A un siglo de las Elegías de Duino

Hace ahora cien años, en Europa empezaba a despertar el movimiento totalitario que organizaría el primer sistema de aniquilación industrial. Tras la matanza de la Gran Guerra, en la que ya se había experimentado con armas químicas, la Vernichtung –la fábrica de la nada–, iba a convertirse en el signo de la nueva era. Por otra parte, los avances tecnológicos y científicos habían dejado al hombre en un estado de perplejidad frente a su propio conocimiento. La relatividad de la física y el análisis de los ocultos procedimientos psíquicos hacían del viejo 'anthropos' un enigma inquietante, reflejado en la detonación artística de las vanguardias. Ciencia y arte parecían ir de la mano en el cumplimiento del 'fatum' moderno. La pintura había descartado la mímesis, la música ya no toleraba la melodía, la novela había dejado de narrar y la poesía, como demostró T. S. Eliot en 'La tierra baldía', ya no era capaz de alabar.

Hay en todas las épocas, sin embargo, espíritus que parecen caminar en otro sentido, ajenos a la algarabía y la confusión, salvados por su fe. Ese fue el caso de Rainer Maria Rilke, que hace un siglo dio a la imprenta sus 'Elegías de Duino', compuestas a lo largo de una década en la que, mientras la civilización europea parecía derrumbarse, él se dedicó a viajar por todo el continente en busca de restos de lo sagrado, tratando de llenar el vacío que se le había abierto una fría mañana de enero de 1912, mientras bajaba a la playa Sistiana del mar Adriático por un sendero del castillo de Duino: «¿Quién si yo gritara llegaría a oírme desde los coros / de los ángeles?» Durante diez años, Rilke intentó encontrar una respuesta a esa pregunta. O lo que es lo mismo, el poeta se propuso acabar con todo aquello que estaba haciendo posible la aniquilación, la convicción moderna de que las cosas surgen de la nada y vuelven a ella gracias a nuestro poder de dominio.

Rilke se dio cuenta de que el final del cristianismo como religión hegemónica en Europa había dado paso a una época de materialismo nihilista. El proceso de desencantamiento de la naturaleza que había empezado a manifestarse en el Renacimiento había llegado a su punto culminante. Por otro lado, tras dos milenios de creencia en un más allá, el más acá había quedado a merced de las máquinas. El hombre, por tanto, se encontraba en una situación existencial muy peligrosa y frágil. Desahuciado tanto del cielo como de la tierra, no le quedaba más remedio que ser pasto del exterminio.

Frente a eso, Rilke no reaccionó como la mayoría de los poetas modernos desde el Romanticismo, que se instalaron en el lamento, la dolida o irónica constatación del ya no, sino que se revolvió con todas sus fuerzas, con todo lo que él tenía, para tratar de renovar tanto nuestro sentido de la trascendencia como de la inmanencia, devolviéndonos a nuestro lugar. En otras palabras, Rilke nos propuso un nuevo pacto existencial que celebrara la vida sin odiar la muerte.

A lo largo de las diez elegías, el hablante lírico experimenta una transformación gracias a la cual la negatividad inexcusable de la modernidad se da la vuelta. Rilke constató que la conciencia de mortalidad se había convertido en nuestro peor enemigo, en un instrumento de destrucción. Por ello propuso situar nuestra finitud en el centro mismo de la existencia y celebrarla con el esplendor de la creación. Como dijo en una carta de la época, no hay que aproximarse a los dioses de frente sino por detrás, para intentar verlo todo como ellos. Por otra parte, nuestra condición de seres lingüísticos es un privilegio que puede ayudarnos en la tarea. Solo nosotros podemos dotar de espíritu a la naturaleza mediante la palabra y nombrar las cosas más cercanas para redimirlas de su transitoriedad: «Quizá hemos venido para decir casa, / puente, manantial, puerta, frutal, ventana, / a lo sumo columna, torre… pero decirlo, entiéndelo, / oh decir tal como las mismas cosas nunca creyeron / íntimamente ser».

Gracias a ese decir, el hombre recupera su horizontalidad perdida, el estar aquí, ese núcleo de la existencia en la que la poesía deja de ser lamento para volver a ser canto, himno, alabanza: «¿No fue un milagro? Oh asómbrate, ángel, de que nosotros seamos, / nosotros, oh grandioso, cuenta de lo que hemos sido capaces, no da / mi aliento para tanta celebración». O como el poeta dirá en otra carta, gracias al lenguaje nosotros podemos ser las «abejas de lo invisible» y grabarnos esta tierra provisional y caduca de forma tan profunda y apasionada que su ser resurja «invisible» en nosotros. El ángel deja de ser entonces el heraldo de la incomunicación entre dioses y mortales y se convierte en una criatura nueva en la que esa metamorfosis existencial ya se ha cumplido. Como el Orfeo de los sonetos que Rilke completó tras el ciclo de Duino y que también se publicaron hace un siglo, el ángel de las elegías acaba con la separación y consigue que lo efímero arda en el centro mismo de la eternidad. El único precio que hay que pagar por ello es la humildad constante: «Alaba ante el ángel el mundo, pero no el indecible, / ante él no puedes jactarte de las maravillas sentidas, / pues en el cosmos, ahí donde él siente con toda / su sensibilidad, tú no eres más que un principiante. / Así que muéstrale lo simple, formándose / generación tras generación, / nuestro en la vida, / ahí a la mano y en la mirada».

Cuando en febrero de 1922, Rilke se encerró en torreón de Muzot, en el cantón suizo del Valais, para terminar las Elegías, escribió una carta a una amiga explicándole que en la primera planta había una capilla pequeña y antigua con un maravilloso marco gótico en la puerta. Encima, sin embargo, no estaba la cruz que esperaba encontrar sino, en un relieve muy ostensible, «la esvástica, la misteriosa cruz gamada hindú que luego fue durante siglos el símbolo de extraños movimientos religiosos». Aunque el poeta aún no lo sabía, en aquellos años el partido nazi iniciaba sus actividades bajo aquel signo, que acabaría siendo el de la Vernichtung, la marca del exterminio. No deja de ser elocuente que Rilke cantara bajo aquel símbolo todo lo que en realidad constituía su reverso. Porque hoy como ayer, las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo constituyen el más bello esfuerzo por salvar al mundo de la aniquilación.

Andreu Jaume es escritor.

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