¡Abajo el sistema métrico!

Cuando hace unos meses el ministro Castells dijo que las notas son clasistas no me sorprendió. Cada año, en revisión de exámenes, algún estudiante se queja de que su nota es injusta. El ministro no hacía más que generalizar: todas las notas son injustas. Si acaso, lo de Castells es más grave porque cuando el estudiante aduce que su nota es injusta, implícitamente, da por hecho que hay notas justas. El ministro es más radical: las notas, por definición, son injustas. Por valorar. El problema, para él, radica en asignar un número a un estudiante.

No quiero pensar que el ministro entiende mal los conceptos métricos. Una confusión muy extendida, cierto es. De vez en cuando, aquí y allá, nos encontramos con descalificaciones de los números, casi siempre acompañadas de apasionadas defensas de los métodos cualitativos. Por lo general, no van más allá de aquellas majaderías romántico-historicistas del joven Marx, que con los años le avergonzarían: "¿Qué demuestran esas medias? que cada vez se hace abstracción más de los hombres, que cada vez se prescinde más de la vida real para atender al movimiento abstracto de la propiedad material, inhumana. Los promedios son insultos en toda regla, injurias contra los individuos reales, singulares". Por resumir: antes los adjetivos que los números.

¡Abajo el sistema métrico!Quienes sostienen estos disparates no parecen comprender en qué consiste medir ni, me temo, calificar. En más de un sentido los números son adjetivos refinados. Saber que una mesa es grande, pequeña o mediana, algo nos informa. Pero nos informa mucho más saber que mide 150 centímetros. Por lo mismo, consideramos más interesante la predicción "el PIB crecerá un 3%" que la predicción "el PIB crecerá". La primera es más informativa, es menos probablemente verdad y, por tanto, más fácilmente refutable. Excluye más mundos posibles, para decirlo con el léxico de la teoría de la ciencia.

Los números funcionan como adjetivos infinitos o, mejor, como adjetivos infinitamente matizados. Cualquier reproche a lo cuantitativo, inevitablemente, a fortiori, es un reproche a lo cualitativo. Y es que lógicamente, cualquier medición requiere una clasificación previa: a todos los que pesan lo mismo -esto es, que entran en la misma "categoría", o taxón- se les asigna el mismo número. Solo después de (poder) clasificar, estamos en condiciones de introducir mediciones: a cada uno de los miembros de cada casilla les corresponde el mismo número. Entonces, si se cumplen ciertos requisitos, formales y empíricos, dispondremos de una función continua que asigna un número a cada uno de los objetos respecto a cierta propiedad: este saco de patatas pesa 80,3 kilos; aquella botella tiene un volumen de medio litro. A partir de ahí podemos, por ejemplo, determinar cuánto pesan dos sacos de patatas, su suma; una operación (la de sumar) que conceptualmente es menos simple de lo que parece: por eso cuando juntamos el contenido de dos botellas de igual volumen, a distintas temperaturas, una a 30ºC y otra a 15ºC no nos queda una a 45ºC. En ningún momento en ese proceso aparece ninguna consideración ética o política. Nadie califica de gordófoba a su balanza de baño o a su termómetro como opresor.

Las calificaciones académicas se limitan a calibrar la competencia de los estudiantes. Un asunto distinto es que lo hagan peor o mejor. Pero la imprecisión en la medición no oculta ninguna intención moral o política como no la ocultaba la tosca datación mediante métodos estratigráficos, más tarde sustituidos por la más refinada datación radiométrica (el carbono 14). Otra cosa, esa sí, política, moral, es que al contratar a un bombero se conceda prioridad a una persona que pesa 75 kilos antes que a otra que pesa 150. Algo, por lo demás, muy razonable. Como lo es conceder una plaza para docente a aquel que tiene una nota más alta. Lo que no impide que en España se otorgue prioridad a un docente que conoce una lengua de escaso uso social y nulo científico, a otro con un doctorado en la materia que ha de impartir.

