A Trump le gustan los tiranos, salvo los latinoamericanos

Donald Trump, presidente de Estados Unidos, el 16 de julio de 2018 en Helsinki y, a la derecha, el presidente de Venezuela Nicolás Maduro en Caracas el 17 de mayo del mismo año Credit Brendan Smialowski/Agence France-Presse — Getty Images; Carlos Jasso, vía Reuters
Donald Trump, presidente de Estados Unidos, el 16 de julio de 2018 en Helsinki y, a la derecha, el presidente de Venezuela Nicolás Maduro en Caracas el 17 de mayo del mismo año Credit Brendan Smialowski/Agence France-Presse — Getty Images; Carlos Jasso, vía Reuters

Desde que hace dieciocho meses Donald Trump tomó posesión como presidente de Estados Unidos, los analistas han hablado de su aparente afinidad con los tiranos. Como escribió Thomas L. Friedman, columnista de The New York Times: “Trump […] parece preferir a los dictadores que a los aliados democráticos que tenemos en todas partes”. Esto no quiere decir, por supuesto, que Trump no tenga buenas relaciones con mandatarios democráticos, como el caso de Emmanuel Macron, el presidente de Francia.

Sin embargo, da la impresión de que el presidente estadounidense les tiene más respeto y se siente más cómodo con líderes autoritarios como Rodrigo Duterte de Filipinas, Abdulfatah el Sisi de Egipto y, claro, Vladimir Putin de Rusia. En resumen, los políticos autocráticos tienen una ventaja.

La cumbre en Singapur del 12 de junio entre Trump y el líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, provocó reacciones particularmente fuertes. En una entrevista reciente, la periodista rusoestadounidense Masha Gessen hizo eco de la opinión de Friedman y dijo que Trump “tiene un deseo desesperado por agradar y ser reconocido por los dictadores del mundo”. Se espera que en los próximos días, después de la reunión de hoy con Putin en Helsinki, se genere otra discusión intensa sobre la preferencia del presidente Trump por los líderes antidemocráticos.

Sin embargo, hay una excepción flagrante en este patrón perturbador: Trump parece detestar a los tiranos solo cuando son de América Latina. En relación con Cuba, Trump interrumpió la reconciliación diplomática —el legado más importante del presidente Barack Obama en la región— con nuevas sanciones “hasta que se restauren las libertades” en la isla. Poco después de las elecciones presidenciales en las que ganó la presidencia, en 2016, Trump celebró la muerte del dictador cubano Fidel Castro y ha usado un discurso agresivo contra el hermano de Fidel, Raúl, quien dejó la presidencia en abril, pero aún tiene mucho poder.

Esta excepción también es evidente en Venezuela, donde se vive una situación desesperada y casi dos décadas de gobierno cada vez más dictatorial culminaron con el robo descarado de las elecciones en mayo (aunque el presidente estadounidense condenó, con razón, la farsa de las elecciones venezolanas, llamó a Putin para felicitarlo por su reelección dos meses antes). De hecho, según se ha dado a conocer, Trump contempló la posibilidad de invadir Venezuela para quitar del poder a Nicolás Maduro. Por fortuna, los asesores de la Casa Blanca y los líderes de América Latina le advirtieron en varias ocasiones al presidente estadounidense que lanzar amenazas de una acción militar sería insensato y contraproducente.

Aunque Trump no es conocido por su coherencia, da la impresión de que considera que la región es un terreno fértil para imponer su voluntad a cualquier costo, como si fuera su prerrogativa estratégica y el “patio trasero” de Estados Unidos. Una mentalidad así de anacrónica es un gran revés para la tendencia, muy bienvenida, que se puso en práctica después de la Guerra Fría: los países de la región son socios en igualdad de condiciones.

En febrero, por ejemplo, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson dijo que la doctrina Monroe —creada de manera unilateral en 1823, asumía que la región era un área de influencia exclusiva de Estados Unidos y a menudo se usaba para justificar el intervencionismo estadounidense en América Latina— era “tan relevante ahora como el día en el que fue redactada”; aunque, paradójicamente, calificó de “imperial” la influencia cada vez mayor de China en la región.

Trump debe ser elogiado por confrontar a los tiranos de América Latina. Sin embargo, si al mismo tiempo resucita el impulso por la unilateralidad y es indiferente a las necesidades e inquietudes de la región, dificulta aún más el inicio del cambio democrático que, en teoría, busca.

