A vueltas con los impuestos

Creo que es un error entender que los impuestos son palancas para el crecimiento. De hecho, dudo incluso que sean un instrumento para la redistribución, terreno en el que el gasto social adquiere desde hace ya un tiempo mayor relevancia. Tal es la evolución tomada por nuestros sistemas fiscales en los que solo por interés electoral se reduce o se elimina un impuesto. Deberíamos así entender que, sobre todo, lo que se persigue con la tributación es poder financiar, con el menor daño posible a la economía y a los contribuyentes, el conjunto del gasto público necesario para el bienestar que hemos decidido. Por los principios que recogen los manuales de hacienda pública –los de Fritz Neumark para ser más preciso, con décadas de antigüedad–sabemos que la carga se ha de distribuir equitativamente, según criterios de capacidad de pago. Sabemos también que es bueno que los impuestos distorsionen poco otros sistemas eficientes, como las asignaciones del mercado, minimizando así los excesos de gravamen. Es decir, es conveniente que los impuestos sean flexibles a las coyunturas, que se adapten a ellas, y no rígidos , ya que las podrían empeorar.

Reconocido lo anterior, el concepto de equidistribución tributaria forma parte de la moral –de la costumbre– en la vida colectiva, algo que no se no cambia de un día para otro. La flexibilidad se consigue mejor con la imposición sobre la renta, si está bien diseñada: la personal, progresiva, por anticíclica, y la proporcional societaria, por moverse con el ciclo y al menos no agravarlo. Finalmente, la minimización de las distorsiones nos llevaría a gravar los bienes de primera necesidad, lo que sabemos que sería injusto, por lo que dicho criterio se aplica para desempatar casos iguales en situaciones diferentes. Y poco más. De modo que es lógico que la inercia y la consolidación de los sistemas deba predominar en la vida económica. Primero, para dar estabilidad a los marcos de decisión y evitar un chapapote impositivo, que, aun pudiendo ser bien intencionado, desequilibre el terreno de juego de los agentes económicos, a veces en direcciones insospechadas. Después, porque la fiscalidad es parte del todo de la decisión empresarial (búsqueda de beneficios) y esperemos que no sea nunca su ingrediente decisivo (lo que violaría el principio de eficiencia).

De modo que en fiscalidad, pocos cambios y muy pensados, para hacer posible una recaudación que sea compatible con el funcionamiento del sistema económico, y así poder financiar de modo sostenible y estable el gasto público necesario. Que el ciclo es favorable: pues toca ahorrar (superávit) para cuando no lo sea. En cambio, bajar y subir impuestos a conveniencia no encuentra argumentos convincentes en la teoría de la hacienda pública moderna.
En el debate actual no creo que nadie sea tan ingenuo como para suponer que con la bajada de PIB que tenemos, elevar tipos salve, vía recaudación, lo que no podamos contener reduciendo gasto, causa hoy de tres cuartas partes del déficit público. Sin embargo, por higiene, a igual presión fiscal, y para legitimar en tiempo de crisis otras medidas sociales de las que la fiscalidad es un reclamo, cabría repensar quizá en revertir algunos cambios que se hicieron en momentos de euforia recaudatoria e improvisación. Cito algunos: recuperar un mayor equilibrio ante la dualidad fiscal del tratamiento de las rentas del capital y las del trabajo; no atender a cantos de sirena de amnistías fiscales (para escarnio de los que aún cumplen sus obligaciones con el fisco) ni de eliminación de impuestos (tampoco el de sucesiones, que se ha de mejorar en la justicia con la que se aplica, y no abolirlo sin más, pese a que la idea de no pagar impuestos a todos nos puede resultar simpática); gravar mejor los beneficios de las Sicav, los de los deportistas de élite y otras rentas respecto al resto de bases fiscales, para volver, así, a la separación más razonable de los tratamientos de plusvalías especulativas entre corto y largo plazo. Y, finalmente, legitimar de modo continuado el sistema, exigiendo el cumplimiento fiscal a los ciudadanos (quienes no contribuyen a las cargas del país no deberían tener ningún reconocimiento social). Y poca cosa más.

Incrementar el IVA es hoy políticamente fácil, ya que el impuesto se percibe poco al incorporarse a los precios, aunque no creo que penalizar el consumo en tiempo de crisis sea buena idea, y, en todo caso, lo sería a costa de aumentar la regresión fiscal, porque, en proporción, lo pagan en mayor medida las rentas más elevadas. Pero la valoración de la justicia fiscal le toca al Gobierno, y por sus obras le conocemos.
En definitiva, menos incertidumbre en fiscalidad, más estabilidad tributaria para los escenarios de decisión económica, más efectos redistributivos no por la vía de los impuestos, sino del gasto (fuera de la universalidad insípida, con prestaciones sociales más selectivas), menos autoengaño de que con estas medidas fiscales (y no laborales o de otro tipo) podemos solucionar la crisis y menos ingenuidad en buscar el aumento de los ingresos, porque el equilibrio debiera conseguirse mediante un menor gasto público.

Guillem López Casasnovas, catedrático de la Universitat Pompeu Fabra.