Abandono escolar

El 31,2% de los jóvenes españoles no concluye la Secundaria, más del doble que la media europea. Este dato debería provocar alarma en la sociedad española y en los responsables educativos del Gobierno central y de las comunidades autónomas. Y así parece ser cuando los candidatos a presidir el Gobierno de España lamentan públicamente esta situación e idean fórmulas para reintegrar de alguna manera a esos "fracasados" en el sistema educativo, aunque sea compatibilizando trabajo y formación escolar. A esta cifra tenemos que unir la del abandono de estudiantes universitarios. Según el Informe Fedea, el porcentaje de alumnos que abandonan sus estudios en el segundo curso de la carrera que decidieron estudiar es del 32%.

Todavía no están explicitadas las razones que llevan a un alumno universitario a dejar los estudios a mitad de graduación. A nadie se le oculta que el proceso de Bolonia no ha hecho fortuna en la Universidad española. Lo cierto es que los alumnos, a diferencia de lo que ocurría en los años setenta y ochenta, se han cargado de créditos en forma de materias cuatrimestrales que les supone afrontar cursos escolares con 10, 11 y hasta 12 asignaturas, algunas de las cuales solo tienen una relación muy somera con los estudios elegidos, hasta tal punto que no es hasta el tercer curso cuando el estudiante empieza a entender que las materias que cursa son verdaderamente útiles para su futuro profesional.

Cuando los estudiantes se decantan por cursar determinadas carreras universitarias y se encuentran con que en los dos primeros cursos tienen que examinarse de contenidos que, aparentemente, no tienen casi nada que ver con lo que ellos esperaban, no es extraño que la deserción se produzca por la sencilla razón de que creyeron que se equivocaron de estudios.

¿Y por qué tantas asignaturas? Porque no existe Universidad capaz de eliminar aquellas que solo representan una pesada carga para quienes tienen que cursarlas, sin que se llegue a entender qué utilidad específica tienen para los estudios que el estudiante realiza. Aquí, de nuevo, vuelve a hacer acto de presencia el sentido corporativo de la Universidad, protegiendo al profesor necesitado de créditos frente a los intereses del alumno. Ese abandono del 32% le supone a los españoles un gasto de 1.400 millones de euros que, sin duda, vendrían muy bien para aumentar el porcentaje del PIB que el Estado dedica a la política de becas y que, aún, se sitúa lejos de la media europea -0,09% del PIB, frente al 2,5%-.

Los españoles somos exigentes a la hora de juzgar retrasos injustificados en servicios públicos, tales como llegadas y salidas del AVE, líneas aéreas, espera para intervenciones quirúrgicas, tramitación de expedientes administrativos, etcétera y, sin embargo, somos absolutamente pacientes y comprensivos con las demoras que se producen en la duración de los estudios universitarios de los jóvenes españoles.

Antes de Bolonia, un 70% tardaba, en promedio, dos años más de los requeridos para completar una licenciatura. Ello implica un despilfarro anual de casi un 0,15% del PIB. Además, nuestra economía pierde competitividad con ese desfase, puesto que los países con los que competimos mantienen unas tasas de cumplimiento del tiempo estipulado para concluir los estudios universitarios que no se compadecen con las españolas. Mientras un 70% de nuestros alumnos siguen dos años más en las aulas universitarias, los estudiantes de otras latitudes se incorporan a la actividad productiva o investigadora a su tiempo, sin que se tenga conocimiento de que el nivel de inteligencia de estos últimos sea superior al de los primeros.

A diferencia de lo que ocurre con la sanidad, cuando un paciente ingresa en un centro sanitario, el médico que lo atiende se responsabiliza de la suerte de ese paciente, individualiza su tratamiento, intenta corregirlo cuando no se aprecian avances significativos en el proceso de curación, expone el caso en sesiones clínicas cuando los tratamientos no surten efecto y, en última instancia, solicita ayuda de otros colegas cuando se siente impotente para atajar el mal.

Por el contrario, en la Universidad las cosas se conducen de distinta manera, dándose el caso de alumnos que asisten atónitos al espectáculo de asignaturas donde la media de aprobados no supera el 10%, siendo necesarias cinco o seis convocatorias para aprobar un temario que casi nadie consigue superar al primer o segundo intento. Y, puesto que quienes acceden a los estudios universitarios han tenido que transitar un largo itinerario coronado con una selectividad, no es admisible que el tiempo necesario para concluir unos estudios programados para cuatro o cinco años se sobrepase en casi el 50% del tiempo estipulado.

¿Y qué ocurre con el fracaso escolar en secundaria? Estamos hablando del 31%. Si se considera que continuar el itinerario educativo, hasta concluir con un máster, un doctorado o una formación profesional de segundo grado, es un camino seguro para tener cierto futuro profesional y laboral, habrá que preguntarse por las causas que animan a 31 de cada 100 jóvenes entre los 16 y los 18 años a abandonar ese camino seguro. Sin duda, dentro de ese porcentaje se encontrarán jóvenes cuyo grado de inteligencia se aleje de los niveles medios, lo que les podría dificultar seguir unos estudios para los que no estén totalmente capacitados. Cualquiera que haya pisado un aula escolar sabe que ese porcentaje es mínimo e insignificante para lo que se discute, que no es otra cosa que averiguar las razones profundas por las que un joven, recién salido de la adolescencia, decide abandonar lo que, se supone, es el recorrido necesario para su futuro más cierto.

El abandono puede deberse a dos circunstancias: que el alumno, sabiendo que lo que le han dicho del itinerario es verdad, rompe con las certezas y emprende otro camino lleno de incertidumbre y que no se sabe adónde le conducirá; o bien que no se cree que un itinerario escolar sea el mejor camino para llegar al sitio que él tiene en su cabeza.

En el primer supuesto, no cabe duda de que estamos ante un joven que gusta del riesgo, puesto que abandona lo seguro para adentrarse en un mundo proceloso y menos marcado que el escolar. Tratar de devolverlo al aula es un empeño inútil por cuanto es evidente que ese no es su sitio. Resultaría más provechoso, para él y para la sociedad, que se tratara de averiguar qué sueño, qué ilusión, qué proyecto pasa por la cabeza de quien abandona lo cierto para adentrarse en lo incierto. Si lo descubriéramos, y financiáramos, habríamos encontrado yacimientos de empleo y de riqueza que ni siquiera imaginamos. En las Administraciones españolas deberían existir gabinetes encargados de averiguar los sueños jóvenes de aquellos que tomaron derroteros distintos de los que la ortodoxia aconseja.

En el segundo supuesto, aquel donde el alumno ha creído descubrir que los estudios reglados no son el camino que conduce al éxito laboral o profesional, estamos ante un grupo de jóvenes que ha adivinado lo que, más tardíamente, comprueban cientos de titulados universitarios que, tras años de estudios, acaban por incorporarse a la vida laboral en actividades que nada tienen que ver con aquello para lo que se formaron y prepararon. A este segundo grupo habría que sondearlo porque, al final, puede que resulten ser los más listos de la clase, en contra de lo que se predica.

La historia está llena de personajes brillantes que fracasaron o abandonaron sus estudios no por falta de inteligencia sino por exceso de imaginación. También abundan los ejemplos contrarios.

Por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta de Extremadura de 1982 a 2007.

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