A vueltas con las listas electorales

Según la Constitución Española, los representantes de los ciudadanos tienen que ser libremente elegidos por sufragio directo y universal. Como en la Unión Europea no hay pueblo soberano sino 27 pueblos soberanos, las elecciones llamadas europeas son también elecciones nacionales y mediante ellas se trata de enviar a Bruselas y Estrasburgo a los miembros que corresponden a cada país en el que se ha dado en llamar Parlamento Europeo, aunque de Parlamento no tiene todavía más que el nombre. La circunscripción es en este caso única, pero el sistema electoral es el consabido de listas cerradas y bloqueadas.

No me cansaré de repetir -como afortunadamente hace un número cada vez mayor de observadores- que el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas restringe la libertad de elección y el carácter directo del sufragio hasta el extremo de que la verdadera selección de los representantes se ha trasladado a los partidos.

Los partidos, que en España no han cumplido jamás el artículo 6 de la Constitución y consideran la democracia interna como un peligroso morbo que puede corroer la solidez de sus estructuras, empezaron atribuyendo aquella selección de representantes a las cúpulas, convertidas enseguida en minaretes, por utilizar el feliz hallazgo terminológico de Herrero de Miñón.

Después inventaron unos grisáceos y sumisos comités electorales o de listas y, por fin, han proclamado -algunos, incluso expresamente- que la elaboración de las listas es facultad del jefe, cuyos supremos designios evitan enojosas confrontaciones. Los jefes de los partidos actúan, de hecho, como universales compromisarios de los electores de su sector ideológico y quien aspire a ser candidato pierde su tiempo buscando respaldo de las bases porque, a la hora de la verdad, lo que resulta decisivo es la confianza del jefe, la recomendación de algún notable o la imposición de cualquier financiador. Así hemos llegado al punto en el que estamos.

El próximo 7 de junio los electores españoles que acudan a las urnas no tienen en sus manos otra posibilidad que la de decidir el porcentaje de miembros españoles del Parlamento Europeo que van a designar los jefes de los partidos o coaliciones que compiten. Los candidatos, es decir, los ciudadanos que han conseguido ejercer su derecho a participar logrando verse incluidos en alguna de las listas presentadas son -suplentes aparte- 1.750, pero no están en las condiciones de igualdad que proclama el artículo 23.2 de la Constitución y 1.750 de ellos -por lo menos- saben perfectamente que su papel es de comparsa, de relleno, y que no pueden aspirar a otra cosa que a la gratitud del jerarca o de quien, situado en puesto de salida, necesitó su concurso para completar la lista.

Las encuestas no son tan rigurosas como para sustituir a las elecciones mismas, pero incluso aquellos que las manipulan en beneficio de quienes se las encargan no se atreven a deformar sustancialmente los resultados y todos sabemos desde ahora mismo que los 21 o 22 primeros candidatos nombrados por los muy demócratas señores Rodríguez Zapatero y Rajoy Brey tienen ya un escaño seguro en el hemiciclo de Estrasburgo.

Votemos muchos o pocos, es ya inconcuso que Luis Fernando López Aguilar y Jaime Mayor Oreja serán parlamentarios europeos, y lo mismo se puede decir de los 20 o 21 que les siguen, aunque muchos de ellos lo merezcan bastante menos y jamás podrían aspirar a tan honrosa representación si no fueran emboscados en listas cerradas y bloqueadas. ¿Qué sería de Magdalena Álvarez Arza o de Pablo Zalba Bidegain si se pudieran computar los votos que ellos arrastran?

Quizás en la campaña nos enteremos de las capacidades políticas que adornan al hermano de Ana Mato, al yerno de Manuel Pizarro o al cuñado de Rajoy, pero lo cierto y seguro es que la única inquietud que producen esos comicios es la duda acerca de si saldrán elegidos -dado el número que ocupan- Santiago Fisas Ayxelá, Eva Ortiz Vilella o Auxiliadora Correa Zamora, del Partido Popular, María Irigoyen Pérez, Nuria Parlón Gil o Dolores García-Hierro Caraballo, del Partido Socialista, Salvador Sedó i Alabart o Claudina Morales, de la Coalición por Europa, Fernando Maura Barandiarán, de Unión Progreso y Democracia, José Manuel Villegas Pérez, de Libertas, o Raúl Romeva Rueda, de Izquierda Unida.

Es únicamente en esa zona donde pueden moverse las decisiones de los electores. Presumo que todos ellos son candidatos dignísimos, pero tengo el absoluto convencimiento de que su fortuna electoral en modo alguno depende de su capacidad o de sus méritos. Lo deseable sería que la campaña electoral les permitiera a todos demostrarnos su arrastre, puesto que es su destino lo que en realidad vamos a decidir.

Si las encuestas serias atribuyen un mínimo de 21 o 22 diputados seguros a cada uno de los partidos grandes, unos líderes hechos y derechos deberían haber reclamado para sí los puestos 23º o 24º. Aunque ello no serviría para sanar los vicios de un sistema electoral indefendible, proporcionaría alguna mayor emoción y quizá hasta llevara a las urnas a más gente. Es claro, sin embargo, que una vez alcanzada la confianza del césar de cada partido sin la más mínima competitividad interna, no van a correr el incómodo riesgo de la competitividad exterior.

He dicho que el sistema es indefendible y añado que es la causa última de uno de nuestros mayores males, que es la absoluta falta de representatividad de los órganos que tienen entre nosotros la función de controlar al Gobierno.

La independencia de criterio de un representante del pueblo sólo la puede garantizar el pueblo que le vota. Claro que en un partido hay que hacer compatible esa independencia de criterio con la disciplina que exige aceptar las decisiones colegiadas, pero siempre que éstas surjan del debate interno.

Que la disciplina se confunda con la obediencia cabe en la infante-ría, pero roza la indignidad cuando se practica en los partidos políticos. Designado el diputado por un jefe y sabiendo que de ese jefe depende su continuidad, es heroico mantener un punto de vista libre y lo humano es corres-ponder a la confianza con la docilidad. Probablemente eso explica también la adhesión a algunos jefes, solo aparentemente elegidos y en realidad designados por el jefe anterior y aclamados por quienes esperan de su omnímodo poder que les mantenga en sus puestos. Con el inconveniente añadido de que si el designado se comporta de modo aprovechado o abiertamente corrupto no se puede atribuir la equivocación al electorado que le fue propicio sino a quien, lo acepte o no, tiene la responsabilidad in eligendo. No recuerdo un solo caso ni municipal, ni autonómico, ni nacional de alguien que haya aceptado la responsabilidad política de haber incluido en una lista electoral a quienes anduvieron o andan todavía por los juzgados y las audiencias.

En fin: como la influencia del electorado en la selección de sus representantes es manifiestamente escasa, ahora se intenta potenciar la relativa importancia del ya cercano trámite electoral argumentando que de él pueden derivarse trascendentales consecuencias de política interior. Resulta así que lo que debiera ser la elección democrática de unos representantes pierde toda su significación para convertirse en una competición entre dos absorbentes caudillos. Gane quien gane, pierde la democracia.

Parece que la Junta Electoral Central no ha aceptado la candidatura de un grupo que se presentaba como Ciudadanos agobiados y cabreados, que sería una opción, así que la tentación de quedarse en casa es suma-mente fuerte, pero no arregla nada.

Habría que promover una gran campaña a favor del voto nulo, para ver si tachando algún que otro nombre se alarman los partidos y se deciden a practicar la democracia interna o a modificar la ley electoral, desbloqueando las listas.

Fernando Suárez González, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.