A vueltas con la Verdad

La lectura de la encíclica 'Caritas in veritate' me ha provocado algunas reflexiones en torno al estatuto de la verdad en una sociedad abierta y democrática. Según nuestra propia experiencia como generación -nacidos en un régimen antidemocrático y confesionalmente católico-, llegados a la madurez con la posmodernidad, la caída del comunismo, la emergencia del megaterrorismo islamista y la llegada a la presidencia de Estados Unidos de Barack Obama, creo que muchos estaremos de acuerdo con Salvador Pániker en que, en efecto, vivimos, al menos en Europa, tiempos híbridos, tiempos de mestizaje ideológico, y de pluralismo moral y estético fruto de la complejidad de nuestros conocimientos y de la multiplicidad de nuestros saberes. Ese mestizaje nos obliga -tambien a los vascos- a gestionar la vida pública contando con la coexistencia en sociedad de varias y contradictorias cosmovisiones. En esta realidad social no es fácil la posición de alguien que se considera autorizado para proclamar unilateralmente una verdad indiscutible, al margen de los acuerdos éticos dialogados entre todos (Habermas); puede ser una posición meritoria por su osadía, y además ser plausible en el ámbito de nuestras convicciones y pertenencias particulares, pero es una posición socialmente insólita a la que sólo por el peso de la tradición nos hemos acostumbrado.

Introducida la «duda metódica» por Descartes y rota desde el siglo XVI la unidad espiritual de Europa; después de Feuerbach, Freud, Darwin, Nietzsche, y llegados a la posmodernidad y al «pluralismo razonable» de John Rawls, es una excentricidad que cualquiera de nosotros se irrogue, por sí y ante sí, potestad para dictar la verdad pública sin contar con las diferentes cosmovisiones presentes en sociedad, como si la verdad se presentara fácilmente ante nosotros como una evidencia ante la que no cupiera más que someter el propio juicio. Más aún, hoy más que nunca, somos conscientes, gracias a Alfred North Whitehead, de que «No hay verdades completas, todas las verdades son verdades a medias. Es cuando las tratamos como verdades completas cuando le hacemos el juego al mal».

La libertad democrática ampara como un fruto de la libertad de conciencia todas las convicciones -también las religiosas- pero lo hace 'sub especie libertatis' y desde luego no en razón de su verdad, por otro lado imposible de certificar.

El significado de la palabra 'verdad' abarca, por un lado, los valores subjetivos de veracidad, honestidad y buena fe de cada uno, pero la acepción que aquí nos importa sería la de verdad como certeza en el acuerdo de los conceptos con las cosas, los hechos o la realidad en particular; ese acuerdo hoy sólo puede ser acreditado públicamente con los presupuestos y el lenguaje de la ciencia, y en el orden de los valores por los consensos alcanzados entre todos (José Antonio Marina). Las verdades religiosas, por el contrario, son suplementos de verdad -verdades reveladas- que constituyen convicciones vinculantes sólo para los que se adhieren a dicha revelación.

Ya nos lo advertía el maestro Machado; 'en la soledad a veces vemos muy claras cosas que no son verdad'. Por otro lado, decía el venerable John Henry Newman -pasado del anglicanismo al catolicismo y recientemente beatificado- que «el católico que vive -y no especula- 'siente' la verdad». El problema es que sentir la verdad es cosa subjetiva y no es prueba suficiente para obligar a todos.

El estatuto de la verdad ha sufrido un lento proceso de depuración en las sociedades democráticas y hemos llegado a un equilibrio entre convicciones particulares y verdad, que no es sino un compromiso de conveniencia, de modo que la verdad pública entre nosotros sólo puede predicarse de la verdad científica o de la razón práctica: una verdad construida, fragmentaria, provisional... y tan modesta que siempre está dispuesta a dejarse corregir.

Más allá de la verdad científica se abre el ámbito de las convicciones personales, particulares, subjetivas -y hasta poéticas- que nos vinculan en conciencia; lo que no podemos admitir es que nos vinculen las convicciones de los demás, o querer obligar a los demás en función de nuestras propias convicciones. Nuestra fe es una realidad íntima y decisiva para cada uno de nosotros pero no puede imponerse como obligatoria para todos. Ni el Sermón de la montaña -con toda su belleza espiritual y moral- ni las prohibiciones del Levítico con su milenaria antigüedad, ni los 'hadiths' del profeta son evidentes al margen de la fe, luego difícilmente pueden incorporarse a la ley civil que se promulga por y para creyentes, paganos, pecadores y tambien justos.

El cristianismo -y más aún el catolicismo romano-es hoy -somos- una minoría en términos epistemológicos. Las certezas y verdades que hoy pueden cursar con carácter general en el ámbito de la vida política no pueden venir definidas por ningún sanedrín, ni colegio cardenalicio, ni por consejos de ulemas.

Las pocas certezas con las que hoy podemos contar 'urbi et orbi' son las -siempre- provisionales seguridades que nos aportan el consenso científico y los acuerdos democráticos en el marco de los derechos humanos, con los que nos hemos conjurado en un compromiso que pretendemos mantener de generación en generación.

Hasta el siglo XVII, la diversidad -religiosa, moral, étnica- era considerada un mal. Los totalitarismos modernos del XX volvieron a demonizar toda divergencia. Es cosa muy reciente que hayamos comenzado a valorar de una manera real la diversidad, el pluralismo y el disenso, y hayamos articulado instituciones capaces de articular constructivamente ese pluralismo.

«No reinaré sobre herejes», proclamó el emperador Carlos, y las guerras de religión que asolaron Europa fueron fruto de la imposibilidad de cobijar bajo la misma ley a personas con diferentes visiones del mundo y de la vida. Sin embargo, hoy, entre nosotros, vienen amparadas bajo la misma legalidad las manifestaciones del Día del Orgullo LGBT, las del 1 de Mayo, y las procesiones de Semana Santa. Las tres son 'verdaderas' en cierto modo porque responden a las convicciones de muchos, aunque puedan ser contradictorias. Eso es pluralismo.

Tenemos derecho a nuestras propias convicciones personales, fruto de nuestra experiencia biográfica, y a una ética de máximos fundada en esas convicciones, pero una convicción existencial, por muy viva que sea, no vale como demostración, ni es vinculante sino para quien la profesa. Lo que se discute en el ámbito de la ley civil, lo que ha de regular las relaciones interpersonales de todos tendrá que definirse a la vista de todos y con argumentos asequibles a todos. Desde este punto de vista, tenemos que admitir que en efecto la religión cristiana y las otras religiones deben tener y tienen un lugar en la esfera pública, en su dimensión cultual y cultural, como realidad social, y económica, y a través de esa mediación habrán de encontrar su lugar en la 'gobernanza' social, pero, en contra de lo que propone Benedicto XVI en su 'Caritas in veritate' difícilmente lo pueden tener en un Estado aconfesional y en una sociedad secularizada en el ámbito de la política y de los órganos legiferantes.

Javier Otaola, abogado y escritor.