A vueltas con España

Años antes de quitarse la vida, Joaquín Bartrina, precursor de la vanguardia española, describió en un descarnado poema algo que mantiene entera vigencia siglo y medio después:

«Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber dónde vio la luz del sol:
si os alaba a Inglaterra, será inglés;
si os habla mal de Prusia, es un francés;
y si habla mal de España, es español».

En ninguna nación europea –y quizá del mundo–, consumen sus ciudadanos tantísimo tiempo en denostarse y debatir todo el santo día qué son o han dejado de ser. Resulta incalculable el número de páginas que aquí ha merecido esto último, que suele darse por sentado en cualquier lugar civilizado, y muy significativamente en sitios que la comunidad internacional reconoce en su configuración política y territorial desde hace medio milenio, como sería nuestro caso.

Ortega, Fernández de la Mora, Marías o Bueno repararon alguna vez en esa bizarra tendencia autodestructiva. De la Mora, del que este mes cumplimos dos décadas de su muerte, se afanó en razonar lo absurdo de estos cuestionamientos. Ortega y Marías achacaban esa anormalidad a la ausencia de élites y a la ridícula presunción de quienes se ven obligados a tener que decir cosas a todas horas, aunque se trate de simplezas. Y la Fundación Gustavo Bueno acaba de dedicar el cuarto tomo de sus obras completas precisamente a este asunto, en el que el gran intelectual se pregunta si continuamos poniendo en solfa nuestras esencias porque nos hemos terminado creyendo esa patraña de la leyenda negra pregonada ad nauseam por ingleses, franceses y holandeses, y luego difundida en América a través de las espurias doctrinas antiespañolas que anota Marcelo Gullo en su Madre patria.

Lo que está claro es que esas embestidas ya no provienen de fuera, sino de dentro. Y no derivan tampoco de personalidades impares, sino de botarates de cierto calibre. Los que antes arremetían contra España y objetaban sus cimientos podían responder a la propaganda de nuestros seculares enemigos, pero hay que admitir que daban la talla, por regla general. De Montesquieu o Voltaire hemos pasado hoy, sin embargo, a gentes de cortas entendederas, con estudios elementales o incluso sirviéndose de trapacerías para conseguir laureles académicos. Así son en buena medida los que lideran esas impetuosas corrientes autoflagelantes en partidos regionales y formaciones estatales empeñadas en alcanzar o retener el poder al precio que sea, promoviendo con gran aparato verbal e indisimulada pedantería esa insoportable letanía de Españas multinivel, nación de naciones –discutidas y discutibles–, Estados plurinacionales, federalismos asimétricos, geografías variables y por ahí seguido.

Esta pintoresca inclinación se extiende, para más inri, a ideologías que siempre habían tenido bastante bien atados estos cabos. De Besteiro a Prieto, pasando por Azaña o Negrín, la idea de España como patria común e indivisible ha sido una constante en nuestra izquierda, como sabemos.

«Todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo río», manifestó Manuel Azaña ante el Ayuntamiento de Barcelona en 1938. En Cuenca, festejando el primero de mayo de 1936, confesaría vehemente Indalecio Prieto: «A medida que la vida pasa por mí, aunque internacionalista, me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón, y la llevo hasta el tuétano de mis huesos. Todas mis luchas, todos mis entusiasmos, todas mis energías, derrochadas con prodigalidad que quebrantó mi salud, las he consagrado a España».

Y Juan Negrín, también en 1938, escribiría con ardiente vena patriótica: «No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. Estoy haciendo la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza. Se equivocan gravemente los que otra cosa supongan. No hay más que una nación: ¡España! No se puede consentir esta sorda y persistente campaña separatista que tiene que ser cortada de raíz».

Contrastar estos pensamientos jacobinos con los de sus sucesores ideológicos provoca melancolía. Y más aún si desconocían lo que habían expresado sus correligionarios de antaño. De ahí que sea prioritario devolver ese ortodoxo sentido de Estado a quienes lo abandonaron para entregarse a la temeraria deriva desintegradora, retornando a lo que en cualquier país corriente y moliente debería concitar un natural consenso.

Javier Junceda es jurista y escritor.

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