Acabar con la Justicia y con la oposición

De sobra se sabe que Churchill no sólo fue el sagaz estadista que libró a Inglaterra de la invasión nazi, sino que desplegó una mordacidad y crueldad infinitas contra sus adversarios, pero también contra los enemigos que pululaban en sus filas, como advirtió a un novel diputado al aterrizar en la jauría de la Cámara de los Comunes. Conocida su enemistad contra Lady Astor, a la que, tras endilgarle ésta que «si usted fuera mi esposo, no dudaría en envenenar su té», le atizaría: «Señora, si usted fuera mi esposa, no le quepa duda de que me lo bebería»; no lo fue menor con el jefe de la oposición laborista, Clement Attlee, a la sazón vicepresidente suyo en el gabinete de unidad nacional que dirigió los días más críticos para el país. Así, entre sus viperinas invectivas, descuella su aguijonazo de que «un taxi vacío se detiene ante el 10 de Downing Street y de él desciende Attlee».

Empero, aquel «hombrecillo modesto con muchas razones para serlo» no sólo no se dejó avasallar por quien quiso enterrarlo y se negó a su propuesta de referéndum de 1945, alegando con tino que era «estratagema de dictadores y demagogos», sino que lo sucedería inopinadamente ese mismo año. Valiose de la necesidad de alivio de luto de un agotado elector tras un quinquenio de «sangre, sudor y lágrimas» guiado por quien retornaría como primer minsitro en 1951. Pese a sus desdenes, no sacó del mapa al Don Nadie Attlee ni consiguió que se desvaneciera.

Acabar con la Justicia y con la oposiciónSin embargo, a raíz de defenestrar a Cayetana de Álvarez de Toledo como portavoz parlamentaria, de su diatriba ad hominem contra Abascal, al que repuso de su mala intervención en la censura de Vox contra Sánchez, y de su negligente campaña catalana con su agria vendimia al desdecirse de sí y de los suyos, el líder del PP, Pablo Casado, se empecina en borrarse y en facilitarle la tarea a un presidente que llegó al poder a lomos de la mentira y que, desde que mora La Moncloa, no ha dejado de engañarle un solo día. Todo ello ante la rendición complacida de quien, de no poner remedio a su camino de perdición, va a reducir a un partido de Gobierno –justo cuando conmemora el vigésimo quinto aniversario de la victoria de Aznar– a formación bisagra.

Si ante esta deriva se bromeaba en esta página con que debería afeitarse la barba de Rajoy para sacudirse la letargia y modorra de los años bobos en los que el ex presidente malgastó la mayoría absoluta agraciada por los españoles para enmendar los desafueros, no sólo económicos, de Zapatero, sin ser moco de pavo estos, Casado está en un tris de rememorar al Fraga de Alianza Popular al que González buscó arrellanar en el sillón de la oposición con el título honorífico de jefe de misma.

Si éste usó la vía del elogio con aquello de que le cabía el Estado en la cabeza, el actual inquilino de La Moncloa anhela lo propio por la vía contraria de la humillación. Como antaño hizo con Albert Rivera y luego con su sucesora, Inés Arrimadas, cuando ésta ofreció el voto de Ciudadanos para pactar los vigentes Presupuestos del Estado sin la dependencia independentista de la mayoría Frankenstein que le hizo jefe del Ejecutivo con el menor número escaños propios que ningún otro presidente en 44 años. De la mano de la máxima de Deng Xiaoping de que «no importa si el gato es blanco o negro con tal de que cace ratones», González procuró que el viejo león de Perbes, que luego se enfeudaría en Galicia, perpetuara al PSOE como el PRI mexicano; Sánchez juega al ratón y al gato con la oposición a su derecha, singularmente con Casado, para perennizarse.

No extraña que anduviera sobrado el miércoles en las Cortes. Investido de poderes excepcionales con la excusa de la pandemia, no usa tales aldabas contra el coronavirus, sino contra sus contrincantes y en favor de un cambio de régimen que consolide una monarquía presidencialista rumbo a una república. Válese de los desatinos fiscales del Rey emérito para descoronar al hijo como cabeza de la nación. Así, se retiró del ruedo parlamentario con la confortable sensación de esas figuras del toreo que hallan la comprensión de un tendido que asume que el lote que le tocó en suerte no tenía un mal pase al no embestir ni siquiera en el tercio de varas. No en vano, al tomar la palabra, Casado alzó la bandera blanca y verbalizó su rendición preventiva. «Yo ya hice mi parte, consciente de su coste a corto plazo», compungió en alusión a su acre ruptura de hostilidades con Abascal, a la par que interpelaba a Sánchez para que, en justa correspondencia, se desmarcara de sus extremados socios y aliados para ensanchar el bloque de la centralidad.

Salvando las distancias, Casado semejaba el eco desvaído de Chamberlain cuando creyó apaciguar en 1938 a Hitler y obtener «la paz para nuestro tiempo» a base de ceder ante quien preparara la II Guerra Mundial, al igual que Sánchez sólo pretende los votos del PP para la preceptiva renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), esto es, culminar su asalto a las instituciones y poner a sus pies el gobierno de los jueces para que estos, mediante el socavamiento de su independencia, se perviertan en los jueces del Gobierno. Al grito de «¡rindan togas!», manda hacer puñetas la Justicia y fuerza que los jueces echen al suelo sus ropones para alfombrar su paso triunfal a la manera que las rondallas de tunos cortejando féminas en sus pasacalles.