Estas cosas daría vergüenza contarlas si no fuera porque las necedades prosperan -y vaya si prosperan- y se extienden. Las alientan los malos vientos de la historia. El guión compartido consiste en confundir las cosas con sus nombres y creer que porque se manipulan las palabras (o las categorías) se modifican las realidades que designan. En ocasiones ese proceder responde a simples deshonestidades político-intelectuales. Sucede con los estudiantes repetidores, ahora recalificados como tales según los planes del ministerio: eliminada la posibilidad de repetir, se disuelve nuestro elevado porcentaje de repetidores. A mayor escala, Tezanos, en sus encuestas, no ha hecho otra cosa desde que llegó al CIS.

Desde una perspectiva más amplia, la operación ha servido a los más cerriles para negar el indiscutible progreso moral de nuestras sociedades: puesto que patologías morales como el racismo o el acoso sexual se vuelven menos frecuentes, se opta por reajustar sus definiciones, creando la ilusión de que nuestra situación empeora. De esa manera se consigue que Estados Unidos aparezca como el décimo país más peligroso del mundo para las mujeres o el tercer peor país del mundo por violencia sexual, por delante de Sudán del Sur, donde los matrimonios forzados son comunes y las madres enseñan a sus hijas cómo sobrevivir a una violación; Afganistán, donde las víctimas de violación a menudo son castigadas en lugar de sus violadores; o Sudáfrica, donde las lesbianas son violadas, para reconvertirlas, y las vírgenes, violadas, para "curar" al violador con VIH (una epidemia en el país) (G. Bhogal, How Progress Blinds People to Progress, Rabbit Hole Magazine).

Lo malo, con serlo, no son esas trapacerías propias de la peor política que, por lo demás, no son nuevas. Resulta mucho peor cuando esas triquiñuelas encuentran justificación doctrinal, que es lo que ha sucedido con la -creciente- izquierda anticientífica y su trato supersticiosamente epistémico con el mundo, ese que lleva a creer que se alivia el racismo del mundo porque al negro se le deje de llamar negro. Las palabras como conjuros. Naturalmente, el mundo se mantiene indiferente a los cambios de rotulación. O peor, como se ha mostrado con el feminismo: vaciado el concepto mujer de todo sentido preciso, que es lo que sucede cuando mujer se equipara a sentirse mujer, se desmantelan las reivindicaciones históricas del movimiento feminista, inseparables de la identificación de un conjunto -objetivamente categorizable- de personas víctimas de diversas injusticias, las mujeres.

El resultado no puede ser más deprimente para cualquiera preocupado por cambiar las cosas. Para empezar, no hay manera de conocer las injusticias del mundo, bien reales. Si basta sentirse negro o mujer para ser negro o mujer y, por ende, resulta imposible precisar las condiciones necesarias y suficientes para aplicar los taxones (los conceptos clasificatorios) negro y mujer, se acabó la posibilidad de conocer la situación de los negros y las mujeres realmente existentes. Por ese camino, se impone la palabrería, autorreferencial, cuando no simplemente empalagosa, tan omnipresente en los últimos tiempos. Y tan imprecisa: hasta exigir definiciones se juzga una provocación. Parafraseando al de más arriba en su célebre Tesis sobre Feuerbach: se cambia la interpretación para no cambiar el mundo.

Naturalmente, con el cambio en su decoración, el mundo no mejora. A diferencia de la vida de los palabreros, cuyos trastornos campean por los campus, sin que a nadie le importe el desprestigio de la teoría social, no solo de la que lo merece, sino la buena, que también existe. Algo que no parece preocupar a los cultivadores del género que, de momento, gestionan buena parte del relato académico en todas las disciplinas, ante colegas que apenas se atreven a levantar el brazo para recordar que el rey está desnudo: es conocido el coraje del gremio. Pero cuidado, que ya se empiezan a escuchar voces que animan a cerrar o a recalificar las facultades de humanidades y ciencias sociales. Y, la verdad, tal y como está el patio, cuesta encontrar razones para defenderlas.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Su libro más reciente es Secesionismo y democracia (Página Indómita).

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