Abogados de Madrid, medalla de oro

A los abogados de Madrid nos han dado una medalla. Medalla de oro. Cuantos nos precedieron en el ejercicio de esta profesión agrupados en este Colegio -más de 400 años de democracia corporativa- se han ganado ese premio en el curso de una permanente lucha por el Derecho mantenida por muchos pero significativamente protagonizada por los abogados, bajo toda circunstancia y frecuentemente en el desamparo de tantas inclemencias como ha presenciado el devenir histórico.
Abogados «medalla de oro», reconocimiento público que hay que agradecer a quien lo ha otorgado en nombre de todos los madrileños, al Gobierno de la Comunidad de Madrid. Y con la gratitud por tan alto honor, el compromiso rotundo con el presente y para el futuro.

Con todo esto no hablo sólo de aquellos de entre nosotros que pasaron a la historia y en ella están con letras de oro. Y en sus despachos sirvieron al Derecho como abogados; y se entregaron al progreso de España cuando asumieron el servicio público de la política, de la cátedra y de la cultura. Hablo también de cuantos desde la aparente modestia cotidiana de nuestro oficio se enfrentaron a la injusticia contribuyendo a la paz social, buscando la concordia o postulando ante los jueces en el día a día de la conflictividad que turba la convivencia. Todo un conjunto de ciudadanos-abogados que han participado en la secular transformación de los súbditos en ciudadanos. Lo que sólo se consigue si, al comparecer ante la justicia, se hace en condiciones de igualdad y con la mirada puesta en alcanzar el imperio de la ley y el derecho para todos.

El camino de la abogacía madrileña está jalonado de episodios que son estelares, por conocidos; y, las más de las veces, conocidos por trágicos. Canalejas, Dato, Melquíades Álvarez, perdieron su vida por servir al Derecho. Quienes fueron al exilio y murieron lejos de Madrid, que acaso es morir dos veces, por creer en el Derecho y por difundirlo, como Osorio y Gallardo, Jiménez Asúa y tantos otros, forman parte de esa constelación que no es sino una muestra de la pléyade de abogados innominados que, por siglos, han desempeñado nuestro viejo oficio honesta, leal y sacrificadamente.

Son los abogados que por estar cerca de los conflictos humanos, de las tragedias, de las turbulencias históricas, de las pasiones que ciegan la razón, han sido abogados de condenados a muerte, y por eso supieron hacer de la nuestra una corporación precozmente abolicionista. Hablo de los que por haber estado tan cerca de los ciudadanos perseguidos y de los conflictos que la proximidad del poder plantea han cultivado la vocación por la libertad. Hablo de los redactores de la Constitución vigente de 1978 (seis abogados de Madrid entre los siete que formaron la Comisión Constitucional). Y hablo también de los que se trasladaron al Cádiz doceañista para encender la antorcha de la libertad que allí se proclamaba. Y de los que aquí se quedaron entonces y tantas otras veces con los madrileños necesitados de defensa en las situaciones de adversidad. Hablo de Pi y Margall y de Antonio Maura; de Salmerón y de Montero Ríos. Vaya dobles parejas de tan diferenciado signo político y común pasión por el derecho y por la honestidad. Todos ellos, los renombrados y los anónimos, fueron ejemplo entonces y necesario modelo del tiempo presente y del que ha de venir.

Como ha dicho Hans Magnus Enzesberger es tarea de siempre y condición insoslayable afrontar «el futuro que llevamos a la espalda». Tenemos por delante los abogados, y todos cuantos participamos en la tantas veces incomprendida, dura y difícil tarea de la Justicia un panorama de permanente esfuerzo y sacrificio. Nada es fácil en el mundo del Derecho. Ni la tarea de la investigación y la especulación académica; ni la tarea de pedir justicia; ni la de impartirla transcurren por un lecho de rosas. La ciudadanía quiere y exige su derecho, al propio tiempo que en no pocas ocasiones rehuye la incomodidad de reconocer el derecho a los demás. Muchos confunden el orden y la paz; y no pocos asumen el juicio mediático o la mala justicia que se administra en la plaza pública antes que reconocer la, en ocasiones, turbadora presunción de inocencia. Y un mundo que se dice avanzado, y que en muchas cosas lo es, chirría cuando se trata de la lucha por el poder partidario o de hacer frente a las exclusiones de la mujer, de raza, de religión o de pobreza.

El Colegio de Abogados de Madrid nació en un tiempo en el que la hidalguía era un valor reconocido y en el que, sin embargo, estaban vigentes segregaciones y racismos que la sociedad avanzada de hoy proclama, no siempre con verdad, haber superado. Cuando el Colegio de Madrid, ahora premiado por el Gobierno democrático de los madrileños, comenzó su andadura, circulaban por nuestras calles Cervantes, Quevedo, Lope... En la conmemoración del III centenario del Quijote estaba en Madrid Rubén Darío que desgrana en tan alta ocasión su letanía de nuestro señor Don Quijote, que parece lema de abogados, para entonces y también para estos tiempos: «rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes ...». Cuantas veces nos vemos pidiendo justicia lanza en ristre; casi siempre la tristeza, la tragedia o el mal, están presentes en nuestras causas; la fuerza de la justicia ha de alentar nuestro trabajo, que sólo tiene sentido si se viste de un ensueño de libertad.

Esos deberes cívicos no son sólo nuestros. Pero a los abogados nos son exigibles con mayor rigor porque los demás esperan que no les fallemos en la tarea civilizadora que concierne al derecho. Quienes murieron en las muchas trifulcas de la historia no nos han legado una losa de dolor y de discordia, sino un mensaje de esperanza y de justicia. Tenemos la obligación de hacer que los ciudadanos de nuestro tiempo hagan fértil esa doble cosecha y la transmitan multiplicada a las generaciones venideras.

Es cosa de nuestro oficio la búsqueda de la concordia y somos profesionales de la contradicción como medio de resolver las controversias. Nuestras armas son la ley, la razón y la mesura. Nuestro arsenal lo nutren el trabajo, el sacrificio y el compromiso moral. Hemos aprendido a ser libres e independientes ante toda suerte de manipulaciones, frente a quienes se instalan en el poder y luego rehúsan abandonarlo; frente a quienes cierran la boca a los disidentes; frente a la violencia verbal que tantas veces desencadena pasiones y violencia indominables.

Así que la historia está hoy entregando la Medalla de Oro a los abogados de Madrid y nosotros al dar las gracias por todos los que en verdad han merecido ese honor, reiteramos nuestro compromiso de servicio que fundamenta la confianza que esperamos de esa sociedad avanzada y libre que es el Madrid de hoy.

Y mientras, en España sigue lloviendo, tercamente, la historia. Ciudadanos y abogados estamos unidos en ese goteo desigual de esperanza, de justicia soñada, de amarguras, soledades y alegrías. Y en Madrid, que fue capital de la gloria para unos y hoy quiere serlo para todos, sigue pasando la historia, aún nacen Infantes de España y el Príncipe de Asturias es colegiado de honor de nuestra premiada Corporación. Por cierto, enhorabuena, Señor.

Luis Martí Mingarro, Decano del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid y académico de la Real de Jurisprudencia y Legislación.