La agresividad retórica del presidente estadounidense hacia América Latina puede ser consecuencia, en buena medida, de las presiones de la política de Estados Unidos sobre la política internacional, en especial la que se relaciona con nuestros vecinos del sur. La campaña de Trump de 2016 se construyó sobre la demonización de muchos países latinoamericanos —México en particular— por provocar desde superávits comerciales “injustos” hasta crímenes.

Otro factor político en el interior de Estados Unidos es la comunidad cubanoamericana, que históricamente ha tenido un papel crucial en la política entre Cuba y Estados Unidos. Marco Rubio, el senador por Florida, tiene mucha influencia en la evolución de la postura belicosa hacia América Latina. De hecho, desde hace mucho tiempo, la política interna estadounidense ha dominado las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, no solo en el caso de Cuba, sino también en las políticas migratoria y en la guerra contra las drogas.

Que no quede la menor duda: el gobierno de Trump se merece el crédito por haber aumentado la presión —a través de mayores sanciones y por medio de los canales diplomáticos— sobre el régimen de Maduro, una estrategia que, en realidad, comenzó desde el gobierno de Obama. El registro de violaciones a los derechos humanos en Cuba también es terrible y la Casa Blanca deberá continuar su presión para que el gobierno de la isla implemente reformas democráticas. No obstante, para los líderes latinoamericanos de todo el espectro político, la intención precipitada de Trump de iniciar una acción militar en Venezuela evoca recuerdos del imperialismo estadounidense y le da armas a Maduro para hacer declaraciones falsas con las cuales justifique el colapso de su país con una conspiración encabezada por Estados Unidos. Del mismo modo, los latinoamericanos se preguntan si el regreso de la política fallida de aislamiento y castigo a Cuba generará algún cambio positivo.

Las críticas de Trump hacia los tiranos de América Latina y el resurgimiento de doctrinas de política internacional anacrónicas no es una estrategia viable para lograr cambios en la región. La antipatía del presidente hacia las dictaduras en Venezuela y Cuba parece ser más bien el resultado de una ideología política y de sus instintos combativos.

Como señaló el exembajador de Estados Unidos en Panamá, John Feeley: “Hemos retrocedido en el tono. […] Los latinoamericanos creen que Trump y sus altos funcionarios, más allá de acosar a México y de aumentar la presión sobre Cuba y Venezuela, no tienen un interés genuino en la región”. Esta mezcla incoherente de agresividad e indiferencia está teniendo graves consecuencias en las relaciones de Estados Unidos con América Latina.

Es difícil reconciliar la aprobación de Trump —de hecho, sus halagos habituales— a los líderes autoritarios del mundo con su preocupación declarada por la democracia y la situación de los derechos humanos en Venezuela y Cuba. Al presidente estadounidense parecen preocuparle menos las actitudes y prácticas antidemocráticas de los gobiernos amigos, como el de Honduras, por ejemplo. Se defienden mejor los intereses de Estados Unidos —en Latinoamérica y en el resto del mundo— cuando su gobierno logra influir en regímenes autoritarios a través de una combinación de pragmatismo y coaliciones con aliados regionales para presionar por reformas democráticas y derechos humanos.

La buena noticia es que ahora los tiranos latinoamericanos están cada vez más desacreditados. La mayoría de los gobiernos de la región comparte la desaprobación de Trump por Maduro, y considera que Raúl Casto es una reliquia de una era pasada. Sin embargo, rechazan de manera rotunda que un presidente estadounidense se entrometa en sus políticas nacionales o haga intervenciones militares en cualquier parte de la región.

Mientras Trump siga viendo a América Latina a través de una óptica obsoleta, será aún más difícil convencer a otras naciones de la región de cooperar con Estados Unidos para encontrar soluciones a temas tan importantes como el comercio, el tráfico de drogas y la inmigración. Esto es políticamente costoso, no solo para las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, sino para que Trump mismo pueda cumplir su agenda en casa.

Michael Shifter es el presidente de Diálogo Interamericano, un centro de estudios con sede en Washington especializado en temas relacionados con el hemisferio occidental. David Toppelberg es un becario en esa misma organización y estudia en la Universidad de Yale.

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