¿A veces el coraje no tiene recompensa?

Por estas fechas hace 80 años, entre mediados de enero de 1939 y finales de febrero, cerca de medio millón de españoles cruzaron la frontera francesa. Conformaban una abigarrada multitud de fugitivos que llenaba todas las carreteras que conducían al país vecino. Una marea humana. Nunca España, en su larga historia de migraciones, había conocido un éxodo de tales dimensiones.

Todas las vías y caminos comarcales que conducían a la frontera francesa se atiborraron de gente. La mayoría iban a pie, pero también abundaban los más diversos medios de transporte, camionetas, coches, vehículos militares, ambulancias, carros, mulas, caballos... Muchos de los fugitivos eran soldados con una manta enrollada y cruzada en banderola y sus fusiles al hombro. Otros muchos eran civiles, ancianos caminando con dificultad, llevando a un niño de la mano, jóvenes mujeres con pequeños en brazos, algunos mutilados apoyándose en muletas.

¿A veces el coraje no tiene recompensa?Derrotados, agotados por las duras jornadas vividas, desmoralizados, hostigados por la aviación franquista, italiana y alemana, que en vuelos rasantes, atacándoles por la espalda, les ametrallaba sin piedad. Caminaban acogidos a un tenso silencio, tan solo roto por el alboroto y la estampida que ocasionaban los ametrallamientos de la aviación. Se sabían derrotados pero también que habían luchado por una causa justa. Su caminar quería ser apresurado, sentían prisas empujadas por el pánico que se había propagado tras recibir la noticia de la caída de Barcelona y de las brutales represalias, pero resultaba ralentizado por el embotellamiento de fugitivos y vehículos en las carreteras.

Todo estaba perdido. Se trataba de escapar como fuera. Jóvenes soldados, impacientes, abandonaban las carreteras por las que era dificultoso avanzar y optaban por trochas rurales que ascienden por las montañas. Era una huida caótica, masiva, improvisada. El objetivo era alcanzar cuanto antes la frontera francesa donde esperaban protección. Tardarían varios días en llegar a territorio francés.

Se tomaron algunas fotografías que documentan aquella descomunal catástrofe. Están reproducidas en libros como el de Antonio Vilanova, Los olvidados; el de Geneviève Dreyfus-Armand, L’exil des républicains espagnols en France, o el de Ian Gibson, Ligero de equipaje. En ellos vemos soldados republicanos avanzando por una ladera nevada de los Pirineos; hombres con un hatillo al brazo y un pequeño de la mano o sobre los hombros; hombres con maletas y de la mano un niño sin una pierna, con muleta; una apretada muchedumbre en Le Perthus; mujeres con maletas y críos; un camión cargado con un cañón, rodeado de fugitivos; una columna de soldados republicanos cruzando un puente, ya en la frontera; joven mujer con niños tapados con mantas; columna de camiones sobre los que viajan hombres cubiertos con mantas; montones de fusiles entregados, ya en suelo francés, por los soldados republicanos españoles bajo la mirada de gendarmes franceses...

Entre aquellos fugitivos iba el poeta Antonio Machado. Las autoridades republicanas le habían facilitado un coche en el que viajaba con su anciana madre, su hermano José con su mujer y algún otro amigo. La última noche que el poeta pasó en España lo hizo en la cocina de una masía situada entre Orriols y Viladasens. Su hermano José describió meses después, en el exilio, aquella última aciaga noche que pasaron en suelo español:

“El Poeta, en esta noche de horrible pesadilla, parecía una verdadera alma en pena entre aquella desasosegada multitud. Miraba en silencio aquellos diversos corrillos que se habían formado aquí y allí... El alba nos iba a encontrar a todos mucho más viejos que cuando llegamos... En aquella noche demoniaca entraban y salían milicianos con sus mantas y fusiles, cargados además con grandes ramas para revivir el fuego, ya casi extinguido. El frío del amanecer se sentía hasta la médula de los huesos... El Poeta, entumecido y agobiado, guardaba el más profundo silencio viéndose rodeados de todas estas gentes que, como en una última oleada de un baile infernal y en un postrer espasmo de movimiento, recogían sus pobres bagajes de maletas, sacos y bultos de las más extrañas formas, para seguir el triste camino del destierro”.

Los últimos 500 metros antes de llegar a la frontera, Machado y sus familiares tuvieron que hacerlos a pie, porque la aglomeración era tal que impedía avanzar a los vehículos. Era una pendiente atroz. Ya en la línea fronteriza siguieron agolpados entre miles de refugiados. Los gendarmes franceses, desbordados, actuaban con gran dureza. Ya en territorio francés, un viejo coche recogió a Antonio Machado y a su familia y los condujo a Collioure, una localidad del litoral. Allí, se instalaron en la Pensión Quintana. A los pocos días fallecerían, rotos de tristeza, la madre y el hijo.

Al evocar ahora aquellas dramáticas escenas de la España derrotada, me viene a la memoria lo que dijera Albert Camus sobre la guerra civil española: “Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, golpeado; que la fuerza puede destruir el alma y que, a veces, el coraje no tiene recompensa”.

Pero la Historia siguió su curso y, a la vista de la España de hoy, no podemos asegurar que el coraje de aquellos combatientes republicanos no consiguiera a largo plazo sus objetivos. Ochenta años después de aquel desastre, la democracia y la libertad por la que aquellos fugitivos habían luchado se ha asentado en nuestro país. El fascismo y el totalitarismo que inspiraron a los vencedores de entonces, pronto quedó derrotado en Europa, y tardíamente, tras la muerte de Franco, en España. Y aunque ahora, en estos últimos años, se hayan producido retrocesos en la calidad de nuestra democracia, y aunque perduren sectores de la sociedad española, residuales pero ruidosos, que se resisten a condenar el franquismo, a eliminar todo reconocimiento y homenaje a sus protagonistas, a retirar sus símbolos y dar una justa satisfacción a las demandas de las víctimas, de ese combate también saldrá victoriosa la democracia. Aunque con rémoras, esa victoria ya está ocurriendo. El retardo de ese logro supondrá el creciente desprestigio y baldón de las fuerzas políticas, y de las autoridades religiosas, que siguen amparando a los nostálgicos del franquismo.

Félix Santos es periodista y escritor.

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