Abdicación y memoria histórica

Por Carlos Seco Serrano, de la Real Academia de la Historia (ABC, 27/07/06):

ASISTIMOS en nuestros días a la creciente degradación -al abandono- de los fundamentos morales e ideológicos que siempre fueron consubstanciales al civilizado occidente europeo. En la desoladora panorámica general es especialmente lamentable la abdicación de sus deberes de clase -de estirpe- por parte de aquellos sectores sociales que en otro tiempo fueron punto de referencia para «los de abajo», dada su elevada posición basada en valores históricos vinculados a un linaje.

Antaño, el título de nobleza implicaba un deber de ejemplaridad que servía de orientación y punto de referencia -no sólo en modos y hábitos domésticos, sino en el comportamiento moral- para los sectores sociales medios -eso que siempre se ha llamado «la inmensa masa neutra»-. Por supuesto, también se daban claudicaciones y fallos en una normativa no escrita, pero los culpables eran repudiados y aislados, de inmediato, dentro de su propio medio: recordemos la «Currita Albornoz» de Pequeñeces, pero también el caso, muy real, de la altiva duquesa de Castro-Enríquez, que fue llevada a los tribunales por un delito «doméstico» -los malos tratos a una sirvienta- y quedó «marcada» como punto de referencia negativo, en el Madrid de la Restauración.

Y no es que esos altos sectores sociales hayan dejado de ser hoy punto de referencia para la aludida masa neutra. Sino que el punto de referencia se atiene ahora, simplemente, a un «estilo»: un estilo que podríamos calificar de folclórico, ya que ese es el asumido, con preferencia, por determinados «fetiches» aristocráticos, siempre presentes en la llamada «prensa rosa» -de hecho, más bien «verde»-, tan próspera en nuestros días.

Por supuesto, la abdicación de funciones -de deberes- a que vengo aludiendo prolifera -y estimula, precisamente, nuestro caso- en la mayor parte de los países de Europa. Últimamente, el gran aldabonazo lo ha dado un príncipe de la sangre, Víctor Manuel de Saboya, que ha cubierto de lodo su linaje obturando el camino a una posible -hasta ahora- restauración monárquica en la Italia que los Saboya enhebraron en potente unidad nacional durante el siglo XIX. No deja de ser significativo que el repudio de lo «ejemplificado» por Víctor Manuel haya sido formulado por su propio hijo y heredero. Me produjo vergüenza y dolor la sangrienta caricatura aparecida en la portada de un reputado semanario de humor, italiano, porque simultáneamente degradaba al desdichado príncipe y a la monarquía. Los fieles de aquel país han acudido a la otra rama de la dinastía -la de Aosta, con resonancias muy dignas en nuestra propia historia-. Mucho desearía que ese recurso heroico pudiera salvar la causa monárquica en la querida Italia.

Por fortuna, al menos en eso -en ese nivel social, el más alto del país-, el ejemplo español es una réplica, absolutamente positiva, al que vemos -y lamentamos- en otras Casas Reales europeas. No sólo es impecable la imagen de los titulares de nuestra realeza: Don Juan Carlos, siempre atenido a un tono de prudencia y discreción apoyado en la imagen ejemplar de su conducta privada; Doña Sofía, volcada en todo momento a una agotadora misión de asistencia y ayuda a los miserables de todo el mundo, siempre presente allí donde puede ser eficaz su presencia y su estímulo; los Príncipes, Don Felipe y Doña Leticia, tan unidos que parecen un solo ser, cumpliendo con elegancia y estricta disciplina sus agotadoras misiones de alta diplomacia en todos los rincones del mundo, ante los que encarnan con inigualable eficacia la imagen más grata de nuestro país: juventud, atractivo, cultura, simpatía.

Por los mismos días en que nos sonrojaba y entristecía, en las portadas de prensa, el espectáculo de Víctor Manuel de Saboya tras las rejas de una cárcel, aparecía la de nuestro Príncipe de Asturias presentando, en la madrileñísima basílica de Atocha la figura encantadora de la Infantita Leonor a la Virgen que fue siempre símbolo de la catolicidad de nuestra Casa Real: algo que la ha hecho siempre predilecta de la Santa Sede, como se ha patentizado en la cordialidad de relaciones de los Reyes españoles con el Papa santo -Juan Pablo II- y con el Pontífice actual -Benedicto XVI-.

Mientras ese punto de referencia -el de nuestra Real Familia- siga siendo el que es hoy -asumiendo siempre la fidelidad al legado histórico: recordando a todos los privilegiados de nuestro país que el privilegio implica un deber-, el ejemplo español cuyo punto de partida fue la admirable transición para la que sirvió de estímulo la memoria histórica (todos fuimos culpables, no intentemos transitar de nuevo por aquellos caminos) seguirá marcando rutas de paz y de ventura al futuro; y será difícil que esa continua y equívoca añoranza republicana con que de continuo se nos viene bombardeando acabe convirtiéndose en amenaza efectiva, arrastrando a una juventud que siempre se apunta al «cambio», porque padece -virtudes de nuestra enseñanza media- una absoluta ignorancia, no sólo de nuestra gran historia, sino de nuestra historia próxima: la que se inició hace treinta años.

Ya lo dijo, en señalada ocasión, aquel extraordinario español, encarnación en sí mismo de las tres generaciones intelectuales preclaras de nuestro siglo XX -don Emilio García Gómez-: «El problema de los españoles es que desconocen su historia».

Puntualicemos: la verdadera historia, la gran historia: no la que se ampara bajo esa equívoca invocación actual a la «memoria histórica», que sólo pretende reavivar lo que por desdicha nos enfrentó sangrientamente hace setenta años. Lo que no requiere memoria, sino piadoso olvido.