Por Antonio Remiro, catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad Autónoma de Madrid (EL MUNDO, 26/03/03):
La agresión se ha consumado. Las brillantes teorías sobre la naturaleza pacífica de los países democráticos han sido desmentidas por la Administración de Bush jr. y sus adláteres, aunque en el caso de Gran Bretaña y España bien puede decirse que los gobiernos de Blair y Aznar han tomado sus decisiones desdeñando el clamor contrario a la guerra de los ciudadanos.
No conformes con eso, los gobiernos agresores aún ahora se empeñan en que el recurso unilateral y masivo a la fuerza armada contra Irak es conforme con la Carta de las Naciones Unidas, pues cuenta con el respaldo -dicen- de todo un rosario de resoluciones del Consejo de Seguridad que lo autorizan, la última de ellas, la 1.441, del 8 de noviembre de 2002.
Esta tesis, alambicada, arbitraria y jesuítica, está absolutamente desacreditada. Para gentes como Aznar, Blair o sus ministros no se trata ya de la legalidad según la Carta sino de una legalidad a la carta. El 19 de febrero pasado más de 300 profesores de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales de universidades españolas suscribieron un Manifiesto en el que quedó bien establecido que las resoluciones del Consejo de Seguridad, incluida la 1.441, no habían autorizado expresa ni implícitamente el empleo de la fuerza armada para hacer cumplir las obligaciones de desarme impuestas a Irak y que, de no mediar una autorización expresa del Consejo, los estados que recurriesen a la fuerza armada infringirían las normas internacionales, en particular el artículo 2.4 de la Carta, pudiendo llegar a calificarse su acción, bajo determinadas circunstancias, como crimen de agresión.
Conscientes de la insuficiencia de las resoluciones anteriores para avalar el recurso a la fuerza armada, ya decidido por el Gobierno estadounidense, y asimismo de la imposibilidad de obtener en el Consejo de Seguridad la mayoría preceptiva para ello, el bando de la guerra urdió un proyecto de resolución cuyo objeto se limitaba a constatar que el Gobierno iraquí, al incumplir sus obligaciones de desarme, había desaprovechado la «última oportunidad» que le había brindado el Consejo. Esperaban que este proyecto contara con mayoría requerida y que, lograda la resolución, ellos podrían sacar por su cuenta las consecuencias, esto es, recurrir a la fuerza armada. Al fin y al cabo se había hablado tanto de la necesidad de una segunda resolución que el mero hecho de conseguirla podía bastar para identificarla automáticamente con la autorización de la fuerza armada, fuera cual fuese su contenido.
Sin embargo, cuando vieron que las cuentas no les salían, Bush y sus acólitos escenificaron su conspiración en las Azores, retiraron su proyecto de resolución y decidieron cargar sobre Francia la responsabilidad de la agresión que se disponían a ejecutar, una vez que el Consejo no asumía sus responsabilidades (esto es, no decía amén a los deseos de Estados Unidos).
La realidad es, sin embargo, que el bando de la guerra siempre estuvo en el Consejo en ominosa minoría y es reconfortante que los miembros africanos y latinoamericanos no se dejasen acogotar por sus presiones. No había razón alguna para considerar que Irak no estaba cumpliendo sus obligaciones de desarme y de cooperación con los inspectores de la ONU y del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) en términos que justificasen el salto mortal a la violencia, por excitante que fuera para la Administración Bush. Todo ello con independencia de la desmedida valoración de Irak y de sus gobernantes como una amenaza actual a la paz y seguridad internacionales.
Supuesta la agresión, todas las decisiones del Gobierno español para dar cobertura a la operación militar están contaminadas.Presentar como una «misión de apoyo humanitario» el envío al Golfo Arábigo (o Pérsico) de una flotilla con unidades sanitarias, de desminado y lucha contra la guerra nuclear, química y bacteriológica, es de una notable desenvoltura. Se trata de una operación de apoyo logístico a la agresión. Otro tanto cabe decir de la utilización de las bases españolas y de nuestro espacio aéreo en tareas de escala, avituallamiento y repostaje que extralimitan el marco convencional. Y aún es más grave el desplazamiento, en el marco de la OTAN, de media docena de F-18, un avión cisterna y un helicóptero a Turquía para su «defensa» en caso de ataque iraquí. Todo, por añadidura, a cargo de la partida presupuestaria aprobada para las «operaciones de mantenimiento de la paz». ¡Menuda prostitución del lenguaje!