Así, lejos de conmoverse con su imploración, dispensó a Casado un displicente «necesita mejorar» como el que otrora le otorgó su sosias Iglesias al quitarle de en medio a la avispada Álvarez de Toledo y al poner a caldo a Abascal, al tiempo que Sánchez le puso el deber añadido de acallar a la presidenta madrileña Díaz Ayuso, cuya cabeza servida en bandeja de plata sería de su gusto y placer. Pero a la que asiste la razón al demandar que el PP no se puede permitir «bizquear» ni desdibujarse si tiene «claro» su proyecto. A este respecto, un hechizado Casado aparentaba el miércoles, en plena rebatiña de las instituciones por lotes al modo de lo que Italia designa como lottizzazione, haber sido hipnotizado por la mirada de tigre de Sánchez.

Como le enseña crudamente el director del zoo hindú a su beatífico hijo en la oscarizada película La vida de Pi, ignora que cuando miras a los ojos de un felino lo que se ve son los sentimientos de uno mismo reflejados en la fiera, no su intención depredadora. Por eso, nada más rescatarlo casi de las garras del tigre de Bengala cuando se disponía a dar buena cuenta de su infantil presa, el airado progenitor se empeña en darle una cruel lección de vida a su vástago contra los ruegos maternos.

Así, enfrenta al pequeño Pi a la horrible escena de contemplar cómo el felino al que se había acercado amistosamente, sin advertir del peligro de ponerse al alcance de su zarpa y colmillos, despedaza a la cabra viva que manda traer. Con gran dolor, Pi aprendería una enseñanza de vida que le servirá cuando, como único superviviente humano del naufragio desencadenado cuando su familia emprende una mudanza de continente –zoo incluido, a modo de Arca de Noé–, encara la odisea de atravesar el Océano Pacífico en una balsa en la inadvertida compañía del tigre bengalí del que le libró su padre.

Abandonado al infortunio y expuesto a la temible tesitura de morir tragado por las olas o por las fauces del atroz compañero de singladura, el errabundo logra conjurar el miedo urgido por el instinto de supervivencia y urde un plan para salir bien parado. En su fuero interno, Pi debió evocar la leyenda que figuraba en el zoo y que inquiría al visitante: «¿Sabes cuál es el animal más peligroso del zoológico?». Al lado, una flecha señalaba una pequeña cortina que escondía la respuesta. Descorrida, aparecía un espejo que reflejaba al curioso y le plantaba ante su realidad.

En cierto modo, puede ser la circunstancia de un Casado espejeado en unas primarias que ganó discurseando como Churchill y que, al cabo de casi un trienio de su inesperada elección, habla y actúa como Chamberlain. Tratando de hacerse perdonar la vida y creyendo que así se solidificará como jefe de la oposición hasta que Sánchez –Dios mediante– se aburra. Si Casado se ha hecho el cálculo de que, declinando de su compromiso de despolitizar la Justicia para entrar en la rebatiña de cargos como en RTVE, va a irle mejor, yerra averiando gravemente las instituciones que deben velar por el buen funcionamiento del sistema democrático. Tal desvirtuación entrañará mayor corrupción al supeditar la Justicia a políticos que colocan y quitan jueces para tapar sus vicios y agios.

Si hay constitucionalistas que determinan que la diferencia sustancial entre cartas magnas como la estadounidense y la española es que la primera está hecha para que los gobernantes teman al pueblo y se anden con ojo al ejercer el poder, mientras que la segunda invierte la prelación, mucho más se aprecia a medida que la partitocracia de los viejos y nuevos actores acentúan ese vicio oculto. Por ejemplo, siguiendo la estela de la reforma socialista de 1985 de la Ley Orgánica del Poder Judicial por el que se procedió, con Alfonso Guerra como oficiante, a las exequias de Montesquieu y su sacrosanta división de poderes.

Como es hábito en él, refutando lo que aseveró como candidato a Jordi Évole en 2014, Sánchez no iba a «renunciar a todas aquellas comodidades que han hecho peor al PSOE», como la elección partidista del CGPJ, sino a excederlas. Con trágalas, como tratar de empotrar en el mismo al juez José Ricardo de Prada. Su manipulación del testimonio de Rajoy como testigo que sirvió de palanca para la moción de censura que aupó a Sánchez a La Moncloa, habiendo sido desautorizado por instancias judiciales superiores, sería más un mérito de guerra que un baldón. Sin duda, un alarde de despotismo autoritario como el de nombrar ministra de Justicia a Dolores Delgado, con su pareja el juez Garzón en la sombra al estar inhabilitado, y luego fiscal general del Estado, pese a cosechar reprobaciones, siendo la primera ex ministra que se adueña del Ministerio Público a través de las reprensibles puertas giratorias.

Con su desistimiento a plantar cara a Sánchez, Casado declina a relevarlo con la presteza que exige la emergencia española. Pero también a ser jefe efectivo de la oposición. Al tiempo, arriesga –a medio plazo– las precarias mayorías con las que el PP gobierna Andalucía –primera prueba de fuego, salvo argucia de Sánchez y de su gurú Redondo– o Madrid, junto a ayuntamientos como el capitalino o Zaragoza.

Dijérase que a Casado y a su mesa camilla sólo les urge el control interno de un partido –como busca con la celebración de congresos provinciales telemáticos– que puede quedar en las raspas para que el presidente del PP pueda seguir siendo aspirante el día siguiente de unas elecciones próximas que daría por perdidas. A este paso, no es que le venga grande la sede en venta de la calle Génova, es que le puede bastar con realquilarle una planta vacía al PSOE, dado que su estado mayor puede adquirir La Moncloa en propiedad y su comité electoral hacer del ala oeste su domicilio habitual.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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