A un paso de la universalidad

El Comité de Patrimonio de la Unesco decidirá en su reunión de Nairobi de este mes de noviembre si los castells se inscriben en la lista representativa del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Si, como esperamos, la decisión de este organismo es positiva, se podrá decir que los castells han hecho una carrera meteórica. En muy pocas décadas, habrán pasado de ser una actividad de ámbito local y comarcal a obtener el máximo reconocimiento universal y ser incluidos en el catálogo de los tesoros culturales de la humanidad.

Los argumentos que justifican esta pretensión de la comunidad castellera pueden agruparse en cuatro apartados: la vitalidad actual de los castells, la espectacularidad, la vivencia castellera y su potencial como transmisor de valores.

Los castells están viviendo el momento más brillante de su bicentenaria trayectoria. De la media docena de colles que existían en 1970, se ha pasado a más de 60 en la actualidad. De las construcciones de ocho pisos, límite de aquel momento, a las actuales de 10. De las contadas ciudades y pueblos en donde se podían ver castells entonces, a realizarse, como el año pasado, 18 actuaciones en el extranjero y más de 500 en toda Catalunya.

El potencial espectacular de los castells es lo que inmediatamente perciben los que acuden a las plazas o los ven por televisión. Los castells exhiben fuerza y belleza plástica, se entienden a primera vista, siempre son de resultado incierto y tienen una reconocida capacidad para generar emociones. En definitiva, son un producto de éxito con una demanda más que solvente: el 93,6% de la población catalana los considera una actividad positiva o muy positiva y el Parlament tomó su último acuerdo por unanimidad, hace ahora dos años, precisamente para dar apoyo a la presentación de la candidatura en la Unesco.

La vivencia castellera, que mueve más de 7.000 mujeres y hombres a dedicar su tiempo y energía a esa actividad, es una experiencia doble. Por un lado, física: la fuerza, el cuerpo a cuerpo, el pecho contra espalda. Por otro, emocional: compartir la ilusión de lograr un gran reto; experimentar el respeto, e incluso el miedo, que este reto puede provocar; vivir entre compañeros, no con la massa, la alegría del triunfo y la decepción del fracaso. Todos estaremos de acuerdo en que nuestra sociedad no ofrece muchas vivencias de esa amplitud e intensidad.

Pero, a pesar de la validez de estos argumentos, es cierto que existen muchas actividades, con más capacidad de convocatoria y más practicantes que los castells, que no pueden aspirar a este reconocimiento. Si las colles tenemos esta aspiración es porque sabemos que en los castells existe algún plus que nos avala y justifica. Y este plus no es otro que los valores que los castells transmiten y el potencial simbólico que vehiculan. En eso sí que nadie puede competir.

En primer lugar, apertura y diversidad. Quien llega a una colla castellera nunca escuchará a nadie decir: «Aquí ya somos suficientes, el equipo está completo». Para realizar castells hace falta mucha gente y todos pueden aportar algo, sea cual sea su edad, sexo, profesión, habilidades, tiempo del que dispone, lugar de nacimiento o la lengua que habla. Las colles son entidades abiertas, reflejo de la diversidad social y, por ello, escuelas de tolerancia y de civismo.

En los castells, el triunfo propio no tiene que ir asociado a la derrota de nadie. Son la única actividad de grupo en que uno puede sentirse ganador sin que haya un perdedor. El resultado del castell sólo depende del esfuerzo, la capacidad de sacrificio, la cooperación y el trabajo en equipo de los miembros de la colla. La autosuperación es la fuerza motriz de las colles castelleres; la rivalidad, solo el complemento.

En los castells, las jerarquías sociales se disuelven. Las barreras entre las personas se difuminan y los roles a menudo se intercambian. Cada uno aporta algo que nos iguala a todos, el propio cuerpo. «Los castells son el único lugar en el que el trabajador puede subir a espaldas del amo», se decía en un lenguaje contundente de innegable regusto decimonónico.

Todos los castellers son amateurs. Los castells han progresado bajo el signo del amateurismo integral y la ilusión es el único combustible que empuja a los castellers. El sueño frustrado del barón de Coubertin está bien vivo en nuestro mundo. El castell es una obra colectiva. Las individualidades son poco relevantes y ningún crack sacará adelante una colla. Nadie marca ningún gol, ni hace ninguna asistencia. El triunfo es de la colla y de todos los castellers.

Y es en estos valores en donde radica la fuerza de los castells. Son lo que los hace únicos y les otorga un significado universal. Los castells tienen una cuna reconocida, Valls, y unas raíces muy nuestras, pero poseen y transmiten valores universales deficitarios en las sociedades actuales. Por ello la semilla ha empezado a crecer en lugares tan alejados y dispares como Chile o China.

Miquel Botella Pahissa, presidente de la Coordinadora de Colles Castelleres de Catalunya.