Aboliciones

Parece que todo se renueva, o que todo se revisa, pero a veces da la impresión de que todo se repite, de que la historia es circular y cíclica. En momentos de crisis europea, los intelectuales se reúnen, debaten, proponen salidas y se permiten decir algunos despropósitos. Los temas se replantean en otros contextos, con nuevas perspectivas.

Asisto a un debate público, en una gran sala de teatro, entre algunos de los pensadores más conocidos de todo el continente: Bernard Henri-Lévy, Umberto Eco, Julia Kristeva, los alemanes Peter Schneider y Hans Christoph Buch, Juan Luis Cebrián, que llega de España y de EL PAÍS, y György Konrád, un poeta y ensayista húngaro que conoció la experiencia del comunismo en su tierra y que ahora conoce los dilemas del poscomunismo y de las economías de mercado. La enorme sala está llena hasta cerca de sus dos terceras partes. No ha venido toda la ciudad a la discusión y es probable que ni siquiera se haya enterado. Pero los asistentes, numerosos, siguen el intercambio en forma apasionada, con los ojos clavados en el amplio escenario, y después de las intervenciones aplauden con entusiasmo. He asistido a debates de esta naturaleza durante décadas. Solo noto el cambio de los tiempos en las máquinas, en las tabletas electrónicas, en los auditores que siguen sus minipantallas y que de repente sacan una fotografía. Siento nostalgia de los años de Jean-Paul Sartre, los de Roland Barthes y Lucien Goldmann y sus amigos, o sus contradictores, en las salas de la Mutualité o del Instituto de Altos Estudios de América Latina. El “boom” de la novela latinoamericana consistió, en su primera etapa, en que gente joven de entonces, como Vargas Llosa, como Carlos Fuentes, como algunos otros, subieran a esas mismas tribunas y terciaran a menudo con los monstruos sagrados.

Se sostiene, ahora, en líneas generales, que Europa no es una entelequia permanente, inconmovible, que se mantiene por encima de los avatares, de las circunstancias, de las crisis. ¿Europa o caos?, es el título del encuentro, y algunos señalan que haría falta hablar un poco más del caos, que es una presencia más evidente que cualquier otra. Europa, sostiene Bernard Henri-Lévy, ha sido una idea renovada, reinventada, refundada muchas veces. Hay una relación clásica entre las grandes catástrofes y las refundaciones. La primera guerra mundial, global, en el mundo conocido de la época, fue la Guerra de Troya. Y todo comenzó, como lo enseña la mitología, con el rapto de Europa y más tarde con la entrada en escena del Minotauro. Para eso había que amar a Europa, afirma uno de los participantes: los problemas de hoy derivan, quizá, de que no la amamos lo suficiente. La guerra troyana fue una catástrofe para el universo de la época y una diáspora subsiguiente, cantada en la Ilíada y en la Odisea, seguida de la maravillosa eclosión del clasicismo: los siglos de Heráclito, de Platón, de Sócrates, de Aristóteles, de los grandes legisladores. En otras palabras, todos los renacimientos que se han sucedido de cuando en cuando en la historia han sido precedidos por catástrofes globales. El proceso contemporáneo de formación de una Unión Europea no es una excepción. Nuestro poeta Vicente Huidobro, hombre de chispazos, de intuiciones fulgurantes, lo intuyó en su poema Ecuatorial, obra de acentos apocalípticos, de éxodos y destrucciones, de final de los tiempos.

El debate podría llevarnos muy lejos. Al día siguiente, en una sobremesa en la que participan dos de los ponentes, recuerdo una frase de Jorge Luis Borges: “Los europeos de ahora somos nosotros”. ¿Por qué?, me preguntan, y digo que Borges tenía conciencia de saber más del pensamiento griego, latino, moderno, que los ciudadanos de la Europa de su tiempo. Nadie podía competir con él en su relación familiar con la filosofía de Platón, con las historias de Heródoto, con las nociones teológicas de los ortodoxos y los heresiarcas de comienzos de la Edad Media, con las ideas de San Agustín y su extraordinaria literatura confesional. La teología, decía, no es más que una rama de la literatura fantástica.

Doy otros ejemplos y mis amigos entienden el asunto mejor. Digo que he leído a Michel de Montaigne desde mi juventud y que he llegado al extremo de escribir una especie de novela ensayo acerca de un supuesto lector chileno de su obra. He hecho una narración y una reflexión sobre el personaje, que un contemporáneo suyo, don Francisco de Quevedo, llamaba el Señor de la Montaña. Pues bien, llegué hace pocos años a un hotel de la ciudad de Burdeos, con el propósito de seguir viaje hasta la torre del ensayista del siglo XVI, y nadie en la recepción, ni siquiera la gerente del establecimiento, sabía quién era. Conseguí llegar por mi cuenta, en un viaje por tren, después de consultar a una señora que atendía el bar de una plaza de pueblo, y he contado el episodio en el mismo libro. Durante toda la búsqueda, el viaje, la aventura, tuve la impresión borgeana de que el europeo era yo. Pero son, claro, impresiones vagas, corazonadas. Solo un sudamericano puede sentir una fascinación parecida frente a una figura de la Aquitania del siglo XVI, a un “príncipe de Aquitania de la torre abolida”, como cantó un poeta. “Debiste decirlo”, sostiene Hans Christoph Buch, viejo amigo, y me río. Pienso en esa gente del público que se apodera del micrófono para lanzar alguna perorata personal. No estoy para peroratas. Prefiero hundirme en mi sillón de lectura y abolir al público, a los que debaten, a la sala entera con sus maquinarias electrónicas.

Jorge Edwards es escritor.

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