Acabar con la ignominia

En el último canto de la Ilíada, el rey Príamo de Troya, aconsejado por los dioses del Olimpo, decide ir al campamento enemigo para suplicar a Aquiles que le permita llevarse el cadáver de su hijo y enterrarlo como es debido. Aquiles mató a Héctor para vengar la muerte de Patroclo y arrastró su cuerpo por el campo de batalla hasta el túmulo de su amigo/amante. A pesar de su inmenso dolor, Aquiles es un ser piadoso y muestra su empatía por el desconsuelo del anciano Príamo accediendo a entregarle el cadáver para que pueda celebrar las honras fúnebres y, de este modo, poder descansar en paz (el muerto y los vivos).

Francisco Franco nunca tuvo piedad ni compasión por sus enemigos (con frecuencia, tampoco por sus amigos), vivos o muertos. Al enemigo, ni agua, ni sepultura. Tuvieron que pasar dos años desde el fin de la batalla del Ebro y un sinfín de ruegos de las autoridades locales --incómodas por la aparición de extremidades humanas abandonadas por las alimañas en sus términos municipales-- para que fuera enviado un batallón de trabajadores forzosos con la tarea de dar sepultura a los cadáveres esparcidos por las sierras de Pàndols y de Cavalls. Cerca de un año estuvieron apilando cuerpos descompuestos en fosas comunes sin individualizar.

Veinte años después de su victoria, Franco se dio el capricho de remover fosas comunes y trajinar decenas de miles de cadáveres (sin importarle la opinión o los sentimientos de los familiares) al Valle de los Caídos, donde solo quedaría individualizada su sepultura. El resto era solo atrezo.

La dura y amplia represión ejercida por los militares rebeldes desde el primer día del fallido golpe de Estado supuso no solo la muerte de miles de personas, sino también la desaparición de sus cadáveres o, en el mejor de los casos, su sepultura en fosas comunes abiertas en los cementerios municipales. Por desgracia, ni el invicto Caudillo era Aquiles, ni nuestra Iglesia católica, apostólica y romana hacía gala de la piedad de los dioses del Olimpo. Manuel Azaña sí que podría asemejarse al rey Príamo pidiendo: paz, piedad y perdón. Pero Franco no sucumbió a semejantes cantos de sirena y mantuvo taponados sus oídos con una espesa capa de cera durante toda su vida. El franquismo mantuvo intacta la división entre los vencedores y los vencidos. Mientras que "los caídos por Dios y por España" tuvieron su reconocimiento público y sus familiares fueron recompensados, los otros tuvieron que llorar en silencio y muchos, además, sin saber dónde depositar las flores.

Las fuerzas democráticas, gracias al excelente resultado de las primeras elecciones del 15 de junio de 1977, pudieron imponer la amnistía --principal reivindicación de la oposición antifranquista--, pero no consiguieron cerrar las heridas de la guerra y la larga posguerra. Los diferentes gobiernos democráticos no emprendieron tampoco las justas y necesarias políticas públicas de reparación moral de las víctimas y, muy especialmente, aquellas encaminadas a paliar el dolor de las familias ayudándolas a localizar los restos de sus seres queridos.
Hace unos años, la iniciativa privada, principalmente en manos de los nietos de los desaparecidos o condenados al anonimato, consiguió colocar en la agenda política la necesidad de solucionar esta ignominia. El talante del nuevo presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, y la presión del Grupo Parlamentario de IU-ICV posibilitaron la aprobación, en noviembre del 2007, de la "ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura". La ley, mal llamada de la memoria histórica, establece en diferentes artículos la colaboración de las administraciones públicas con los particulares para la localización e identificación de víctimas.
A diferencia de Catalunya, donde se viene trabajando desde hace años y donde pronto se presentará una ley sensata y reparadora de esta materia, el Gobierno central y muchos autonómicos o locales no han hecho los deberes. Bien al contrario, el Ayuntamiento de Valencia manifestó una indiferencia sangrante ante la destrucción de las fosas comunes del cementerio municipal donde se enterró, ni más ni menos, que a 26.000 personas.

La iniciativa del juez Baltasar Garzón ha tenido la virtud de colocar de nuevo en el primer plano de la atención mediática y de la actualidad política el tema de la reparación moral de las víctimas, aunque el método sea el del clásico elefante entrando en la cacharrería. Los familiares de las víctimas y las asociaciones de expresos y represaliados nunca han exigido la persecución de los culpables, a lo sumo se hubiera agradecido que alguien pidiera perdón. Pero allá cada uno con su conciencia (Iglesia, incluida).

No se trata, como dicen enfáticamente algunos voceros de la sinrazón y (con perdón) de la sinvergüenza, de reabrir las heridas de la guerra, olvidando que miles de familias españolas nunca pudieron cicatrizarlas, sino precisamente de cerrarlas de una vez por todas. Debemos dejar de arrojarnos los muertos a la cabeza y ayudar a enterrarlos con toda dignidad para que descansen, definitivamente, en paz. La empatía por el dolor ajeno es el único camino para la verdadera reconciliación y la superación del espíritu guerracivilista.

Andreu Mayayo, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona.