A toro pasado

Como era de prever, el Parlament de Catalunya aprobó por ley la prohibición de las corridas de toros: fue una noticia que tuvo amplia repercusión en Catalunya, en España y hasta en el mundo.

Dejando aparte la comprensible amargura y la natural euforia que han mostrado, respectivamente, las minorías de acérrimos partidarios o de intransigentes detractores de los toros, me parece que entre el resto de los ciudadanos, aquella mayoría que no está plenamente ni con unos ni con otros, el acuerdo parlamentario ha dejado, en medio de una gran indiferencia, cierto mal sabor de boca, una sensación de que, en el fondo, lo que se ha cometido es un nuevo atropello a la libertad. Esta sensación ha ido en aumento al ver como partidarios y detractores, a toro pasado, nunca mejor dicho, han reaccionado de manera tan exagerada ante la prohibición.

Dos posiciones se enfrentaban. Para unos, las corridas son un espectáculo artístico y una tradición cultural que debe mantenerse, ya que los padecimientos físicos del toro antes de morir no son propiamente crueles si se tiene en cuenta la regalada vida que han disfrutado desde su nacimiento, y, además, el valor estético de la fiesta justifica la breve tortura del animal. Para otros, el indudable sufrimiento que se inflige al toro durante la corrida es moralmente inaceptable y, por tanto, los poderes públicos no deben permitir tal espectáculo. La verdad es que ambas posiciones son razonables.

Sin embargo, yendo más al fondo, la prohibición de los toros en Catalunya encierra contradicciones e hipocresías. Una primera contradicción, de la que más se habla en estos días, es la de que tal prohibición no se extienda también a los correbous o toros embolados, unas fiestas que no acaban con la muerte del toro pero que los someten al suplicio de ser toreados con los cuernos encendidos. Si evitar el maltrato, y no evitar la muerte, es el objetivo de la protección - en otro caso, deberíamos prohibir el consumo de carne-,también deberían prohibirse en Catalunya estos espectáculos.

Pero todavía es más contradictorio prohibir los toros y permitir actividades como la caza y la pesca. Deberíamos pensar en los aterrados conejos y liebres, en las codornices y perdices malheridas que agonizan lentamente en cualquier rincón de un bosque; o en los pescados con el anzuelo clavado en la boca que se retuercen durante un buen rato dando saltos antes de morir asfixiados tras sacarlos del agua. O en las granjas en que malviven estabulados pollos, vacas, cerdos o terneras que después consumimos bien cocinados, quizás antes de ir al Parlament a votar a favor de prohibir los toros. O también en el riquísimo foie de oca, obtenido tras hinchar de forma antinatural el hígado de estos animales hasta casi hacerlos explotar. Siguiendo la lógica de los toros, deberíamos, pues, prohibir también otras muchas cosas. Seguro, además, que así lo pretenden muchos proteccionistas honestos. Pero seguro también que este no es el caso de muchos diputados catalanes que apretaron el botón de su escaño para prohibir los toros en Catalunya.

Por último, es una gran hipocresía sostener que la decisión catalana nada tiene que ver con la defensa de una supuesta identidad catalana frente a otra supuesta identidad española de la que el toro es símbolo. O, dicho de otra manera, que la causa de la prohibición es únicamente el deseo de proteger al toro como animal y no es también el deseo de marcar una frontera diferencial con el resto de España. También en este caso es cierto que muchos antitaurinos honestos son únicamente defensores de los animales. Pero no es menos cierto que una tal decisión no se hubiera tomado sin este afán de borrar cualquier huella en Catalunya de lo que se considera un símbolo de España. ¿O es que derribando el famoso toro de Osborne se estaba simplemente protegiendo a un animal de la tortura en lugar de demoler y desmantelar la alegoría de una presencia indeseada? Quizás el espectáculo de torear no sea éticamente muy edificante, pero tampoco es un crimen y, en todo caso, aún es menos edificante la hipocresía de ciertos diputados al dar unas razones que no son en las que están pensando.

No hemos olvidado, sin embargo, lo más importante: la cuestión de la libertad. Creo que es absurdo el famoso eslogan del sesenta y ocho "prohibido prohibir". En una sociedad justamente ordenada debe haber prohibiciones. Pero sólo debe prohibirse lo necesario. Y aquello que determina lo necesario es lo que daña a otro ser humano, no lo que daña a otro animal. Maltratar a un animal puede ser - y desde mi punto de vista lo es-moralmente reprobable. Pero no todo lo que es, desde un punto de vista subjetivo, moralmente reprobable, debe ser declarado ilegal.

Que vayan a los toros aquellos a quienes les gusten los toros. Lo mismo sucede con otras actividades, por ejemplo el fútbol, en mi opinión el actual opio espiritual del pueblo. Pero aunque yo tenga esta opinión del fútbol no estaría de acuerdo en prohibirlo. Como tampoco hubiera apretado el botón del sí para que se aprobara una ley que prohíbe los toros.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UB.