Por modestas que sean, son éstas medidas de guerra que hubieran requerido la autorización de las Cortes Generales. Pero casi hay que agradecer al Gobierno que haya ahorrado a sus aplaudidoras bancadas parlamentarias el sacrificio de tener que votar cosa semejante porque, dadas las circunstancias en que esta guerra se ha desatado, la autorización de las Cortes no habría permitido reconducir nuestra participación al orden constitucional. Cuando nuestra Constitución habla de guerra presume que la guerra es conforme con las normas internacionales, con la Carta de las Naciones Unidas, no contra ellas, no contra la Carta.
Ahora, en el orden internacional ha de descartarse que el Consejo de Seguridad condene siquiera simbólicamente a los agresores.La mayoría de sus miembros considera que ya han hecho bastante no permitiendo que Estados Unidos y sus adláteres se cubran con una resolución a la medida. Si alguno tuviera la audacia de presentar un proyecto en este sentido, no obtendría la mayoría requerida y, de obtenerla, Estados Unidos y Gran Bretaña opondrían su veto.Incluso en la Asamblea General no abundarán las delegaciones dispuestas a dar testimonio de fe. El mismo Secretario General de las Naciones Unidas, que llamó la atención sobre la ilegitimidad de una acción armada sin autorización del Consejo, se ha abstenido hasta ahora de condenar la agresión.
Todos desean, en términos políticos, pasar página. Haciendo abstracción de la valoración moral y jurídica de los hechos, se prefiere darlos por consumados y recuperar el papel de la Organización en la «reconstrucción» de Irak. Esto, naturalmente, puede ser una trampa, porque una cosa es arrancar a los Estados Unidos el control del Irak de la posguerra, y otra, muy distinta, hacerse cargo de las tareas desechadas por el Gobierno estadounidense, como garantizar el orden público o llevar adelante el programa humanitario. Lo primero, que permitiría limitar el daño ya infligido y controlar los beneficios del crimen, es sin embargo impensable mientras la Administración de Bush siga en Washington. En cuanto a lo segundo, supondría no sólo cohonestar el crimen, sino compartir el pesado fardo del criminal.
En el orden de la responsabilidad individual, cabe esperar poco de la Corte Penal Internacional, pues ya se cuidaron los negociadores de su Estatuto de dejar fuera del ámbito de su jurisdicción, al menos por ahora, al más importante de los crímenes, el de agresión, aduciendo entre otros motivos, precisamente, las competencias del Consejo de Seguridad en situaciones en las que se juega con esta clase de calificaciones. Ciertamente, de la agresión en curso pueden deducirse otros crímenes, como los de guerra y de lesa humanidad en particular, que podrían ser objeto de instrucción por la Corte si se imputan a ciudadanos de países partes en Estatuto, caso de británicos y de españoles, pero no de los norteamericanos.Sin embargo, es el crimen de agresión el que permite una acción más directa contra las cúpulas del poder político.
Los ciudadanos no deben esperar, pues, que la agresión que se está cometiendo tenga consecuencias perjudiciales para los gobernantes agresores salvo las que ellos puedan propinarles ejerciendo sus derechos políticos, si les son respetados, o las que los jueces estatales, excitados por la sociedad civil, se atrevan a incoar aplicando las leyes penales. En este punto queda aún camino por recorrer, no tanto porque no se cuente con los instrumentos legales requeridos, sino porque no se cuenta con los espíritus preparados para utilizarlos oportunamente. Existe una fuerte resistencia psicológica a traspasar de lo político a lo criminal la responsabilidad por esta clase de decisiones. Pero no hay ninguna razón para no hacerlo. Ciertos políticos, como el señor Aznar, que se manifiestan dispuestos a asumir toda la responsabilidad serían más sensibles a la voluntad de los ciudadanos y más respetuosos con el Estado de Derecho, incluido el Estado de Derecho internacional, si tuvieran conciencia de las graves consecuencias que para ellos puede tener lo que en sus labios no pasa de ser una expresión retórica, el respeto de la legalidad internacional.