caracterizado a los que sólo están interesados en la defensa del español.

En otras palabras: a lo que se aspira, como mal menor es a que las lenguas coexistan, pero sin propiciar su convivencia, es decir, su vivencia compartida. Es lo que en el antiguo régimen se preconizaba para las clases sociales y para los sexos: coexistencia inevitable, sí, convivencia fecunda, no. Mas si algo caracteriza a nuestra época es la superación de estas desigualdades: la de clase, la de sexo, la de religión... todas, menos la de lengua. Y esto constituye una tragedia, y no sólo hoy, en España viene siendo así desde el siglo XVIII.

¿Tan difícil es hacer posible que en el Parlamento, en los medios de comunicación y en la vida diaria de toda España uno pueda expresarse en cualquiera de los tres romances sin que se le insulte, a pesar de que le comprenden perfectamente con un mínimo de práctica?

¿Tan pernicioso resultaría para la vida social de las comunidades bilingües que los hispanohablantes, que de todas maneras conservarán el español en este mundo de la aldea global, no lo retengan sólo como una variedad oral más o menos vergonzante? Dicho brevemente: ¿acaso no vamos a ser capaces de cimentar la vida de los ciudadanos españoles sobre la convivencia lingüística?

Todo lo que acabo de decir son obviedades, pero soy consciente de que muchas personas lo acogerán con reticencia. Por eso me guardaré muy mucho de proponer que las cuatro lenguas de España sean declaradas oficiales en todo el Estado o que la oficialidad legal de la lengua propia y del español se aplique equilibradamente en las comunidades autónomas bilingües.

Las medidas legales efectivas son las que consolidan un estado de opinión mayoritario -la ley de dependencia, la de igualdad de género-, nunca las que aspiran a crearlo de la nada al estilo de la ley antialcohólica de Estados Unidos en los años veinte. Antes de legislar hay que ganar la batalla de la opinión y de las actitudes.

El tiempo apremia: la herida sigue abierta, y las posibilidades de que se gangrene crecen de día en día. Necesitamos cauterizarla con un gran pacto de Estado: nos va en ello la paz social.

Ángel López García-Molins, catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universitat de València.